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– No creas: es cuestión de autocontrol. Una mente entrenada puede reinterpretar incluso el dolor.

– Finaaa, eooo, ¿me oyes?

– Siiiií, qué quieres, pesao, no ves que estoy hablando con tu hermano… Por cierto, estoy muy cabreada contigo: ¿cómo se te ocurre dejarme plantada anoche? Salieron un par de tíos de un coche y me pusieron un pañuelo en la boca…

– ¿Así que te dejó plantada?

– Como lo oyes.

– Bueno, no se lo tengas en cuenta: ya sabes que bebe un poco.

– ¿Un poco?: yo lo he visto vaciar una botella de vodka en dos horas.

– Bueno ya está bien, ¿no?

– Tuve que intervenir-: no es momento de hacer vida social.

The First dijo que iba a terminar de empaquetar nuestros gachets y me dejó un momento a solas con la princesa rescatada.

– No me habías dicho que tenías un hermano tan apuesto.

«Apuesto»: dijo «apuesto»: no «guapo», ni «guay», ni «chachi»: dijo «apuesto», como en las telenovelas.

– Fina, por favor: si tiene la cara hecha un mapa.

– Bueno, pero tiene buena planta, está cachas. Y además se nota que en condiciones normales debe de ser muy guapo. Y ahora que tú te has buscado compañía…, no te creas que me olvido… Además, encuentro que tiene unos ojos azulones muy sexis.

– Sí: exactamente igual que yo.

– Qué más quisieras… además, te sobran cuarenta kilos -de repente puso esa cara que pone la gente moderna cuando toca temas escabrosos pero no quiere parecer pacata-: Oye, necesito una cosa… ¿No habría por ahí compresas; o tampones, algo…? Me parece que está a punto de venirme la regla.

A la princesa Leía Organa jamás le vendrá la regla en mitad de un rescate, ni a Lady Marian, ni a Helena de Troya; pero a la Fina sí: a la Fina le viene la regla.

– Muy bonito: te gustan los ojos de Mister Sexi pero las compresas se las pides al gordo…

La dejé tirándome insidiosos besitos y me fui hacia donde The First terminaba de apañar los fardos. Entré en el botiquín, a ver, pero enseguida comprendí que allí no había nada parecido a compresas o tampones, aunque sí encontré un montón de fundas de almohada en uno de los armarios y pensé que a lo mejor podían servir. Volví con ellas.

– ¿Y qué se supone que puedo hacer con una funda de almohada? ¿Una caperuza del Ku Klux Klan?

– Joder, Fina, no sé… ¿Antes de que hubiera Tampax y cosas así las mujeres se arreglaban con paños, no?, tú sabrás lo que hay que hacer…

En fin, supongo que para cuando estuvimos en condiciones de salir de allí debió de haber pasado un buen rato. No sólo hubo que esperar a que la Fina estuviera «presentable», según su propia expresión, sino que convino también adiestrarla en los rudimentos del manejo de armas, tarea que quedó a cargo del Estupendo Instructor The First. La pupila, haciendo gala de una capacidad de abstracción impropia de su sexo, pareció entender perfectamente la teoría (por dónde salían las balas y todo lo demás), pero llegada a la fase práctica de empuñar el arma no pudo más que tomarla como si estuviera tocando el tarro de la miel. Un número. La cuestión es que al rato, el extravagante comando formado por el guerrillero cachas con sus dos fundas de almohada por alforjas, Doris Day con su pistola al cinto de la bata, y un Magulla Gorila renqueante y cargado con un fajo de paños higiénicos de recambio, se aventuraba más allá de la puerta de rejas hacia las primeras oscuridades de aquella estructura absurda.

– ¿Adónde vamos? -se me ocurrió preguntar.

– A explorar el laberinto -contestó The First.

Bonita aventura. Sólo faltaba Darth Vader, y lo cierto es que no tardó mucho en aparecer.

Dado que lo que recorríamos no era un laberinto de verdad, bastó con ir siguiendo las zonas iluminadas por luces de emergencia para dar con una especie de túnel subterráneo que funcionaba a modo de espina dorsal de todo aquello. Sin duda conducía a alguna parte, porque había aparcados un camión y una excavadora en el margen. O sea: que el túnel era ganso.

– ¡Qué caña! -dije, a modo de valoración preliminar.

The First, siempre en su papel de héroe avezado, se fue directo a examinar un acopio de travesaños y otros materiales de construcción que ocupaba tanto espacio como un tercer vehículo tras la excavadora. Cuando volvió, traía ese aire de tenerlo todo controlado que da tanta rabia:

– Lo mejor será que sigamos las roderas del camión. Por algún sitio debe de salir a descargar la tierra.

