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– ¿Yo también he de rendirme? -preguntó, sin dejar muy claro si se dirigía a mí o a The First.

– Sí: quédate ahí quieta y no pasará nada.

«Silencio. Repito: ¡silencio!», dijo el del megáfono, cada vez más harto de que todo el mundo lo ningunease.

En cuanto un primer guardia con casco y máscara de gas recogió del suelo las tres pistolas, empezaron a hacerse visibles otros enmascarados con mono azul apuntándonos con escopetas (o CETME's, o lo que fuera aquella cosa). Como ya me figuraba, pretendieron ceñirnos un juego de esposas a cada uno (excluyendo a la chica de la grapadora, que en cuanto fue identificada se marchó lo más aprisa que pudo), pero antes de hacerlo nos obligaron a ponernos contra la pared al estilo de cuando te pilla la pasma ligando ful. El del megáfono debía de ser el jefe de la movida, porque no paraba de hablar con su gualqui-talki y dar órdenes a diestro y siniestro. Algún insensato pretendió cachear a la Fina y, en un pronto, la ofendida le endiñó tal hostia que al tipo le saltó la máscara antigás que llevaba colgada del cuello. Yo estaba de espaldas, pero oí el plaf y vi la máscara volando. Gracias a eso se libró también de las esposas y se limitaron a situarla en fila india entre The First y yo.

Nos metieron en el ascensor, liberado el mecanismo de la puerta de su traba, y después nos hicieron seguir pasillos y más pasillos de comunicación entre edificios, algunos de ellos habitados. Aquí y allá se veía a un guardia sentado a la mesa, o gente vestida con monos negros como el de la chica de la grapadora, incluso a un par de aquellas hienas que llevan los calzoncillos sucios bajo el traje de El Corte Inglés. Lo peor fue que uno de los guardias me obligaba a andar dándome culetazos en la espalda, y yo estaba empezando a cabrearme. Al enésimo toque me paré en seco para que el tío chocara contra mí y me volví hacia él con cara de furia:

– Oye, te podrías dar con la culatita en los cojones, ¿vale?, ¿no ves que tengo la pierna chunga?

Todo lo que obtuve fue un culatazo extra en el mentón y otro en la barriga. El de la barriga no fue nada, pero el de la cara me jodió lo suficiente como para que se me fuera la olla y embistiera a la pata coja contra el tío. Fue una estupidez: maniatado, caí torpemente al suelo y a los guardias que iban detrás les dio por hacerme levantar a patadas. La Fina, viendo lo que pasaba, se lanzó contra el primero que le vino a mano, lo pilló por los pelos y le hizo una tonsura gratis. Por suerte, The First intervino a gritos pidiendo que nos estuviéramos quietos. De cualquier manera el numerito no sirvió de nada, no me libré de seguir sintiendo los toquecitos de culata hasta el momento mismo en que llegamos a un vestíbulo especialmente elegante y nos metieron en un ascensor. Mientras subíamos se me ocurrió pensar qué pasaría en caso de que me interrogaran al estilo de lo que habían hecho con mi Estupendo Hermano. Me prometí aguantar al menos hasta que me dejaran un poco peor que a él. Le tengo aprecio a mi tocha, pero las heridas del honor cicatrizan peor que las del cuerpo. En cuanto a que me dejaran mearme encima, estoy acostumbrado a oler bastante mal, así que no me preocupaba mucho.

Pero aquella planta no tenía pinta de cámara de torturas, y el despacho en el que nos obligaron a entrar tampoco. Y allí, sentado tras la mesa en una espectacular butaca de respaldo alto, es donde apareció Darth Vader.

SE ACABÓ LO QUE SE DABA

A primer golpe de vista, aquel individuo entronizado tras la mesa me recordó a Vargas Llosa, pero con menos dientes. Supongo que fue una sorpresa, pero estaba ya tan harto de sorpresas que no me inmuté. Además, de pie a su lado, había otra: una tipa elegante, treinta y tantos, media cabellera Raíces y Puntas, bello rostro y ojos como dragones apostados.

Sí me extrañó, sin embargo, la mirada que se mantenían The First y mi Beatriz de los ojos verdes.

– Vaya, vaya… Los hermanos Miralles al fin reunidos. Y con una encantadora señorita -dijo el Exorcista.

– Señora -corrigió la Fina, que es muy sensible a los tratamientos y venía un poco mosca tras el reciente episodio con los guardias. El tío se levantó de la mesa con la vista puesta en ella y me aposté un cubata a que estaba a punto de besarle la mano. Gané.

