– Perdona, ¿me firmarías un autógrafo? -dije, a modo de desahogo cómico.
– Déjate de tonterías. El que ha salido corriendo llevaba una radio. Vamos a tener problemas.
Aquel cacharro subía a toda máquina, se veían las lucecitas avanzando en la botonera: directos al piso 6. El total de plantas era catorce, pero de la sexta en adelante se requería una llave para activar el ascensor. Nos habíamos metido en un edificio pijo.
– No saquéis las pistolas, si ven que vamos armados pueden ponerse nerviosos y freírnos a tiros. Josefina, escóndetela en un bolsillo.
La Fina obedeció, atónita. Entonces, de repente, empezó a sonar algo como la señal de zafarrancho de combate de un submarino, mooooc, mooooc, una cosa que daba grima. Llegamos a la sexta planta frenéticos. Se abrieron automáticamente las puertas, dong, bssssss, y nos quedamos un momento apretados contra las paredes del ascensor. Mooooc, mooooc, la alarma no paraba. The First fue el primero en asomar los morros, pero yo ya me había dado cuenta de que allí debía de haber alguien: al fondo, tras una puerta acristalada que transparentaba lo que parecía la recepción de un despacho elegante, identifiqué a una chica que se levantó de una silla tratando de ver a qué venía tanto escándalo.
– ¡Salid del ascensor! -dijo The First, dirigiéndose a la Fina y a mí.
Salimos y mi Estupendo Hermano se aplicó inmediatamente a destrozar a culatazos la botonera de llamada. No se quedó tranquilo hasta que vio aparecer unos cablecitos de colores y pudo tirar de ellos para romperlos. Después miró a su alrededor en busca de no supe qué y terminó por elegir una inofensiva maceta con una sanseviera plantada. La desarraigó, rompió la cerámica contra el suelo, y encajó uno de los pedazos a modo de traba en la puerta de otro de los ascensores, detenido en ese mismo piso. Todo ocurría a un ritmo demasiado rápido para mí: cualquier decisión que no pueda tomarse bebiendo una cerveza me parece precipitada. Dejé que The First, más acostumbrado al estrés, tomara momentáneamente el mando y centré mi interés en que tras las puertas de cristal, más allá de un set de sofás y de la chica de la recepción, un enorme ventanal daba al exterior y se encaraba a la fachada trasera del edificio de enfrente. La luz era de anochecer y el sonido de los petardos llegaba ahora claramente bajo el moc-moc de la alarma. Eso fue media vida, no estaba deseando otra cosa más que asomarse a esa ventana y ver que el mundo seguía tal como lo habíamos dejado. The First, una vez inmovilizados los dos ascensores, se acercó también. La chica, aterrorizada ante el avance de semejante energúmeno con la cara hecha un mapa de los Alpes, intentó esconderse detrás de todo lo que fue encontrando en su retroceso.
– No tengas miedo, no queremos hacerte daño -le dijo The First, tratando sin mucho éxito de que la chica depusiera su máquina grapadora.
Más efectivo fue el «Tranquila, son amigos» que le dirigió la Fina. Fue una frase absurda dadas las circunstancias, pero el solo hecho de que la pronunciara una mujer, o su misma presencia entre aquellos dos tipejos con un aspecto que para sí quisieran muchos Ángeles del Infierno, debió ofrecerle a la chica más garantías.
– No te preocupes -insistió la Fina-, sólo queremos escapar. Nos persiguen.
The First se había acercado al ventanal y yo me fui tras él hasta pegar las narices al cristal. Apenas pude distinguir un patio interior y, sobre la estrecha franja de cielo de San Juan, el estallido luminoso de un cohete lanzado al aire. La alarma paró de pronto de sonar y oímos un trasiego de pisadas procedentes de la zona de ascensores.
– ¡Poneos a cubierto! -gritó The First, sin más especificaciones.
