Interesante. Probé el tercer link y resultó ser un mirror francés de la misma página. El siguiente era en alemán y el último en castellano. Eso agotaba el total de respuestas que había dado el motor de búsqueda. No supe qué demonios podía significar aquello, pero era raro, lo suficiente como para seguir investigando por ese camino.
El dominio del mirror inglés era worm.com, y allí que me fui. Lo primero que apareció fue un mensaje emergente en el que se prometían venganzas en forma de virus informáticos a quien osara entrar en aquel site, e inmediatamente se ejecutó un MIDI con una musiquilla la mar de deprimente. Se pretendía que aquello pareciera un mensaje del sistema, pero parecía la maldición de la momia. Estaba claro que querían meterle miedo al visitante casual y fácilmente impresionable. Y precisamente por eso decidí seguir adelante.
Para los navegantes intrépidos que a pesar de la advertencia llegaban a cargar la página, tenían preparada otra prueba iniciática. Terminado el adagio, sonaba un coro de voces repitiendo «worm, worm, worm» en plan grupo vudú a punto de sacrificar a alguien entre aullidos de ultratumba. Se mostraba un fondo negro con signos cabalísticos en rojo y dorado, y se pedía, para poder continuar, rellenar un formulario con los datos personales del visitante. Una vez cumplimentado, «Worm» enviaría a su dirección electrónica la clave de acceso a la página. Eso suele echar atrás a otra buena porción de las visitas (a nadie le gusta dar su dirección electrónica así como así), pero yo dispongo de tantas cuentas en distintos servidores de correo como nombres falsos uso en la calle, así que no problemo. Rellené los casilleros -Pablo Molucas, treinta y tantos años, una dirección inventada de Barcelona, un teléfono arbitrario, [email protected] y submití los datos. Enseguida se abrió otra página diciendo que OK y que esperara unos minutos a recibir el mensaje con el pásguor. Abrí otra ventana del navegador y me fui con ella a Hotmail.com. Escribí pmolucas, mi clave personal, y comprobé que todavía no hubiera llegado nada al In Box.
Me serví otro café y lié un porro para entretener la espera. Casi hacía calor. Abrí la ventana de la sala por primera vez desde finales del otoño anterior y entró una mezcla de aire, monóxido de carbono y metales pesado en suspensión que en pocos segundos inundó la habitación de olor a humo de autobús; pero era un humo fresco, reconfortante, a cuya comparación la atmósfera que había ocupado la casa durante el invierno se me antojó un hálito rancio. Me encanta el olor de Barcelona, no sé cómo la gente puede sobrevivir en el campo, con ese aire en bruto, que te taladra las pleuras. Me sentí tan a gusto que fumé todo el porro asomado a la ventana. Atardecer de finales, de junio; sonaban ya, sobre el estertor del tráfico, algunos petardos que los críos no tenían paciencia para reservar hasta la noche de San Juan. En realidad no me gustan los petardos, ni los fuegos artificiales, ni ninguno de esos alar des pirotécnicos que se supone nos retrotraen a los ritos ancestrales de culto al sol, o gilipollez equivalente; siempre me han parecido cosa de progres: los correfocs, y toda esa parafernalia pseudopopular…
Volví a la pantalla del Hotmail y la actualicé.
Había llegado un mensaje: «Worm Key», decía el títu lo. Lo abrí y leí:
«Tell the WORM you are pmolucas_worm.»
