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– No problemo. Y pásame también diez taleguitos de costo, así redondeamos cincuenta papeles.

– Joder, nen, vas fuerte… ¿Has atracao un banco?

– He ganado un concurso de belleza.

– Ya ves, nunca se sabe cómo va a ganarse uno la vida… Vente conmigo, tengo el material en el parquin.

Nos fuimos por el camino hacia las escaleras que parecían hundirse hacia el subsuelo del parque. Ante la puerta metálica que apareció al final retiró un cartoncito doblado que impedía actuar a la cerradura y accedimos a una caja de escaleras interior. Después bajamos medio piso más, atravesamos otra puerta intervenida, y desembocamos en un parquin enorme. Llegados ante un Corsa amarillento de los de la primera época, el Nico buscó a tientas en una repisa que formaba el muro y sacó cuatro paquetitos blancos. Me los dio con un gesto discreto que no tenía mucho sentido allí abajo.

– Está de puta madre: sin cortar.

– No te esfuerces, me conformaré con que la mezcla no sea letal. ¿Y el chocolate?

Buscó un par de metros más allá en la misma repisa y sacó una piedra en forma de tacón de zapato.

– Na más tengo cinco.

Saqué el fajo de billetes y le di cinco de diez. Él hizo gesto de ir a devolverme las cinco mil de cambio, pero lo detuve:

– Bote: pa que te portes bien cuando me lleguen las vacas flacas.

Si llego a saber que quizá era la última vez que veía al Nico le hubiera dado toda la billetada, pero no lo sabía.

Me encaminé a casa saliendo por la puerta del parquin que daba a la parte baja de los jardines, se podía abrir desde dentro y me evitó el rodeo por el parque.

Apenas me había metido una primera raya sonó el teléfono. Era John. No se molestó en saludar, se fue directo a la impertinencia.

Traduzco:

– ¿Se puede saber en qué antro te has estado metiendo, pedazo de cabrón? Acabo de hablar por teléfono con Günter y me ha dicho que están reformateando todos los discos duros del local.

– ¿Y…?

– Cómo que «y»: que los de la dirección que les diste les han endiñao un virus del copón.

– ¿QUé?

– Un virus, joder, ¿no sabes lo que es un virus o estás idiota? Han tratado de conectar vía FTP para colar un sniffer en el servidor y resulta que se les ha vuelto loco y les ha llegado devuelto en forma de no sé qué cosa agresiva que a poco se les come el culo. Un Scheusal, dice Günter: un ogro, lo han bautizado así. Se ha extendido por todos los equipos que estaban funcionando en red local: están reformateándolo todo.

– ¿Pero se supone que los expertos en virus son ellos, no?

– Pues están alucinando, colega. Se ve que las impresoras han empezado a funcionar todas a la vez, ¿sabes?, clong-clong, ffffff: un folio tras otro con una especie de maldición escrita en grande. Y sonaba también por los altavoces a toda leche: una voz que retumbaba… Dice Günter que se han acojonado tanto que han cortado la corriente eléctrica. Y lo bueno es que al reinicializarse los equipos todo ha vuelto a funcionar normalmente: no han encontrado rastros en los discos ni alteraciones en los archivos. Nada. Pero no se fían, igual la cosa esa resucita y les lía la tangana otra vez.

Hasta el propio John parecía excitado con el relato de una escena que no había presenciado.

– ¿Te ha dicho Günter qué maldición era esa que se imprimía?

– Sí, me la ha enviado por mail. Te la leo: «Pobre del que se aproxime con intenciones impuras. Aunque jamás llegará al corazón de Worm, será perseguido».

– Me la conozco…

– ¿Que te la conoces?, pues podías haber avisado…

– Oye, dile a Günter que lo siento mucho, no pensaba que pudiera pasarles nada malo.

– No, si él está encantado. Van a conservar al ogro en uno de los ordenadores y tratarán de estudiarlo. Están como si hubieran atrapado al genio en su lámpara, ¿sabes? Dice que tiene no sé qué cosa que lo hace diferente a los demás virus conocidos.

