– Pero aún conservaba el oro que había sacado con su sombrero, ¿no?, eso demostraba que su historia era cierta.
– Ah, sí: a él también se le ocurrió esa idea. Un día tomó un puñado de arena dorada, entró en un salón con la palma abierta y gritó: «Mirad: tengo dos kilos más de es metidos en un sombrero, para quien quiera verlos y convencerse»…
Me detuve un momento y tomé un sorbo de vino mirando a la Fina fijamente.
– ¿Y?
– Pues que quien más interés mostró en aquello fue una pareja de la policía montada. Si aquella bravuconada del sombrero tenía algo de cierto, era sin duda indicio de que el tipo le había robado el oro a algún ciudadano honrado. Lo detuvieron. Lo interrogaron. Después de dos horas vio en la necesidad de excusarse alegando que había inventado esos dos kilos sólo para darse importancia en el bar, y aun así le costó justificar el puñado con el que había entrado en el salón. Por suerte, esa misma noche, la bailarina de un salón de la calle principal tiró sin querer lámpara mientras actuaba y acabó incendiándose media calle. No había todavía cuartel de bomberos en la ciudad y la policía tuvo tanto trabajo que acabó por desentenderse de aquel pobre desgraciado.
– Qué mal rollo…
– Malísimo. Y aquí es donde termina la historia. Eran primeros de diciembre, y esperar siete meses en aquel lugar en el que todo el mundo lo tomaba por un borracho sospechoso para volver al pozo en primavera era más de lo que el tipo podía aguantar. Así que emprendió el largo camino de vuelta a Omaha, decepcionado y con el ánimo lleno de rencor.
– ¿Y el oro del pozo?
– Misterio. El ferretero no volvió jamás. Puede que aún esté allí, pero es poco probable. Hoy día aquello es una especie de ruta turística para aventureros de salón. Alguien debió encontrarlo en algún momento, quizá el gobierno canadiense. O quizá no. La fiebre del oro no duró mucho, un par de años más después de aquello. Vete a saber.
Nos quedamos callados. La Fina, muy seria, parecía cavilar sobre lo escuchado como tratando de encontrarle un sentido alegórico que se le resistía. Yo aproveché para pedir un taco de manchego seco al camarero. Ella no quiso nada más, ni siquiera postres.
– Oye: ¿seguro que no me tomas el pelo?
– ¿Por qué iba a tomarte el pelo?
– Porque te gusta tomarle el pelo a la gente. Me consta.
– ¿Sabes quién me contó la historia? Greg Farnsworh junior, el único hijo que años después tuvo aquel ferretero sonado. Estuve trabajando un par de semanas en su gasolinera de las afueras de Aurora, a unos 150 kilómetros de Omaha.
– Ah, ¿sí?, no sabía que hubieras trabajado nunca en una gasolinera…
– Sólo esa vez, en el verano del 86. Yo necesitaba unos dólares para seguir viaje hacia Denver y él necesitaba un par de buenos brazos para organizar el almacén. Solía reunirme al atardecer con él y con la vieja Annie a tomar limonada helada en el porche de su casa. No tenían hijos a quienes contarles sus batallitas, y aprovecharon la opor tunidad que les brindaba aquel extranjero que pasaba por allí.
– ¿Y cómo sabes que la historia es auténtica? No sé: sigue pareciéndome un cuento de Jack London.
– Fina, por favor… ¿Crees que un par de viejos con un pie en la tumba hubieran improvisado una historia asi sólo por el placer de engañarme? Aquel hombre veneraba el recuerdo de su padre, me contó su aventura para que siguiera viva, para que no se perdiera con él. Y por lo visto le parecí digno de escucharla: precisamente yo, un viajero de paso. Me dio toda clase de detalles, nombres, fechas topónimos… Quizá le recordé a aquel sonao que se fue norte en busca de una perspectiva privilegiada, no sé. Además: me enseñó el oro en el sombrero. Lo guardaba junto con la pieles de conejo y las alforjas de la mula como si fuera una reliquia.
– ¿Siiií?
