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– ¿No has oído el timbre, Eusebia?

– Claro que l'hi oído: media docena de veces; pero es que estaba en el váter haciendo un pipí…

– Te tengo dicho que es suficiente con saber que estabas en el baño, no es necesario que especifiques qué hacías adentro. El otro día me hiciste la misma delante de la señora Mitjans.

– Pues si no quiere saber, no pregunte… Y amás qué pasa: ¿que la Mitjans no mea o qué? Rediooós…, pues ni que fuera una gallina.

Pero la primera sesión familiar estuvo a cargo de SM, que me condujo al salón en cuanto tuvo oportunidad. Nos sentamos entre dos pantocrators policromados (en su día no hubo manera de hacerle entender que los pantocrators deben exhibirse de uno en uno), y me dispuse a escuchar pacientemente su versión de los hechos acaecidos durante el día. En resumen, la resignada esposa y madre era víctima de una triple conjura: la del esposo intolerante y obstinado, la de la cocinera impertinente y obstinada, y la de unos hijos insensibles y obstinados, sobre todo el mayor, The First, que concretaba su insensibilidad obstinándose en no llamarla por teléfono. La cosa es que después de que SM me soltara su película, creí llegado el momento de hacer mis propias indagaciones:

– Mamá: ¿has hablado últimamente con un tal Robellades?

– Mmmno.

– ¿No ha llamado nadie preguntando por Sebastián?

– No sé… El paranoico de tu padre se pasa las horas en la biblioteca descolgando personalmente todas las llamadas. ¿Ves la lucecita? Lleva así todo el día.

Señalaba al teléfono de la mesita, y se refería a las llamadas a la línea, digamos, social.

– ¿Y no has hablado con nadie del asunto que te expliqué de Ibarra?…, aquel señor tan maleducado por culpa del cual está pasando todo esto.

– Con nadie. Sólo con Gonzalito y la señora Mitjans. Y puede que con alguna otra amiga. Pero a tu padre no le he dicho ni una palabra, te lo prometo. Ah, sí: ahora me acuerdo de que llamó alguien preguntando por tu hermano: un señor muy raro…

– Cómo de raro…

– No sé, hijo: raro. Repetía continuamente una muletilla…, no recuerdo cuál pero resultaba de lo más irritante. Me preguntó por Juan Sebastián y le dije que estaba de viaje por el norte.

– ¿De viaje por el norte?, ¿nada más?, ¿no mencionaste a Ibarra?

– ¿A quién?

– Mamá, por Dios: Ibarra, el maleducado.

– ¿Cómo querías que lo mencionara si no recuerdo nunca su nombre?

Bah, tanto daba. Era seguro que parte del informe de Robellades que parecía aludir al asunto Ibarra provenía de SM. Preferí no insistir más en el tema, no fuera que algo se le descuadrase y me viera obligado a improvisar más mentiras.

La siguiente sesión familiar fue con la Beba, en la cocina. En cuanto me vio entrar se limpió las manos en el delantal y me arreó los dos besazos que generalmente no se atreve a darme delante de SM. Estaba a punto de empezar a darle forma de croquetas a la masa que tenía reposando en la galería:

– ¿Qu'esperas, pa hablar con tu padre? Anda, vete haciéndome las cloquetas que voy a adelantar lo de tu madre. Ahora namás come pescao medio crudo y yerbas de mar: «largas», dice qué… Mira tú qué ganas de comer largas habiendo cloquetas. Y sin la chica voy apurada de tiempo…

Me lavé las manos y empecé a formar pequeños cuerpos oblongos con la pasta de besamel y bacalao desmigado. Ni se me ocurrió pensar que quizá era la última vez en mi vida que le hacía las croquetas a la Beba. Ella estuvo trasteando por la nevera y de allí sacó varios pequeños cuencos con algas. Reconocí entre ellas dos del mismo tipo de las que habían acompañado el bogavante en la cena con los Blasco.

– Rediós, que'asco. Ni a los cerdos de mi pueblo les daba yo semejante cochinada. Dime tú si esta mujer no podría comer como to'1 mundo… Oye, y a'sos chicos d'afuera tendré qu'haceles algo, ¿no?

Se refería a las gorilas de la puerta.

– No te apures, hacen turnos.

– ¿Y si no les toca el turno bien pa cenar?

– Déjalos, Beba, ya s'habrá ocupao mi padre d'ellos.

En este punto, tocada en no sé qué resorte, le dio por ponerse dramática.

– Virgen santísima qué casa. Tú te crees que a mi edad, que tengo ganas d'estar tranquila…, eh, y cómo m'hi de ver, sicuestrada.

