– ¿Y por qué no me lo has dicho enseguida?
– ¿Para qué?, ¿para ponerte nervioso antes de tiempo?
– Pues sí: me gusta ponerme nervioso con suficiente antelación, qué pasa. Y me jode mucho esa manía que tienes de guardarte información, ¿te enteras? A ver: ¿cuál es la próxima sorpresa?, ¿llevas puesto un supositorio explosivo?
– ¿Quieres, aunque sólo sea por una vez en la vida, comportarte como un adulto responsable? Hay que pensar cómo vamos a salir los tres de aquí.
Estábamos gritando otra vez en susurros.
– Bueno, pues te toca pensar a ti, ya que eres tan listo.
Lo hizo:
– Muy bien: voy a subir y acercarme al guardia fingiendo ser uno de los matones. El alto tiene mi talla y el pelo del mismo color. Hasta el peinado se parece si me hago la raya, y le conozco varias muletillas que no para de repetir. Me puedo tapar fingiendo que el prisionero me ha herido en la cara. Así, ¿ves? Tú te quedas a mitad de las escaleras y me cubres con la pistola en caso de que algo vaya mal. En cualquier caso llevaré la mía escondida apuntando al guardia. Tendré toda la ventaja: puedo darle a un hombre en el brazo a veinte metros de distancia.
– Cómo está la patronal…
En realidad no podía quitarme de la cabeza el asunto de la Fina, pero no había mucho tiempo para recomponer puzzles. La cuestión es que el cepillo de dientes resultó de nuevo muy útil para peinar a The First, y a falta de espejo tuve que hacer de peluquero y hasta ajustarle el nudo de la corbata de la hiena. Él, a cambio de mis servicios de toilette y coiffure, trató de iniciarme en el manejo de una de las pistolas. Fácil: bastaba quitar el seguro en forma de palomilla y, llegado el caso, pulsar el gatillo asegurándose de que el cañón apuntara hacia adelante.
The First estuvo bien en su papel, me jode reconocerlo: supongo que mi genialidad histriónica tiene un origen genético por parte de Señora Madre (para estas cosas SP es más inocente que un Sugus). La cosa es que, mientras yo me apostaba agachado en los escalones, él subió deprisa, tapándose la cara con el mantelito blanco y refunfuñando maldiciones. Era la primera vez que oía en boca de The First expresiones como «hijo de la Gran Puta» o «le voy a dar pol'culo con un abrelatas», que mezcló con sabias toses y carraspeos. «Ese cabrón de mierda me ha jodido la nariz de una patada», aún le escuché decir antes de desaparecer escaleras arriba. Luego dejé ya de entender sus palabras, pero oí que el guardia hablaba también, que movía su silla y caminaba quizá al encuentro de la falsa hiena pateada. Supongo que al estar lo suficientemente cerca debió descubrir la trampa, porque me pareció distinguir un «¡eh, alto!» seguido de signos de lucha, quejidos, taconazos en el suelo. Entonces terminé de trepar por los escalones y asomé la vista a la planta.
Allí estaba The First, hacia el final del pasillo, sujetando el peso inerte del guardia desde atrás.
– ¿Ya está? Joder, tío: qué les das…
– Déjate de tonterías y date prisa, hay que atarlo y amordazarlo.
– Chssst: a mí no me chilles que me estreso enseguida. Estoy hasta los cojones de tu carácter podrido.
– Pues en vista de que no apruebas mi actuación, al próximo guardia que se nos ponga delante lo vas a dormir tú, saco de grasa.
– Ya salió el Maestro Lichí… ¿Y quién te ha librado antes del otro, eh?: si no llega a intervenir este saco de grasa te machaca vivo.
– Bonita intervención kamikaze. Te quedan dientes de milagro.
– Pues aun sin dientes seguiría siendo mucho más agradable que tú, don Pijo.
A pesar de la bronca logramos atenazar al guardia antes de que volviera en sí. Esta vez usamos su propio cinturón para atarle las manos, una parte desgarrada de su camisa para los tobillos, la otra para amordazarlo, y añadimos a nuestro botín una porra y otra pistola, además de algo que echaba de menos desde hacía horas: un par de botas de mi número. No es muy cómodo andar con el calzado de otro, pero es mejor que ir en calcetines y resbalar por todas partes.
– ¿Bueno, dónde está la Fina?