No hay mal que por bien no venga, pensé. Pero la noticia me había dejado sin ganas de inventar más historias para John. Tuve incluso que fingir que llamaban a la puerta para poder dejar un momento el teléfono y volver al auricular diciendo que tenía que colgar inmediatamente porque el vecino de arriba tenía un escape de agua. «A ver si ha sido el ogro», dijo.

Lo único razonable era meterse un par de rayas más y liar una cebolleta. Un Scheusal, menuda ocurrencia. Me imaginé a mi Estupendo Hermano atrapado en una jaula colgada del techo ante las botazas gigantescas de un energúmeno sentado con los pies sobre la mesa. Creo que en ese momento, bajo la ducha, me di cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Lunes 22 de junio a medianoche: ésa era la fecha que aparecía junto a la dirección de Guillamet rodeado por un circulito a lápiz. Y tarde o temprano hay que meterse en la Estrella de la Muerte.

El cuarto de hora siguiente pasó como un relámpago, quizá la mezcla de cocaína, hachís, el cuarto de la botella de Cardhu de la Fina que apuré y varios días de no dormir bien tuviera algo que ver. Estaba completamente despierto, atento, pero la vida era sueño. Me llegué a Jaume Guillamet y me aposté tras un camión aparcado, frente a la puerta del jardincillo. A partir de las doce (supuse que eran las doce) empezó la procesión. Llegaba un tío (o una tía, gente de distinta apariencia y edad, pero siempre solos), tomaba el trapito rojo del poste de teléfono, llamaba al timbre, se abría la puerta, el tipo entraba, a los diez segundos el calvorota de la bata marrón salía brevemente a dejar de nuevo el trapito rojo atado al poste; así cuatro o cinco veces, a intervalos de cinco minutos.

Estaba alucinando tanto que no reparé en dos tipos que salían de un coche aparcado cerrándome la salida hacia la calzada, entre el camión que me servía de parapeto y la furgoneta inmediata. El coche no era un Ibiza rojo sino un Peugeot azul marino, pero la mirada de los tipos era inequívoca: jaleo seguro. Fue el de la derecha el que me cerró la huida más directa por la acera hacia Travesera, paraíso de luz y tráfico, así que me erguí todo lo que pude y me encaré a él metiendo una mano en el bolsillo:

– Tú, milhombres: me vas a dejar pasar por las buenas o te voy a tener que soltar un par de hostias.

En un principio creí que el movimiento que inició era para apartarse y pensé, en una fracción de segundo, en la desventaja que me daba pasar junto a él y ofrecerle la espalda. Pero no hubo problema porque el movimiento que inició no era para apartarse: fue un paso atrás para convertir su pierna derecha en una catapulta de siete muelles y dispararme al careto un mocasín del 45, con su pie correspondiente dándole cuerpo.

Lo siguiente que recuerdo es que el embaldosado de la acera de Jaume Guillamet tiene el drenaje en forma de margarita de cuatro pétalos. Y está lleno de polvo, un polvo brillante, como motitas titilantes de purpurina.

EL CANICHE DE PORCELANA

De adolescente leí un cuento de Cortázar que se llamaba La noche boca arriba (y me figuro que todavía se llama así). Va de un tío que se supone está delirando de fiebre en un hospital, a ratos despierto y a ratos soñando que una tribu chunga lo captura con intención de ofrecerlo en sacrificio a su dios. Total: después de unos cuantos trucos para despistar al lector (esas cosas que hacía Cortázar), resulta que lo del hospital era el sueño y la realidad a la que termina despertando es el sacrificio ritual y la tribu chunga. Bueno, pues algo parecido me pasó a mí esa noche. Cuando recuperaba un resquicio de conciencia me sentía suspendido por pies y manos, trasladado, depositado, vuelto a trasladar, y al perderla de nuevo soñaba que había llegado a mi cama borracho y el colchón se balanceaba como acostumbra. Las dos cosas resultaban igualmente desagradables, estaban asociadas a un malestar intenso, mareo, náuseas, pero era desde luego mucho más verosímil el sueño que la realidad. Cuando al fin noté que me dejaban caer sobre algo blando (en la realidad que yo tomaba por sueño), noté un pinchazo en el brazo y al poco un descanso total terminó con todos mis males. Nada más hasta que desperté con la cabeza hecha una sopa de clavos.

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