Литмир - Электронная Библиотека

– … no te apures, Santiago, lo comprendo… No, es igual… De todas maneras diles que estén atentos a la denuncia, voy a hacer que me la tramiten ahora mismo… Sí… Oye, te dejo que tengo una visita.

La visita era yo, naturalmente. A su gesto me senté en una de las dos butacas enfrentadas a su sillón de cuero giratorio y quedé cara a cara con el General Descamisado.

– Llevo dos horas tratando de conseguir que me controlen las salidas del país por carretera y ahora me viene Santiaguito con que no se puede implicar a agentes de uniforme si no hay denuncia previa. No sé por qué me parece que a este pájaro se le va a terminar el alpiste. En fin… Quiero que te traslades aquí durante unos días. Gloria y los niños también. Es más fácil proteger una sola casa que tres. Esto va a ser un búnker.

No me molesté en oponerme verbalmente. Si no te conviene lo que él ha decidido por ti no sirve de nada discutir, es la guerra. Y ese día lo creí perfectamente capaz de hacerme inmovilizar por cuatro gorilas y retenerme en su casa tanto tiempo como le pareciera oportuno. Una vez fracasados los recursos diplomáticos a lo Churchill, SP supera con creces la fase Gil e ingresa directamente en la tipología Corleone.

– ¿Sabes algo sobre el accidente de Robellades? -pregunté, no sólo por ir desviando la atención sino también porque me interesaba saber del asunto.

– Que no es un accidente normal. Para empezar, el conductor no había bebido una gota de alcohol ni tomado ninguna droga detectable en la autopsia. Iba solo, así que ni estaba excitado por ninguna discusión ni trataba de impresionar a ningún amigo… o amiga. No ha presentado ningún parte de accidente en los últimos cinco años y ni de lejos da el perfil de andar haciendo carreras con otro coche a medianoche.

– Eso quizá sí: al fin y al cabo era detective privado…

– Los detectives privados no conducen a cien kilómetros por hora por delante de un coche que los persigue en pleno barrio de Les Corts. Generalmente los que persiguen son ellos. Y procuran ser discretos.

– De no ser que el perseguido consiga invertir los papeles.

– De eso se trata. Parece razonable pensar que terminó huyendo de alguien a quien en principio seguía. Y en la huida se cayó al hueco del parquin.

– Pero el otro coche le dio un golpe con el morro, ¿no? -¿Cómo lo sabes?

– Tengo mis recursos.

– El golpe se lo dio un coche rojo, un Ibiza del 97, lo sabemos por los restos de pintura. Iban más o menos a la misma velocidad. Lo más probable es que fuera un choque accidental al abrirse demasiado en la curva. Quizá los del Ibiza trataban de cerrarle el paso, o querían obligarlo a parar, pero no es verosímil que el golpe estuviera calculado para hacerle caer. Digamos que no se puede hablar de asesinato, pero al menos sí de homicidio. Suficiente como para andarse con pies de plomo.

– ¿Ese Ibiza puede ser el mismo que te atropelló a ti?

Asintió pero sin mucha convicción y se quedó mirando al techo pensativo. Se me ocurrió, en un momento de debilidad, contarle todo lo relacionado con la casa de Guillamet y ver qué le parecía. Pero no iba a echar por la borda treinta y tantos años de lucha por la independencia justo entonces, cuando el cangueli empezaba a estorbarme en la garganta. «En el 15 de Guillamet me meto yo solito -pensé-, con un par de cojones.» Quizá después de todo mi Señora Madre tenía razón y se había pasado la vida rodeada de mulas tercas. Pero es que, en efecto, los juncos no se quiebran al viento, pero tampoco se quiebran los adoquines.

– Le he dicho a Eusebia que Sebastián está en la cárcel. No he tenido más remedio que inventar algo… -dije al fin, para no sucumbir a la tentación de sincerarme. Fue suficiente para que el General Descamisado dejara de observar el techo y empleara toda la mirada en taladrarme:

– ¿Pero a tu madre no le contaste otra cosa?