– No lo sé, en alguna de las habitaciones. Busca tú mientras yo escondo a éste y voy a ver qué encuentro en el botiquín.
Por lo visto había botiquín, y debía de ser la primera de las habitaciones, porque allí se metió The First. Yo recorrí el pasillo mirando a través de la mirilla de las puertas. Reconocí la habitación que había ocupado yo por el biombo aún caído. La tercera después de esa estaba ocupada por una Bella Durmiente de rostro conocido. Llevaba una bata blanca que le daba un aire un tanto lúbrico, como el de esas tías disfrazadas de enfermera que anuncian teléfonos eróticos.
Entré en la habitación, me senté en la cama junto a ella y la zarandeé un poco.
– Fina, soy Pablo, ¿me oyes?
Sonrió a ciegas:
– Holaaa, qué tal… Y qué…, qué haces…
Por primera vez en la vida arrinconé del todo mis resabios burgueses y abofetée a una mujer, pías-pías: dos buenas hostias. Puso cara de desagrado. «Voy a llevarte a cuestas, procura colaborar todo lo que puedas», le dije. Me la cargué al hombro estilo Tarzán, pero la Fina pesa como dos Jane y una Chita y me costó un huevo avanzar por el pasillo con la rodilla inutilizada para cumplir su función de bisagra. Llegué a la mesa donde había estado el guardia y allí senté a la Bella Durmiente, apoyada contra la pared.
A todo esto salió The First del botiquín. No me gustó nada la mirada que le dedicó a la Fina:
– He encontrado alcohol, algodón, somníferos, analgésicos, jeringuillas, tijeras, un bisturí… Hasta sutura y agujas esterilizadas.
Pensé que quizá mi Estupendo Hermano conocía también a Roger Wilco.
– Oye: no sé tú, pero yo pienso salir de aquí a escape y emborracharme de camino al traumatólogo, así que no veo para qué necesitamos todo eso.
– ¿Salir de aquí?
– Salir, sí: go out…
– Ya.
– ¿Qué pasa: más adivinanzas?, ¿por algún sitio se saldrá, no? Tenemos tres pistolas, una porra y un perro de porcelana. Si con todo eso no nos abrimos camino…
– ¿Abrirse camino hacia dónde? Tenemos ya a un pequeño ejército buscándote por toda la fortaleza desde que te escapaste, y en cuanto venga el relevo del guardia sabrán además que tu novia y yo hemos escapado también.
– ¿«La Fortaleza»?: ¿has dicho «la Fortaleza»?
– La fortaleza, sí. Tenemos que escondernos en algún sitio seguro para planear la salida. Tú casi no puedes andar, yo no puedo pelear y tu novia está como un tronco.
– No es mi novia: es una amiga stricto sensu, ¿vale?, y no te quedes ahí mirando: ¿no conoces algún truco chino para despertar a la gente?
Desapareció otra vez en el botiquín y salió con un frasquito blanco. Apestaba a amoníaco. Se lo dio a oler a la Fina.
– Pablo…
– Sí, no te preocupes, estás bajo los efectos de un somnífero. Se te pasará en un rato, pero tienes que esforzarte un poco.
– ¿Qué…, qué haces tú aquí?
– Joder, Fina, ¿no lo ves?: rescatarte.
– Y desconchar paredes a rodillazos -apostilló mi Estupendo Hermano, que a lo visto acumulaba un exceso de buen humor y había decidido excretarlo cuanto antes.
La Fina cayó en la cuenta de que estábamos en compañía y se llevó la mano a la boca, impresionada por el trabajo de artesanía que llevaba The First en la cara.
Al muy soplagaitas de él no se le ocurrió otra cosa que tomarle la otra mano y besársela.
– Encantado de conocerte. Me llamo Sebastián, Sebastián Miralles. Hermano de Pablo.
– Bueno: digamos que hijo de los mismos padres -puntualicé.
– Mucho gusto, Josefina. He oído hablar mucho de ti.
– ¿Mucho?, ¿quién te ha hablado mucho de él?, yo no…
– Oye, tienes la cara hecha una pena…
– No es nada, sólo un poco aparatoso. Me ataron a una silla y estuvieron interrogándome.
– … yo no recuerdo haberte hablado nunca de él…, ¿me oyes?
– Te debe de doler mucho…