Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Todos los días íbamos al correo. Dábamos paseos que terminaban en la plaza Esterhazy o en la Stiftskaserne. A veces mis amigos nos seguían. ¡Siempre a distancia! Una noche encontramos a un hombre en la Schadekgasse y lo seguimos. Entró en el parque. Era un hombre viejo y bien vestido. El buen Ulises se puso a su lado y yo le di un puñetazo en la nuca. Registramos sus bolsillos. Esa noche comimos en un bar cerca de casa. Después me levanté de la mesa y llamé por teléfono. Mi herencia, mi dinero, dije, y desde el otro lado de la línea alguien dijo: no, no, no. Aquella noche hablé con el buen Ulises pero no recuerdo de qué. Después vino la policía y nos llevaron a la comisaría de la Bandgasse. Nos quitaron las esposas y nos interrogaron. Preguntas, preguntas. Yo dije: no tengo nada que decir. Cuando me llevaron al calabozo el buen Ulises no estaba allí. A la mañana siguiente vino mi abogado. Le dije: señor abogado, parece usted una estatua abandonada en un bosque y él se rió. Cuando terminó de reír, dijo: a partir de ahora se acabaron las bromas, Heimito. ¿Dónde está mi buen Ulises?, dije yo. Tu cómplice está detenido, Heimito, dijo mi abogado. ¿Está solo?, dije yo. Naturalmente, dijo mi abogado, y entonces dejé de temblar. Si el buen Ulises estaba solo nada le podía ocurrir.

Esa noche soñé con una roca amarilla y con una roca negra. Al día siguiente vi al buen Ulises en el patio. Hablamos. Me preguntó cómo estaba. Bien, dije, hago ejercicios, hago flexiones, abdominales, boxeo con mi sombra, dije. No boxees con tu sombra, dijo él. Cómo estás tú, dije yo. Bien, dijo él, me tratan bien, la comida es buena. ¡La comida es buena!, dije yo. Después me volvieron a interrogar. Preguntas, preguntas. Yo no sé nada, dije. Heimito, cuéntanos lo que sabes, dijeron ellos. Entonces les hablé de los trabajos de los judíos que construían la bomba atómica en Beersheba y de los alacranes que sólo salían a la superficie durante la noche. Y ellos dijeron que me mostrarían fotos y cuando vi las fotos yo dije: están muertos, ¡son fotos de muertos!, y no quise seguir hablando con ellos. Esa noche vi al buen Ulises por el pasillo. Mi abogado me dijo: nada malo te pasará, Heimito, nada malo te puede pasar, ésa es la ley, irás a vivir al campo. ¿Y el buen Ulises?, dije yo. Él se quedará aquí un tiempo más. Hasta aclarar su situación. Esa noche soñé con una roca blanca y con el cielo de Beersheba, refulgente como una copa de cristal. Al día siguiente vi al buen Ulises en el patio. El patio estaba cubierto por una película verde pero ni a él ni a mí parecía importarnos. Los dos teníamos ropas nuevas. Hubiéramos podido pasar por hermanos. Me dijo: todo se ha solucionado, Heimito. Tu padre se hace cargo de ti. ¿Y de ti?, dije. Yo vuelvo a Francia, dijo el buen Ulises. La policía austríaca me paga el billete hasta la frontera. ¿Y cuándo volverás?, dije. No puedo volver hasta 1984, dijo. El año del gran hermano. Pero nosotros no tenemos hermanos, dije. Así parece, dijo él. ¿La baba del diablo es verde?, pregunté de golpe. Puede que sí, Heimito, me contestó, pero yo más bien diría que no tiene color. Después se sentó en el suelo y yo me puse a hacer ejercicios. Corrí, hice flexiones, me arrodillé. Cuando terminé el buen Ulises se había puesto de pie y estaba hablando con otro detenido. Por un momento pensé que estábamos en Beersheba y que el cielo nublado sólo era un engaño de los ingenieros judíos. Pero luego me di una palmada en la cara y me dije no, estamos en Viena y el buen Ulises se va mañana y no podrá volver hasta dentro de mucho y yo tal vez pronto vea a mi padre. Cuando volví junto a él el otro detenido se largó. Estuvimos hablando. Cuídate, me dijo cuando lo vinieron a buscar, mantente en forma, Heimito. Hasta pronto, dije yo, y ya no lo volví a ver.

María Font, calle Montes, cerca del Monumento a la Revolución, México DF, febrero de 1981. Cuando Ulises regresó a México yo hacía poco me había venido a vivir aquí. Estaba enamorada de un tipo que daba clases de matemáticas en una prepa. Nuestra relación empezó de forma bastante tormentosa porque él estaba casado y yo pensaba que nunca iba a dejar a su mujer, pero un día me llamó por teléfono a casa de mis padres y me dijo que buscara un sitio donde pudiéramos irnos a vivir juntos. Ya no soportaba a su esposa y la separación era inminente. Él estaba casado y tenía dos hijos y decía que su mujer utilizaba a los niños para chantajearlo. La conversación que tuvimos no fue de aquellas que tranquilizan, más bien al contrario, pero lo cierto es que a la mañana siguiente me puse a buscar un lugar, al menos provisional, donde los dos pudiéramos vivir.