– Sí, pero si llegaran a hablar del tema, las dos versiones son compatibles. Y a la Beba tenía que contarle algo más dramático que a mamá, no sé…

– Pablo, sabes que se pilla antes a un embustero que a un cojo…

– Papá, joder, que tú también las tienes engañadas…

– Yo no las engaño, me limito a no informarles. Y haz el favor de cuidar tu lenguaje.

– Vale, no discutamos: te lo digo para que lo sepas.

Pausa.

– Bueno, ¿necesitas algo de tu casa? -preguntó.

– Algo para qué…

– Quiero que te traslades aquí esta misma noche. ¿No necesitas una muda, o un cepillo de dientes? Puedo enviar a alguien a buscarlo. Supongo que resistirás una noche entera sin emborracharte, y si no, encontrarás suficiente alcohol en el bar del salón. Siento no poder ofrecerte ningún otro estupefaciente.

No hice caso a la andanada y le seguí la corriente:

– Tendría que pasar yo mismo por casa. Y necesito al menos un par de horas.

– ¿Un par de horas para recoger una muda? Sólo tengo que hacer una llamada y tendrás aquí lo que quieras en diez minutos.

– No. Tengo que ir yo.

– Ah ¿sí: por qué?

Joder: siempre tengo que andar inventando excusas.

– Papá: hay cosas que nadie puede hacer por uno mismo…

– ¿Como buscar unos calzoncillos en el segundo cajón de la cómoda?

– Como explicarle a la mujer que te espera que no vas a poder verla en unos días porque tienes que esconderte en un búnker.

Pausa. Duda. ¿Sospechaba acaso que lo estaba engañando?

– Pues procura no darle muchas explicaciones, cuanto menos sepa de todo este asunto mejor para ella.

– No te preocupes, va a ser casi todo lenguaje gestual.

– Oye, Pablo, no me gustan ese tipo de procacidades cuando se habla de una dama con la que se mantienen relaciones. Ni siquiera en una taberna, y menos aún en mi casa. ¿O es que estás perdiendo los pocos modales que conseguí inculcarte?

– Me queda algún resabio.

– Si te quedara no andarías con una mujer casada que vive con su marido. Y menos aún te pasearías con ella por su barrio. Le estás faltando al respeto a ese hombre y te estás faltando al respeto a ti mismo. Procura al menos no faltárselo también a ella, así que mide bien tus expresiones al mencionarla, al menos en mi presencia.

Miento como los ángeles, me está mal el decirlo. Una cita, una obligación galante es de las pocas cosas por las que el Venerable Maestro cree que merece la pena arriesgar la vida: cuestión de honor. Pero me acompañó la suerte, porque tomó mi simple mención a una mujer con un encuentro de amantes con la Fina. Sin duda López le habían informado de nuestras correrías por el barrio y su imaginación había hecho el resto. Total: excusa redonda para escaquearme durante un buen rato. En realidad, en caso necesario, la excusa podía cubrirme durante toda la noche.

Desalojé de allí inmediatamente, sin siquiera despedirme de SM y la Beba puesto que se suponía había de volver en un par de horas.

Tomé otro taxi de vuelta a casa. En el último momento le pedí al conductor que me dejara en Travesera, a la altura de los jardines privados. Ni López ni el Antoñito se esperaban la parada, me di cuenta de que el Kadett pasaba de largo y se detenía una manzana más allá al darse cuenta de que me apeaba del taxi. Caminé hacia atrás hasta el túnel que atraviesa el edificio y da a los jardines interiores. Costó un poco identificar al Nico entre el grupito que ocupaba uno de los bancos más recónditos.

Todo el mundo escondió las manos y puso cara de buen chico hasta que el Nico dio señales de conocerme y cada cual volvió a consumir su droga favorita.

– Qué quieres, picha.

– Un poco de farlopita, si tienes.

– Chachi, ¿cuánto quieres?

– ¿Cuánto tienes?

– Hombre…, no sé… Si me acompañas abajo te puedo pasar lo que quieras. Tengo cuatro gramitos.

– Vale, me llevo los cuatro.

Al Nico debió parecerle una venta demasiado fácil y se sintió obligado a especificar el precio:

– Son cuarenta napos, precio especial…

61
{"b":"100450","o":1}