– Podrías ir de noche…
La sola idea de entrar en Miralles amp; Miralles de noche me dio repelús. Era como colarse en una iglesia por la ventana para hurgar en el sagrario, con el mismísimo Padre, y el mismísimo Hijo como testigos de la profanación de su casa. '
– De noche va a ser muy difícil sonsacar al personal -dije.
Ella al parecer se cansó de mis evasivas y trató de acortar camino:
– Muy bien: ¿vas a decirme entonces que soy una paranoica que imagina secuestros cada vez que su marido echa una cana al aire, o que te importa un pimiento todo esto que te explico y no vas a hacer nada al respecto?
– Mujer, si me dieras más opciones preferiría decirte otra cosa.
– Como por ejemplo…
– Qué haré lo que pueda. No me preguntes qué, pero, algo haré.
Error. Pase lo de ser un blando y un sentimental porque no puedo evitarlo, pero jamás hay que dejar que los demás se enteren. Debió ser el medio litro largo de ron que me había echado al coleto, no suelo beber nada fuerte antes del anochecer.
Nos interrumpió entrando en el salón la canguro gordeta. Llevaba a la criatura macho en brazos y la seguía por; su propio pie el Adorable Sobrino Hembra.
– Perdonad… Dice Merche que si puede ver un rato la tele.
Lady First se dirigió al sobrino hembra:
– ¿Has terminado los deberes?
– Sí.
Por lo visto el sobrino estaba todavía en período de domesticación. Me retrepé un poco en el sillón y liberé la zurda del vaso que sostenía, por si acaso. It the right don't get you / Then the left one will.
– Son las ocho y media, a esta hora ya no hay programación infantil -dijo Lady First consultando el reloj.
– Hemos grabado los dibujos animados en vídeo -replicó el sobrino hembra, con sorprendente desparpajo-.
– ¿Qué dibujos animados?: ¿japoneses?
– No, de Walt Disney.
Me tranquilizó suponer que al sobrino hembra le estaba vedada cualquier oportunidad de iniciarse en las artes marciales y me relajé un poco.
– Bueno, puedes verlos hasta la hora de cenar. Pero primero saluda como es debido al tío Pablo.
Cielos.
Avanzó hacia mí trotando como una bestia mítica. Ya iba a levantar la guardia para protegerme cuando de pronto se paró, dijo «Hola, tío Pablo», acercó la desproporcionada testa y, con los belfos obscenamente fruncidos, pretendió nada menos que besarme en plena cara. Todo el mundo miraba, incluida la pequeña criatura desdentada, así que no tuve más remedio que aguantar la respiración y someterme al abuso sin chistar. Afortunadamente, Verónica y los monstruos desaparecieron inmediatamente por donde habían venido, pero yo sólo pensaba ya en marcharme cuanto antes, incluso sin terminar de apurar la botella.
Lady First me cortó la retirada reteniéndome por un brazo:
– Pablo: cuento contigo. Llámame a cualquier hora si se te ocurre algo, por tonto que te parezca.
Yo estaba pensando en otra cosa:
– Oye: ¿cómo sabías lo del accidente de mi padre? Tampoco te ha sorprendido cuando lo he mencionado.
– Me lo dijo Sebastián cuando lo del sobre. Me conto que un coche se había subido a la acera y le había dado un golpe, que no era grave pero que tenían que enyesarle una pierna. Salía hacia el hospital en ese momento. Ahora que lo pienso, no estaría mal preguntarle a tu padre si sabe adónde fue después de dejarlo en casa.
– Muy bien. Eeeeeh, por cierto cuñada: no me acuerdo de cómo te llamas…
Lo tomó a broma.
– Gloria.
– Encantado de conocerte, Gloria. ¿Siempre te bebes tres güisquis antes de cenar?
– Generalmente no bebo nada hasta que se acuestan los niños. ¿Y tú?: ¿siempre bebes ron a morro?
– Sólo cuando los extraterrestres abducen a mi hermano y mi cuñada me pide que investigue.
Todavía no eran las nueve y ya estaba borracho. Mal rollo. Al salir de allí traté de pasear un rato para asimilar la información, pero no pude pensar en nada coherente. Me fui derecho a casa y me eché a dormir con la cabeza como un almacén de pirotecnia.