– Un sombrero de ala ancha, marrón, completament deformado pero rígido, como aprestado de nuevo entre interior de la alforja y la arena que contenía. Y la arena era realmente dorada, brillante… Dejaba destellos adheridos la humedad de la mano, exactamente como una purpura finísima. Es uno de los recuerdos más conmovedores que guardo: aquel polvillo dorado.
Silencio. Crepitar del fuego. La cosa se había puesto tan seria que sentí la necesidad de hacer alguna gansada Como medida de urgencia puse cara de negro bembon y empecé a bailotear sobre la silla una coreografía de Geogie Dan:
– Cuando la gente dice criticando que
»paso la vida sin pensar en na,
»es porque no saben que yo soy el hombre
»que tiene un hermoso y lindo cafetal.
»Y ahora nos vamos a tomar un par de chupitos de marc de champán y un cafelito, ¿hace?
La Fina volvía a sonreír:
– Ah, no… Primero tienes que volver a poner cara de Perrito Piloto. Lo prometido es deuda.
Hice un breve amago de Perrito Piloto para complacerla y llamé al camarero. El final de la cena fue ya inevitablemente lánguido; tomamos los chupitos tratando de hablar de cualquier cosa, pero estaba claro que necesitábamos un cambio de escenario. Pedí la cuenta -ocho mil nosecuántas: bastante menos de lo que esperaba-, y tratamos de salir de allí. Digo tratamos porque en el tiempo en el que estuvimos cenando había entrado otra pareja en el salón y se había sentado en una mesa: yo pude verlos, pero la Fina, que quedaba de espaldas, no reparó en ellos hasta que nos levantamos para salir.
– ¡Ay, el Toni y la Gisela! ¡Qué fuerte, hace mogollón de tiempo que no los veo!
Cagada. Cuando la Fina se encuentra a alguien en un restaurante ya puede uno calzarse. Siempre hace siglos que no los ve y siempre trata de ponerse al día en ese mismo momento. Ya se habían reconocido mutuamente, y la pareja -treintañeros con aspecto de matrimonio sin hijos que todavía sale a cenar entre semana- esperaba la aproximación de la Fina desplegando un florido repertorio de gestos de entusiasmo. Me vi venir que aquello podía retrasarnos una hora larga a poco que yo estuviera dispuesto a entretenerme e improvisé una maniobra de despiste:
– Oye, Fina, me estoy meando. Voy al lavabo mientras saludas a tus amigos y te espero en el coche. No tarde ¿vale?
Me dijo que bueno sin hacerme ningún caso y se fue ha cia la mesa de la pareja haciendo aspavientos de alegría.
No pasé por el lavabo porque no me estaba meando sencillamente salí al exterior. Hacía calor. Noche de finales de primavera. Estábamos lo suficientemente lejos de Barcelona como para que se vieran las estrellas. Eso y olor de la leña predisponen siempre al bucolismo y 1os suspiros. Me llegué hasta la Bestia Negra, «Stuuk», me metí abrí la ventanilla y me dejé llevar por el cric-cric de los grillos y la soñera de después de cenar.
EL HERMANO BERMEJO
Puede que las hechuras interiores de la Bestia sean perfectas para hacer carreras por la autopista, pero cuesta trabajo dormirse profundamente en un asiento que te obliga a permanecer encajado en posición de piloto. Aun así quedé sumido en un duermevela sudoroso, obsesionado en agrupar el ferrete de los grillos en un compás de cuatro por cuatro que se desmadraba en cuanto unos pasos sobre la gravilla, o el motor de un coche pasando por la carretera, me acercaban a la vigilia. Al rato, ayudado por una larga bocanada de brisa nocturna, experimenté ese placer inenarrable de caer dentro de uno mismo. Llegué a soñar que conducía a gran velocidad por solitarias carreteras de montaña, entre nubes de polillas que relucían a la luz de los faros, siempre hacia el valle remoto que esperaba allá en el fondo, con su pueblo, sus casas, sus blandas camas de metro noventa que me permitirían, al fin, dormir a pierna suelta.
Me sacó del trance una sensación de ahogo insoportable y di dos o tres manotazos al aire tratando de zafarme de algo que me cerraba los orificios nasales como una pinza. Al despertar completamente me encontré con la Fina riendo al otro lado de la ventanilla.