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– ¿Un viernes? Habrá quedado para salir con alguien.

– Pregúntale.

Dejó un momento el aparato y me quedé esperando. Por su voz parecía hacerle cierta gracia aceptar la invitación. Después de todo llevaba tres días encerrada en casa.

– Pablo: dice Verónica que vale.

Quedé en pasar a recogerla a las diez. Eso me dejaba más de cuatro horas para gastar. Colgué y me quedé mirando el móvil de The First. ¿Sabría sacarle toda la información yo solito, sin manual de instrucciones? ¿Dónde demonios había yo visto un teléfono del mismo modelo…? Traté de visualizar la escena. Se me apareció una mano peluda asiéndolo con gesto delicado, un grueso anillo de plata en el pulgar, barba cerrada alrededor de unos labios a lo Edward G. Robinson; me pareció incluso oír un acento raro, de inflexión cantinfleña… Tate: el Roberto.

Eso solucionaba el asunto del teléfono, pero era mejor dejar el trámite para más tarde; de momento convenía echarle una mirada al texto que iba escupiendo la impresora.

Eso hice.

He de decir -como seguramente se espera de mí, ahora que ya nos vamos conociendo- que desde que reprimí mis resabios burgueses la literatura me aburre sobremanera. De hecho, sólo la Publicidad es capaz ya de proporcionarme alguna forma de verdadera fruición estética -a la par que un profundo bienestar de orden moral, una suerte de paz de espíritu-. Lo digo para dar idea de lo poco dispuesto que estaba a leerme de un tirón aquel condenado texto, y de que no pienso ponerme ahora a resumir la historia demencial que tan trabajosamente leí aquel día por primera vez. Además, en los últimos meses he tenido que empollármela tan detenidamente que casi podría reproducirla estrofa por estrofa (si llego a redactar el final de esta historia quizá se sepa por qué), y ahora estoy completamente saturado de ella. Sólo diré que narra las cuitas de lord Henry, un joven caballero que llega a las puertas de la Fortaleza en una noche lluviosa, toma el pañuelo rojo que cuelga de un mástil y llama a la puerta. A partir de ahí empieza una suerte de trama kafkiana que se desarrolla en el interior de la construcción, una especie de castillo de dimensiones infinitas, y en la que únicamente intervienen seis personajes fuertemente arquetípicos: el Rey, la Reina, el Mago, el Trovador, lord Henry (que viene a ser una especie de príncipe heredero), y una tal lady Sheila (que funciona a modo de princesa prometida). Por supuesto aquella fortaleza infinita me recordó inmediatamente a Mr. Kurtz y las tejedoras, lo que confirmó una vez más la dimensión oracular de mis sueños, pero sobre todo me llamó la atención otra cosa. Era evidente que toda aquella historia absurda sólo adquiría sentido a modo de alegoría, y en ese caso podían interpretarse sus diferentes episodios como la exposición de otros tantos sistemas filosóficos históricos, en especial en su vertiente más genuinamente metafísica. Lo curioso del caso es que la redacción parecía ser auténticamente medieval, de modo que uno esperaba que el autor empezara con la Escuela Jónica y terminara en Francis Bacon (o Kant, caso que fuera un tío con visión de futuro), pero no: seguía como tropecientos siglos más, hasta Russell, y Wittgenstein, y más allá aún. Pero -atención-, ¿qué hay más allá de Wittgenstein?, se preguntará el lector que estudió COU. Pues por ejemplo John Gallagher y Pablo Miralles (por no citar a Baloo, que es más un moralista que un metafísico estricto). No quiero ponerme espeso pero, por dar un ejemplo, encontré esbozada hacia el final del poema una Teoría de la Comunicación cuya defensa nos había costado que un conocidísimo gurú de la Semiótica (que no soporta que le lleven la contraria en su terreno) abandonara el Metaphisical Club indignado. Pura vanguardia. Y en verso. Firmado por un tal Geoffrey de Brun.