Jamás nadie me había dado semejante instrucción, pero algo en el universo contextual en que nos hallábamos me indicó que no se trataba de resguardarse del chirimiri, sino de interpretar entre nosotros y el resto del mundo alguna barrera a prueba de balas. Me pregunté si la Fina habría entendido el mensaje o estaría buscando un chubasquero. Traté de averiguarlo pero en primera instancia no la vi. Después me di cuenta de que caminaba a gatas por detrás del mostrador, precedida de la chica de la grapadora, y de que se metían las dos por una puerta doble que tenía toda la pinta de dar acceso a un despacho. Visto el movimiento de las chicas, decidí parapetarme tras el sofá imitando a mi Estupendo Hermano. ¿Será un sofá barrera suficiente para una bala?, me pregunté. Era un Chesterton de tono difícil de definir, aunque tampoco creí que el color tuviera mucho que ver con su eficacia como trinchera. The First, mientras tanto, parecía seguir una línea de pensamiento ligeramente distinta.
– ¡Quietos, estamos armados! -gritó, empuñando de nuevo su pistola no ya como martillo rompe-botoneras de ascensor sino a la manera convencional.
Para reforzar la amenaza disparó al techo. Sonó a pistolita de balines, nada comparado con los petardos de la verbena que empezaba más allá del ventanal, pero supongo que la placa de yeso que cayó del techo hecha pedazos fue aval suficiente.
– ¿No habías dicho que no sacáramos las pistolas? -pregunté yo. Con The First nunca sabe uno a qué atenerse. -
Ahora sí, idiota.
– Oye, media-mierda…
– Cállate un poco, ¿quieres?, estoy tratando de repeler un ataque armado.
– Pues no hace falta que te esfuerces; ya eres repelente por naturaleza.
Por si acaso me rebusqué en el bolsillo hasta dar con la pistola y la saqué junto con un montón de billetes de diez mil que quedaron desparramados por el suelo. De haber podido elegir armas hubiera preferido un combate de caniches de porcelana, pero tampoco era plan de que empezara la balasera y me pillara con la pistola en el bolsillo. Recordé la precaución fundamental de disponer el cañón hacia adelante y traté de imaginar lo que hubiera hecho John Wayne en caso semejante. Pero apenas había soltado el primer escupitajo, nos sobresaltó una voz estentórea que llegaba desde algún lugar del vestíbulo, junto a los ascensores. Sonó como un coche de propaganda electoral. Era un megáfono:
«Entreguen las armas. Repito: entreguen las armas y salgan con las manos en alto o procederemos al lanzamiento de gases.»
Soy de la opinión de que si alguien no sólo amenaza con lanzar gases sino incluso con proceder a su lanzamiento, debe ser tomado completamente en serio. Ignoro qué tipo de gases serán los que promete la amenaza, pero estoy seguro de que resultan completamente deletéreos.
– ¿Qué hacemos? A mí los gases me dan sinusitis, ni siquiera me gustan los ambientadores de pino.
– Qué quieres que hagamos: rendirnos.
Menos mal, los del Grin-Pis nos lo iban a agradecer. Afortunadamente The First se encargó también de las formalidades del armisticio, porque a mí se me dan fatal los protocolos. Me pidió la pistola y, con las dos en la mano, gritó que vale, que de acuerdo, nos rendimos y ahí van las armas. Las deslizó por el suelo por debajo del sofá y sacó las manos por encima del respaldo dándome un codazo para que lo imitara. A mí me costó un poco más levantarme porque la pata tiesa dificultaba el movimiento, pero terminé consiguiéndolo.
«Dónde está la mujer. Repito: dónde está la mujer.»
Ése era otra vez el del megáfono.
– Ahí dentro -dije yo-: ella también se rinde. Y al que le ponga una mano encima le arreo un guantazo, así que cuidadín.»Finaaaa: ¿me oyes?
– Sí¡¡¡. ¿Qué hago…?
Habló mi Estupendo Hermano:
– Josefina, tira la pistola a ras de suelo fuera de la habitación y sal con las manos en alto.
Por lo visto al tipo del megáfono no le gustó que tomáramos iniciativas.
«Manténgase en silencio y con las manos en alto. Repito: manténgase en silencio. Nosotros daremos las órdenes.»
Para cuando el tipo terminó de repetirse la Fina ya había asomado con las manos alzadas y cara de susto. Detrás de ella apareció la chica de la grapadora.