– Perdón: señora.

A la Fina empezó a deshelársele la mueca; incluso, como avergonzada por el descuido, se apresuró a quitarse de la mano recién besada unos cuantos pelos de guardia que se le habían quedado enredados en los dedos.

El Exorcista hizo ver que no se daba cuenta, y siguió con los saluditos. Ahora le tocó turno a mi Estupendo Hermano: le tendió la mano y The First, naturalmente, no pudo responder al gesto.

– Oh… Perdona: no me había dado cuenta de que estabas esposado.

– No te apures, puedo pasarme sin darte la mano.

Bien dicho, qué caray: estaba claro que aquel tío era el mandamás de todo aquello, no había más que ver el despacho. Pero se limitó a asentir sonriendo al desplante de The First y dedicó el último turno de salutaciones a mi persona:

– Nos conocemos, ¿verdad? Espero que le resultara agradable la cena con Gloria. Perdices encebolladas, si no recuerdo mal… Y creo que también conoce a mi hija Eulalia.

Bueno, eso desdoblaba a mi Beatriz en secretaria de dirección y sobrina-nieta de un nuncio, todo de un mismo saque. Procuré no dejar ver mi asombro:

– Sí, nos conocemos.»Una comedia divina, Beatriz, te felicito.

– Gracias, tú tampoco estuviste mal…

Lo dijo sin mirarme. Sólo tenía ojos para mi Estupendo Hermano. Se acercó a él y le dio un beso en los labios. The First se dejó hacer, mirándola muy serio. Mal rollo, pensé: ten una amante y págale un sueldo de secretaria de dirección para esto.

– La compañía es muy grata pero tengo que dejaros -dijo ella, y, sin privarse de pasarle el dorso de la mano por la mejilla a The First, salió de la habitación.

– Tenéis que perdonar a mi hija. Hoy tenemos numerosos compromisos que atender. Lamento haberte estropeado la verbena, Pablo…, ¿me permites que te llame Pablo?

– Lo soportaré. Pero no creo haberte autorizado a tutearme -dije, para que viera que puedo ser tan antipático como mi Estupendo Hermano.

El tío hizo ver que se reía:

– Siempre con la espada en alto, eh… Bien, no se lo reprocho. Pero le aseguro que terminaremos entendiéndonos.»Guardia, por favor: retire las esposas a los detenidos.

»No serán necesarias, ¿verdad? -añadió, dirigiéndose a nosotros.

– En lo que a mí respecta sí: pienso saltarle al cuello en cuanto tenga las manos libres -contesté.

– Muy amable al advertirme. Sin embargo, no le aconsejo un jaque al rey, al menos en un solo movimiento. Como verá tengo las torres bien situadas.

Inmediatamente hizo gesto al guardia de que cumpliera la orden de soltarnos. Me fijé en el par de hienas que flanqueaban la mesa. Eran especiales, tan especiales que las reconocí: los mismos dos enormes tiparracos que custodiaban la puerta del restaurante. Además de ellos seguían con nosotros tres de los guardias que nos habían traído y el voceras del megáfono. La Fina, viendo que la escena empezaba a adquirir cierto aire civilizado, se atrevió a preguntar si había algún lavabo de señoras, y el Exorcista dio entonces instrucciones al del megáfono para que se retiraran los guardias y añadió que enviara «una oficial para acompañar a la señora». Después pulsó el botoncito del intercomunicador que tenía sobre la mesa y pidió que viniera también quienquiera que estuviese al otro lado.

Durante un par de segundos sólo se oyeron los petardos de la verbena, ahora tan intensamente como se oyen desde cualquier edificio de la ciudad. «San Juan: una noche mágica», dijo al fin nuestro anfitrión, rompiendo así toda la magia que pudiera tener la noche. Me olí una inminente disertación sobre el rapto de Perséfone; y yo tenía hambre, tenía sed y tenía ganas de terminar con aquello lo antes posible. Miré a The First de reojo y comprendí en su mueca que por una vez en la vida habíamos encontrado a alguien que nos caía igual de mal a los dos. La Fina en cambio parecía encantada con lo de la «noche mágica». Pero entraron en la habitación dos mujeres e interrumpieron la disertación: una vestida de guardia y otra con uno de esos monos de color negro. El mono negro venía a ser él último grito allí dentro, la mayor parte de los individuos que había visto por los pasillos lo llevaban. La verdad es que parecían figurantes de una película de cienciaficción con Florinda Chico y Antonio Garisa.

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