Tanto misterio para eso. En fin. Me volví a la página de los coros fantasmagóricos y escribí «pmolucas_worm» en el casillero. Pero aquello sólo me dio paso a la tercera de las pruebas iniciáticas. El jueguecito empezaba a parecer un guión de Indiana Jones y decidí no concederles más de un cuarto de hora de atención antes de enviarlos a hacer puñetas. Esta vez se advertía que para seguir avanzando en el sait había que leer un texto y responder después a unas preguntas sobre lo leído. Ojeé primero las preguntas, a ver si podían ser respondidas sin leer nada, pero a pesar de que cada casillero limitaba las respuestas posibles mediante un menú con varias alternativas, se hacía referencia a nombres de pila comunes y se pedían datos concretos respecto a una historia que me era completamente desconocida: qué llevaba lord Henry en la mano cuando conoció a la Reina y detalles por el estilo. Veinte preguntas en total. Probé a elegir cualquier cosa en las distintas listas desplegables y mandar la entrada. Nada: el sistema respondió con un inapelable «Read The Stronghold and try again» que te devolvía al cuestionario. Ese The Stronghold era precisamente el texto que se proponía leer en el freim de cabecera. No estuve muy seguro de saber exactamente qué podía significar Stronghold y pulsé el botón derecho del maus para encontrar auxilio en el traductor de Babylon: «fortaleza» o «plaza fuerte». Muy sugerente. De momento pinché el link que decía «Download The Stronghold, 1 Kb» y di instrucción de que se guardara el archivo en mi disco duro. Una vez cargado desconecté de la Red y lo abrí desde el Word: setenta páginas de texto estructurado en estrofas. Demasiadas. Pensé en catar en pantalla unos pocos versos confiando en que podría descartar enseguida la conveniencia de seguir leyendo: tenía hambre y un Estupendo Hermano por rescatar, no era momento de ponerme a leer mamotretos esotéricos, sobre todo si estaban escritos en aquel inglés macarrónico salpicado de lagartos ininteligibles; pero no hubo suerte: resulta que antes de mediar la primera página algo me hizo sospechar que había dado en el blanco.
La cosa era así: noche lluviosa, alguien llega a las puertas de una ciudadela. La entrada tiene un tejadillo que protege al visitante de la lluvia, un golpeador de hierro con una mano que sujeta una bola, bla-bla-bla, cuatro detalles más y -atención-: un trapito rojo atado a la antorcha que ilumina el umbral.
Mucha casualidad. Demasiada. No tuve más remedio que cargar a tope la bandeja de la impresora y dar instrucción de imprimir el texto. Podía tardar una media hora en estar disponible, pero decidí tener un poco de paciencia y esperar a tenerlo sobre papel para no dejarme los ojos en aquel guirigay medievaloide.
Entretanto, me senté en la sala a pensar cómo demonios organizar las siguientes horas. Había que comer algo. Sieeempre hay que comer algo. A veces es estupendo porque me apetece hacerlo, pero otras es sólo la molestia del estómago vacío, o los primeros síntomas de debilidad, que me obliga a dejar de beber o fumar o lo que quiera que esté haciendo tan a gusto. Una cosa sí es cierta: cuando tengo dinero en el bolsillo siempre resulta más fácil resolver la papeleta. Y en ese momento tenía dinero. Bastaba con llegarse a un buen restaurante y hacer el pedido. El Vellocino de Oro, por ejemplo, por qué no, de paso quiza averiguara algo nuevo sobre mi Estupendo Hermano secuestrado por una secta de fanáticos, «worm, worm, worm». Claro que sería mejor acudir al restaurante acompañado. Preferentemente de una mujer. Si uno pretende sonsacar a los camareros resulta menos sospechoso acudir en pareja, y en cualquier caso es más entretenido comer en compañía. Pero la Fina quedaba descartada, cenar dos días seguidos con ella podía resultar indigesto; y si no me fallaba la memoria, era sábado, día de probable refocilo con el bueno de José María.
La alternativa más plausible era Lady First. Con ella sería aún más fácil entrar en confianza con el personal del restaurante. A ella la conocían: a ella, a su marido y a la amante de su marido. El trío Lalalá.
Volví al teléfono y marqué su número.
– Tenías razón: Vell Or es un restaurante.
– Ya me parecía.
– Oye, he pensado que podríamos ir allí a cenar. Así sales un rato de casa y de paso tratamos de averiguar si Sebastián y Lali estuvieron allí después del momento en que hablé con él por última vez. ¿Cómo lo ves?
– Y los niños… Verónica se marcha de aquí a un rato, a las siete.
– Bueno, pídele que se quede hasta medianoche. Después si quiere la acompaño a casa en coche.