MARISCO SEMOVIENTE
Kiko Ledgard viste un elegante esmoquin de chaqueta blanca. El plató es un cruce de calles Chicago años treinta: un Buick aparcado, del callejón del Jazz Club, la barbería, la tienda de licores, la misión del Ejército de Salvación. Cuatro actores caracterizados fingen aburrirse y hacen molinillos cada cual con su adminículo característico: la prostituta voltea el bolso, el policía la porra, un borracho greñudo la botella de burbon y el detective privado su sombrero de fieltro. Miro interrogativo a Lady First. Ella se inclina por el borracho; yo prefiero al detective. Discutimos. Kiko Ledgard trata de confundirnos aún más: el detective es un juego; nos da oportunidad de cambiarlo por el Buick, que tiene regalo seguro y no es la calabaza. Lady First y yo decidimos arriesgar y aceptamos el juego del detective. Aplausos, se abre un portalón en el estudio, entran cuatro secretarias vestidas de Betty Boop acarreando un inmenso tobogán con un cruasán de atrezzo en la parte alta. Kiko lee la tarjetita que viene con el artefacto: «Para ser un buen detective, hay que seguir la pista hasta el final». Se para. Vuelve a tentarnos con el Buick. El público grita soluciones contradictorias; le pedimos a Kiko que siga leyendo. Objetivo del juego: llegar al gigantesco cruasán trepando tobogán arriba. El ascenso está dividido en tramos señalados con un hito vertical en el que se ha anudado un trapito rojo. Nos darán cien mil cruasanes por cada pañuelito que desatemos, hasta un total de un millón si llegamos a la cima. Chupao: me quito la chaqueta, me arremango y me pongo al aparato. Lady First insiste en que debíamos haber elegido al borracho. Ahora tam bién ella está borracha. Me besa en los labios y se queda mirándome con ojos beodos. El público ruge, pero no son gritos de aliento, es la excitación del que espera ver sangre. Kiko Ledgard ha desaparecido y su lugar lo ocupa Mayra Gómez Kemp con medias de calado romboidal, botas de institutriz malvada y el pelo muy corto teñido de naranja. Chasquea su látigo: «¡Venga, borracho de mierda, suuube ese culo!». No me había reconocido a mí mismo antes, pero ahora comprendo que el borracho del decorado era yo y que todo ha sido una farsa cruel. Trato de trepar, pero peso demasiado, estoy borracho, el tobogán está untado de mantequilla, una gruesa capa de mantequilla que se escurre entre mis dedos y me impide afianzarme en posición de avance. Miro hacia arriba buscando aliento en la visión del premio, pero ya no hay ningún cruasán gigante en la parte alta de la rampa, sólo distingo a contraluz a mi Adorable Sobrino Hembra, arrojándome diminutas estrellitas de ninja que besa con labios amorosos antes de lanzar.
Me desperté sobresaltado y esta vez agradecí la contemplación de mi dormitorio cochambroso; Dios bendiga cada rincón de esa pila de calzoncillos sucios, pensé. En el despertador la una de la madrugada. Resaca. Lo mejo para vencer la resaca es volver inmediatamente a emborracharse. Imposible emborracharse sin comer antes algo: riesgo de lipotimia. Me di una ducha rápida y tragué cuatro yemas de huevo acompañadas de un par de vasos de leche, un buen método para llenar la tripa con algo nutritivo cuando hay prisa; y había prisa porque los bares no tardarían mucho en cerrar.
Salí de casa y eché a andar hacia el bar de Luigi. Recuerdo que me detuve en el semáforo para dejar pasar una moto y empecé después a cruzar. Pero no había alcanzado la mitad del paso cebra cuando oí un bum tremendo que me hizo agachar la cabeza por si acaso. Siguieron varios clinc-clangs.
Miré calle arriba: la moto que acababa de pasar ante mí estaba empotrada contra el costado de un imponente camión de basuras que se atravesaba en la calzada con todos los intermitentes encendidos. Acudían corriendo los de la terraza del bar de enfrente y, tras un momento de indecisión, me apresuré yo también. Para cuando cubrí los escasos cincuenta metros hasta el lugar del choque se habían unido a la movida los cuatro basureros que iban en el camión, un taxista que estaba esperando en doble fila, el dueño del bar de la terraza cercana y algunos otros espontáneos. El corro que se formaba alrededor era ya de diez o doce personas. El motorista estaba despatarrado en el suelo, ya sin el casco, que oscilaba sobre el asfalto como un tentetieso agrietado. Los restos de la BMW -grande y roja como un insecto en celo- eran una propuesta neoísta fatalmente destinada a terminar en el Guguenjeim-Bilbao bajo algún título sugestivo: «El ocaso de los dioses» o «La madre que parió a Newton». Pa'berse matao, vaya. Estaba a punto de darme media vuelta, visto que ya había almas caritativas de sobra para atender al herido, cuando quedó un hueco entre los curiosos que me permitió fijarme mejor en su cara: Gerardo Berrocal, Sexto C, Hermanos Maristas: el Berri, canoso y sin sus gafas, pero era el Berri, no había duda.