Por supuesto, estaba el asunto del dinero, él tenía su sueldo pero debía seguir pagando el alquiler de la casa donde vivían sus hijos, además de pasarles una mensualidad para manutención, gastos escolares, etcétera. Y yo no tenía trabajo y sólo contaba con una asignación que me daba una tía materna para que terminara mis estudios de danza y pintura. Así que tuve que echar mano de mis ahorros, pedirle prestado a mi madre y no buscar nada excesivamente caro. Al cabo de tres días, Xóchitl me dijo que había una habitación vacía en el hotel donde ella y Requena vivían. Me mudé en el acto.

La habitación era grande, con baño y cocina, y estaba justo encima de la habitación de Xóchitl y Requena.

Esa misma noche vino a verme el profesor de matemáticas y estuvimos haciendo el amor hasta que amaneció. Al día siguiente, sin embargo, no apareció y aunque en un par de ocasiones lo llamé por teléfono a la escuela, no pude ponerme en contacto con él. Dos días después lo volví a ver y acepté todas las explicaciones que quiso darme. Más o menos así transcurrió la primera y la segunda semana de mi nueva vida en la calle Montes. El profesor de matemáticas aparecía cada cuatro días, aproximadamente, y nuestros encuentros sólo acababan con la madrugada y la inminencia de un nuevo día laboral. Después él desaparecía,

Por supuesto, no sólo hacíamos el amor, también hablábamos. Me contaba cosas de sus hijos. Una vez, hablándome de la más pequeña, se puso a llorar y finalmente dijo que no entendía nada. ¿Qué hay que entender?, dije yo. Me miró como si hubiera dicho una tontería, como si fuera demasiado joven para entender esas cosas y no me contestó. Por lo demás, mi vida era más o menos la misma que antes. Iba a clases, conseguí un trabajo de correctora en una editorial (pésimamente pagado), veía a mis amigos y daba largos paseos por México. Mi amistad con Xóchitl creció, en gran medida debido a nuestra nueva condición de vecinas. Por las tardes, cuando no estaba el profesor de matemáticas, bajaba a su habitación y nos poníamos a hablar o a jugar con el niño. Requena casi nunca estaba (aunque él sí que llegaba cada noche) y Xóchitl y yo nos dedicábamos a hablar de nuestras cosas, de cosas de mujeres, sin recatarnos por la presencia de un hombre. Como era natural, el objetivo de nuestras primeras conversaciones fue el profesor de matemáticas y su peculiar modo de entender una nueva relación. Según Xóchitl, el tipo era en el fondo un cagado que tenía miedo de abandonar a su mujer. Yo era de la opinión de que en esto influía mucho más su delicadeza, su deseo de no hacer un daño innecesario, que el miedo propiamente dicho. En mi fuero interno me extrañó bastante la determinación con que Xóchitl tomó partido por mí y no por la mujer del profesor de matemáticas.

A veces íbamos al parque con el pequeño Franz. Una noche en que estaba el profesor de matemáticas, los invitamos a cenar. El profesor de matemáticas quería que estuviéramos solos pero Xóchitl me había pedido que se lo presentara y pensé que aquella era una ocasión inmejorable. Fue la primera cena que di en lo que ya veía como mi nueva casa y aunque la cena en sí fue más bien sencilla, una gran ensalada, quesos y vino, Requena y Xóchitl acudieron muy puntuales y mi amiga apareció con su mejor vestido. El profesor de matemáticas trató, me consta, de ser agradable, algo que le agradecí, pero yo no sé si por la escasez de comida (en aquellos días me decantaba por las dietas bajas en calorías) o por la abundancia de vino, el caso es que la cena fue un desastre. Al marcharse mis amigos el profesor de matemáticas los trató de parásitos, los elementos, dijo, que inmovilizan a una sociedad, los que hacen que un país nunca acabe de ponerse en movimiento. Yo le dije que era igual que ellos y él replicó que eso no era cierto, que yo estudiaba y trabajaba mientras ellos no hacían nada. Son poetas, argüí. El profesor de matemáticas me miró a los ojos y repitió varias veces la palabra poeta. Vagos es lo que son, dijo, y malos padres, ¿a quién se le puede ocurrir ir a comer en un lugar ajeno dejando a su hijo solo en casa? Aquella noche, mientras hacíamos el amor, pensé en el pequeño Franz durmiendo en la habitación de abajo mientras sus padres bebían vino y comían queso en mi habitación, y me sentí vacía e irresponsable. Poco después, uno o dos días, Requena me dijo que Ulises Lima había vuelto a México.

78
{"b":"100457","o":1}