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– Otra cosa, sería mejor que no salieras de casa en un par de días.

– Ya lo había tenido en cuenta. No he enviado a la niña al colegio precisamente por eso.

Una vez en el ascensor me fijé en que el último botón era distinto a los demás, una blanca P de parquin sobre fondo azul. Lo pulsé.El garaje ocupaba una sola planta que agotaba la superficie del edificio. Vi la cabina del vigilante a lo lejos, al pie de una rampa iluminada por un resplandor que indicaba la salida al exterior soleado. Busqué las plazas 56 y 57. En la primera había un enorme monovolumen azul verdoso y en la 57 estaba el deportivo. Subestimando a mi Estupendo Hermano había imaginado uno de esos japoneses que se pueden conseguir por tres o cuatro millones, pero en lugar de eso me encontré con un biplaza de primera división: color asfalto metalizado, ruedas de treinta centímetros de grosor y aspecto de felino agazapado, una verdadera Béte Noire. Me acerqué al morro y miré el logotipo de la marca entre los faros escamoteables: Lotus. El techo me llegaba poco más arriba del ombligo, y me pregunté si sería capaz de meterme en aquel cubil minúsculo en el que una luz roja intermitente advertía que allí habitaba algo vigilante. Quise probar. Le di al botoncito de la llave y oí el «stuuk» amortiguado con el que se abrieron al unísono los seguros de las puertas. Uno no entra en estos coches: se los calza, es como ponerse un condón. Lo más difícil fue pasar el muslo derecho bajo el volante, pero una vez lo hube conseguido tuve toda la sensación de estar en íntimo contacto con una máquina de tragar kilómetros a razón de trescientos por hora, cifra máxima que prometía el velocímetro. Olía ligeramente a cuero y a ambientador a base de esencias secas. Le di al contacto. Se encendió el tablero y, frzzzzzzz, un ligero zumbido que llegaba a través de la puerta abierta me hizo sospechar que el motor se había puesto en marcha.

Apagué enseguida. No era momento de jugar a cochecitos. Salí del habitáculo con más dificultades de las que había encontrado para entrar, me subí la bragueta -que no había resistido las contorsiones-, y me fui hacia la calle por la rampa de salida. Convenía que el vigilante me tuviera visto, más teniendo en cuenta que la Bestia Negra no debía de haberle pasado desapercibida. Lo saludé con un gesto de la mano; estaba leyendo algo y apenas me miró.

Nada más salir puse rumbo a la oficina de La Caixa de Travesera-Aviación. Visto el coche, era el momento de comprobar la potencia de la tarjetita de gastos. Las ventanillas del interior aún estaban abiertas al público, debían ser poco antes de las dos. Me quedé en el cajero automático. Código secreto, consulta de saldo, esperé a que saliera el papelito impreso. A primera vista casi me indigné al entender que la suma disponible era de mil doscientas sesenta y cinco pesetas, pero me fijé mejor y comprendí que los tres ceros del final no podían ser decimales. ¿Dónde se han visto tres decimales en formato peseta? Allí decía un millón doscientas sesenta y cinco mil, no había duda: uno, punto, dos, seis, cinco, punto, cero, cero, cero. Sabía que The First necesitaba salir de casa con el bolsillo bien provisto, pero más de un millón de pelas para gastos de gasolina y restaurante superaba mis expectativas. Me apresuré a sacar cincuenta boniatos de aquel horno antes de que alguien se arrepintiese de haberlos puesto a mi disposición y, una vez sentí su calor en el bolsillo, probé a sacar cincuenta más. No problem, salieron todos ellos dóciles como corderitos.