– Beba, no exageres.

– Sicuestradas, estamos… Y suerte qu'el chico d'afuera, el grandón, ¿sabes?, mu majico, m'ha bajao a buscar Agua del Carmen…

– Hay qu'echale un poco de paciencia, serán unos días namás.

No le convenció mi intento de minimizar. Frunció los labios mientras dejaba caer montoncitos de algas en una fuente redonda y negó repetidamente con la cabeza:

– No.

– No qué…

– Que'hay algo que m'escama. Y tengo un'amargura… Mira que tu hermano lleva una semana sin venir… ni llamar… ni respirar…, como si se l'hubiera tragao la tierra. Ya te digo yo qu'algo l'ha pasao…

Aquí empezó la llorera. Esta vez no trató siquiera de seguir hablando, apretó los labios y se empeñó en seguir amontonando hierbajos en la fuente hasta que los lagrimones empezaron a rodarle mejilla abajo. Dejé las croquetas, hice gesto de limpiarme vagamente las manos de pasta y le di un achuchón. Ella siguió con un puño en los ojos, sin acabar de encajar en mi abrazo, pero se dejó llevar por el disgusto y descargó.

– Venga, tonta, no llores. No ves que si 1'hubiera pasao algo malo ya lo sabrías. Y amás: menudo es Sebastián, con la de yudos y taicondos que sabe… Al que le sople lo estozola.

Nada. Además de empaparme la pechera de la camisa, lo que de verdad necesitaba la Beba en aquel momento era una explicación convincente y tranquilizadora respecto al paradero de The First. Y como eso es lo que necesitaba la Beba, eso es lo que le di. Afortunadamente mi inventiva, no siempre brillante, suele portarse bien en las ocasiones críticas.

– Escucha, Beba, no t'asustes. Mira: Sebastián no puede llamar porque está en la cárcel… En prisión preventiva.

Lo solté así: de sopetón: después ya iríamos suavizando. Su primera reacción fue separarse de inmediato de mí, mirarme a los ojos y preguntar muy alarmada qué había pasado. Para cuando yo estaba diciendo que nada, que lo habían retenido por error durante cuarenta y ocho horas y no había podido hacer más que una llamada, ella había tenido tiempo de comprender que al menos estaba entero. Después le fui contando que lo habían detenido en Bilbao, lugar adonde había ido por el asunto Ibarra (le hice cuatro apuntes también del asunto Ibarra), que estaba acusado de espionaje industrial (a ella le sonó a cosa fea pero no tan grave como asesinato o robo), que la acusación no tenía fundamento y que los abogados de SP lo sacarían de allí en un par de días impugnando al juez de instrucción (?). Creo que quedó convencida, aunque tuve que asegurarle que The First estaba en una celda para él solo, comía bien, no pasaba ni frío ni calor y que los funcionarios eran agradabilísimos. No se le deshizo el nudo en la garganta, pero al menos imaginarse a The First en una bonita cárcel tipo Click de Famóbil no llegaba a ser trágico, por sensible que sea la Beba a cualquier cosa que nos pase. Por supuesto le advertí que tenía que ser discreta, que no queríamos que se enterara SM por no darle un disgusto y que tampoco tenía que hablarlo con SP porque entonces él sabría que yo había contravenido sus instrucciones de no contar nada.

Etcétera.

Para cuando entró SM en la cocina, a la Beba se le había pasado el disgusto, se había lavado la cara de lagrimones y habíamos vuelto ya a las croquetas.

– Pablo José, hijo ¿qué haces aquí? Pensaba que estabas en la biblioteca con tu padre… Eusebia: ¿has preparado la ensalada de algas?

– No. Y sabe qué le digo: que el que quiera comer largas se las prepare. Hala a cascala.

La última sesión fue con mi Señor Padre, en la biblioteca. Me lo encontré en su salsa: la blanquísima camisa arremangada, la corbata floja, el puro mediado en la boca y sin muletas ni escayolas a la vista. Volvía a ser el de siempre: esa difícil síntesis entre Winston Churchil y Jesús Gil. Hablaba por teléfono sentado a su abigarrada mesa de despacho: retratos familiares (también estoy yo, en pleno acto de recibir una hostia consagrada con cara de aprensión caníbal), un juego de escritorio de cuarzo azul; facturas, recibos, informes, catálogos, tarjetas… Ni rastro de ordenador, solo una máquina de escribir sobre un carrito con ruedas: Continental: teclas de nácar, caja esmaltada en negro y cenefas vegetales en dorado; si la ve el señor Microsoft le da una lipotimia. Eso sí: el teléfono era moderno.

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