Patidifusismo agudo. Traté de poner un poco de orden en mis ideas, llevaba como tres horas leyendo sin parar y fumando un porro tras otro (sin contar con el desayuno de Cardhu y aspirinas). Revisé al azar algunos versos tratando de encontrar la trampa, pero mi inglés es exclusivamente contemporáneo y en cuanto algo me suena a Laurence Olivier haciendo hambletadas ya me parece medieval. El siguiente paso había de ser, pues, mandarle aquello a John con la recomendación de que lo leyera y, si él no notaba nada raro en la forma, lo hiciera llegar a alguien capaz de someterlo a un peritaje lingüístico en condiciones.

Me levanté del sofá, me acerqué al ordenador, redacté a toda prisa un mensaje para John, añadí un atachmen con The Stronghold, me conecté para enviarlo y volví al sofá a liar el enésimo porro. Eran las ocho. Me quedaba más de una hora para gastar. Tuve sed. Me levanté con intención de acercarme a la cocina a beber. Al cabo de un segundo volví a caer de culo en el sofá víctima de una bajada de tensión. Y como desmayarse me parece de una ñoñez impresentable, aproveché el gesto para echar una siestecita vespertina en la sala y salvar así mi imagen caso de que alguien hubiera instalado cámaras secretas en mi salón.

Hay que guardar las apariencias: son lo único que tenemos.

EL BRAZO INCORRUPTO DE SANTA CECILIA

Hay algo estupendo en el dormirse y hay también algo grande en el despertar, esa sensación de que el mundo es en cierto modo nuevo. Estar siempre despierto debe de ser la locura: he oído decir que sometido un gato al tormento de impedirle dormir acaba adquiriendo tendencias suicidas. No sé si es un experimento científico contrastado, pero yo he decidido creerlo. Y si no es cierto no será por culpa de la hipótesis, sino de los gatos, que no la cumplen. I know that, so it is, que diría John.

Tenía un hambre feroz, pero la sensación de debilidad había desaparecido con la breve siesta. Las ocho y media. Pensé que tenía tiempo de cagar. Después me dieron ganas de ducharme otra vez. Estaba visto que había entrado en fase de compulsión higiénica. Buéno no me pareció demasiado grave y me lo concedí. Además, cenar con Lady First en un restaurante de veinticinco tenedores requería algún remilgo indumentario, así que incluso dediqué un minuto entero a decidir qué camisa ponerme. Había usado la negra y la morada; quedaban siete inmaculadas -además de la jaguayana, que no parecía oportuna para la ocasión-. Probé con la naranja y me gustó el tipo del espejo: parecía el butanero de los Picapiedra, no sé, o quizá el butanero de Bill Gates. Hasta ensayé unos gestos de rapero, como el que discute con una policía de tráfico en pleno Bronx, y recité un padrenuestro en inglés a modo de letra andergráun. Mi vena histriónica reclama atención diaria, tengo que comer, cagar, dormir y hacer gansadas al menos una vez al día; si no, empiezo a encontrarme mal. En cambio sin beber puedo aguantar hasta cuarenta y ocho horas, y sin follar mucho más.

Me di un toque con la colonia cara y salí a la calle sin ol vidar llevarme el teléfono móvil de The First y las llaves de la Bestia.

Llegué al bar de Luigi sin muchas prisas.

El Roberto había empezado ya el turno.

– Roberto, ¿tú no tienes un gualqui-talqui d'estos?

Estiró un poco el cuello para fijarse e hizo gesto de que sí: «Juh-juh».

– ¿Y guarda memoria de las llamadas que recibe, con el número y tal?

Aquí empezó una disertación larguísima. No puedo re producirla porque no entendí casi nada, pero recuerdo que versaba sobre la diferencia entre que te llamen desde un teléfono fijo, o desde un móvil con tarjeta, o sin ella, o desde un repetidor español, o un satélite europeo, o en fin un lío espantoso.

– A ver, Roberto, céntrate: si yo quiero saber desde que teléfono he recibido la última llamada qué coño he de hacer.

Me quitó el aparato de las manos, le dio al botoncito que enciende la pantalla y al rato dictaminó:

– Está activada la barrera por contraseña.

Eso no podía ser bueno.

– Y qué…

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