– Ah, ¿sí?, ¿tú crees que alguien puede haber sacado con ese camioncito toda la tierra que falta?

– Han tenido tiempo para ir haciendo. Vámonos, puede que tengamos que caminar un buen rato.

El Capitán Trueno no se conformaba con ir acumulando enigmas sino que ya estaba empezando a dar órdenes. En fin, le dejé que encabezara otra vez la comitiva y me puse a la cola, tras la Fina. Avanzamos durante un rato por el túnel, pegándonos a la pared desprovista de lámparas, casi a oscuras pero no tanto como para no ver dónde pisábamos. Fue como ir en busca del Templo Maldito, aunque en realidad era una aventura de bajo presupuesto, sin boas constrictor ni cataratas subterráneas. Todo lo más, aquí y allá pisamos manchas de la humedad que resbalaba por las paredes y, eso sí, hacía casi frío, se echaba de menos una chaqueta de entretiempo.

Enseguida, a la distancia de dos o tres manzanas subterráneas, llegamos al siguiente acceso al túnel, un súbito ensanchamiento que rompía la monotonía del trayecto. Al principio no reconocí el lugar, sólo me sorprendió la estructura de arcadas semienterradas a cuyo través se distinguía una cuidada selección de desechos humanos. Latas de Coca-Cola (el clásico de los vertederos), condones usados, restos de un paraguas, revistas deshojadas… Pero cuando reconocí en una de aquellas hojas sueltas la foto de un enorme par de tetas haciéndole una cubana a un gachó color canela, plano cenital, caí en la cuenta de dónde estaba. Aquello eran las ruinas de la bóbila, enterradas bajo el parque que montaron encima en los años ochenta. Estábamos pues, con bastante probabilidad, bajo la calle Numancia, sin duda bastante por debajo de la calzada.

Se lo dije a The First. Y aunque no creo que mi Estupendo Hermano se hubiera hecho nunca pajas en la vieja bóbila estimulándose con revistas robadas, alcanzó a ubicar el lugar:

– Sabemos que hay una salida en el 15 de Jaume Guillamet, y eso está a dos travesías del lugar donde estamos ahora. Puede que sea mejor abandonar el túnel en el siguiente acceso a los edificios y probar suerte.

No nos dio tiempo a considerar la posibilidad. La Fina nos alertó gritando: «¡Por ahí viene alguien!», y mientras volvía a nuestro lado señalaba el sentido hacia el que habíamos estado avanzando. Entonces oí el «¡Alto!» que alguien profería a lo lejos. The First se rodeó el cuello con mi brazo para ayudarme a andar y le ordenó a la Fina que corriera, que corriera tanto como pudiera y se metiera por la última salida del túnel que habíamos pasado de largo. Yo me zafé un poco de mi asistente para saltar más rápido; la Fina había llegado ya al acceso y se asomaba hacia nosotros jaleándonos. Llegamos también antes de que quienquiera que nos siguiese nos diera alcance; entramos en una planta de parquin tan demencial como el resto del lugar, y vi que la Fina corría ya hacia lo que parecían unas puertas de ascensor y pulsaba frenéticamente la llamada. The First se desembarazó de mí y me dijo que siguiera solo. Al darme media vuelta para ver adónde demonios iba, vi como llegaba desde el túnel un guardia de mono azul y detenía un poco la carrera al encontrarse con que uno de los fugitivos había cambiado de rumbo y se iba derechito hacia él. El tipo, con gesto de lanzador de jabalina, alzó la porra para descargar un- golpe sobre The First, pero mi Estupendo Hermano hizo una cosa que lamento no haber podido grabar en vídeo. La cosa es que, tras un rapidísimo movimiento de prestidigitación, el guardia se encontró con un rodillazo en los huevos y con que mi Estupendo Hermano, intacto, le había birlado la porra atrapándola bajo el brazo izquierdo. Se la sacó de ahí con un movimiento seco de la derecha y estuvo en condiciones de partirle la cabeza al contrincante mucho antes de que el pobre hubiera terminado de pronunciar el largo «uuuuuh» con que expresó la sorpresa por el rodillazo. The First se limitó a darle un empujón que acabó con el tío retorcido en el suelo y entonces apareció en la planta un segundo guardia corriendo. A éste no hizo falta ni tocarlo: viendo el destino de su compañero y ante la exhibición que le dedicó mi Estupendo Hermano con la porra a modo de bastón de mayoret, dio media vuelta y desapareció por donde había venido. Aprovechó el momento para apresurarse con paso elástico hasta el ascensor, donde lo esperábamos la Fina y yo con el dedo a punto de pulsar el piso más alto posible.

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