Después de eso me pareció un pecado volver a casa a comer huevos fritos con patatas, no sé, y empecé a repasar mentalmente los restaurantes del barrio en los que pudiera pedirse algo más que un menú de novecientas pelas para oficinistas. Ni hizo falta darle muchas vueltas, delante de mis ojos se me plantó uno: La Yaya María. No había entrado nunca, pero tenía aspecto de ser el lugar adecuado: buena calidad pero en cantidad escasa, uno de esos locales coquetones donde uno sería feliz si pudiera pedir tres primeros, tres segundos y tres postres, exceso que requiere un mínimo de diez mil pelas. Entré. Tomé de primero crema de zanahorias, revoltillo de huevos con gambas y habas a la catalana; de segundo pimientos del piquillo, emperador a la plancha y fricandó; de postre frutos secos y sorbete de limón; vino, café cortado, chupito de vodka helado y un Rosli. Catorce mil doscientas. Quedaron tan encantados con mi apetito que salió el cocinero a saludarme.

Me fui camino de la siesta con la sensación de ser el rey del mambo, pero cometí el error de fumarme un porro antes de acostarme y me costó dormir a pesar de que lo necesitaba.

EL FRAILE DE ROBIN HOOD

Me despertó uno de esos sueños de caída que lo hacen botar a uno en la cama tratando de agarrarse a algo firme. Miré el despertador: las cuatro de la tarde. Podía dormir quizá una hora más pero ya no logré conciliar el sueño; hacía un calor de mil demonios.

Volví a ducharme para librarme del sofoco de la cama y preparé café. Radio. Porro. Diez minutos de relax en la sala: Ah, se ela soubesse que quando ela passa / O mundo inteirinho se enche de grata / E fica mais lindo por causa do amor. Cuando me sentí lo suficientemente despierto bajé el volumen de la música, puse en marcha el ordenador y me conecté a la Red. Seleccioné el idioma español en el buscador de Alta Vista y escribí «detectives privados + barcelona».

Ojeé las diez primeras respuestas y pinché en «ACBDD. Intercomunitario de detectives», que traía un listado de asociados por provincia. Me concentré en Barcelona, apartado de correos 08029, y elegí para probar el enlace con la agencia «Total Research». Sonaba a película del Suarsenaguer, pero por algún sitio había que empezar. Claro, que nada más entrar en la página se ejecutó un MIDI con el tema principal de la Pantera Rosa, y me pareció tan poco serio que ni siquiera me molesté en esperar a que se cargaran los enlaces del índice. Volví a la tabla de la ACBDD y elegí otra dirección, también correspondiente al 08029 de Barcelona. Esta no incluía virguerías multimedia, sólo texto:

DETECTIVE PRIVADO

Licencia 3543

Enric Robellades i Vilaplana es Detective Privado por el INSTITUTO DE CRIMINOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA y tiene Licencia Gubernamental n.° XXX concedida por la Dirección General de la Policía.

Desarrolla sus conocimientos y experiencia, tras haber trabajado junto a profesionales de la Investigación y de la Consultoría de Seguridad, a fin de aportar la información y las pruebas necesarias para dar solución a sus problemas de un modo EFICAZ y EFICIENTE.

Me convenció esa distinción forzada entre eficacia y eficiencia, en mayúsculas y negrita, como si quisiera dejar claro que era eficacísimo pero le pareciera feo el superlativo. Por lo demás, desconfío siempre de las buenas redacciones. He observado que los mejores profesionales en asuntos prácticos son los más patosos redactando, justamente los que pretenden seguir las convenciones más retóricas pero sin acabar de hacerlo bien. Conocí a un cardiólogo de prestigio internacional, amigo de mi Estupenda Familia, cuyos critsmas invariablemente decían «Amigos Valentín y Mercedes: que paséis una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo extendiendo sendos deseos a vuestros hijos», maldición gitana que jamás llegó acompañada de la más mínima pista sobre qué deseo debían mis Señores Padres andar extendiéndome a mí y cuál en cambio les correspondía extender a Sebastián para que pudiéramos pasar mientras tanto unas Navidades decentes. El tal Enric Robellades, detective, no llegaba a tanto pero prometía, así que seguí leyendo en el epígrafe Campos de intervención bajo el que se listaban cuatro links correspondientes a la investigación empresarial, de siniestros, personal y ley de arrendamientos urbanos (?). Pinché en «Investigación de índole personal», que me pareció el título más ajustado al caso, y aparecí en otra página:

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