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EPÍLOGO

Es sabido que el final de una historia es sólo el principio de otra distinta.

Hoy es 23 de junio, así que hace casi exactamente un año desde aquellos días que he recordado a lo largo de tantas páginas. Es decir, hoy debería ver a mi Estupendo Hermano, aunque finalmente llegamos con Ignacio a un acuerdo aún más favorable para mí: esta noche tengo permiso para salir al exterior mientras The First me sustituye. Tendré que volver antes del alba de mañana, tipo Cenicienta, pero no necesito mucho más. Uno acaba echando de menos a sus tortugas acuáticas, y hasta me apetece pasarme por el bar de Luigi a tomar unos pelotazos, pero sé que mañana querré volver.

Sigo recogiendo el correo del Metaphisical, me sobra tiempo para las sentencias de John y, desde hace unos meses, hasta tenemos trabajando a dos becarios. La alta filosofía es siempre un juego de salón para aristócratas desocupados, una exquisitez y una mariconada, así que éste es el sitio perfecto para ocuparse del Ser y la Nada; mejor aún que el departamento universitario donde John dormita las resacas, yo ni siquiera he de hablarles de Heidegger a una panda de ceporros con acné. En realidad he dedicado gran parte de este año a escribir una especie de actualización de The Stronghold en la que Ignacio tenía mucho interés. No sé exactamente cómo he terminado reducido al triste papel de escriba pero así es. Al parecer hacía tiempo que el Worm World Council andaba detrás de un texto capaz de heredar el espíritu del viejo The Stronghold sin llamar tan escandalosamente la atención como el original, y a Ignacio se le ocurrió que yo era el más indicado para versionarlo. No sé…, se empeña en decir que soy algo así como la reencarnación de Geoffrey de Brun; lo suelta en tono de broma, pero a veces se le ve un brillo en s ojos que da escalofríos. Por mi parte, al margen de que no me gusta ser la reencarnación de nadie, traté de convencerlo de que lo de escribir no era lo mío, pero insistió tanto que terminé por tomarle gusto al asunto. La cosa es qué enviamos la redacción definitiva hace cosa de quince días, y el Consejo ya le ha dado el visto bueno. Supongo que a los del Metaphisical les gustará.

La Fina recibe regularmente una postal desde Devils Lake (Dakota del Norte), donde se supone que doy clases de español para yankis y vivo con aquella guarra que me sedujo y a la que acabé atribuyéndole nacionalidad norteamericana. En las primeras y larguísimas cartas de respuesta que me llegaron, invariablemente metidas en un sobre lila perfumado a juego, me ponía a parir. Pero según se desprende de la última (curiosamente mucho más breve y en sobre azul celeste), parece que el bueno de José María se ha puesto a la labor hasta el punto de que van a tener cachorros humanos. ¿Sabrá la Fina cómo elaborar algo tan complicado?: he rogado a Nuestra Señora de Microsoft para que no se haga un lío al replicar el ADN, y confío en que algún especialista en genética de la Seguridad Social le explicará despacito lo que tiene que hacer. En cualquier caso no creo que me eche mucho de menos. Cierto que las mujeres suelen reclamar toda la atención que uno pueda dedicarles, pero el común de ellas cambia radicalmente en cuanto consigue su objetivo principal de reproducirse: dales un cachorro y no volverán a interesarse en nada más durante años, y eso vale también en lo que respecta al marido.

Desde luego, también mi familia me cree en Yanquilandia, no era plan de inventar historias incompatibles. Para SP pergeñamos un rescate por su Estupendo Hijo que le costó cien kilos (no quisimos abusar). Y sospecho que se los habrá embolsado el listo de The First: sin duda comprará con ellos un camión cisterna de colonia cara, los frasquitos que venden en las perfumerías no deben de durarle nada. Con SM hablo de vez en cuando por teléfono y, naturalmente, sólo está interesada en saber de esa novia mía americana. La Beba en cambio se huele que algo raro pasa, y he tenido que explicarle cómo es el apartamento en el que vivo, qué me dan de comer, y que esa academia de idiomas en la que trabajo no es un tugurio como el de la peli de Sidni-Puatier; eso además de lo que me costó hacerle entender que alguien me pagara por enseñar algo tan fácil como hablar en castellano.

Por lo demás, aquí se pasa bien. Quiero decir que puede uno tomarse un pelotazo en el ático de Jenny G., o comer en el Vellocino, por citar sólo dos lugares que el lector conoce. Y si a uno le apetece relacionarse con externos, puede jugar al fútbol con tipos que cobran una fortuna por hacerlo fuera los domingos, y hasta asistir a las sesiones técnicas que ofrece un entrenador holandés que ya no fuma. Pero si no te van los deportes, también viene por aquí aquel chaval que se estresa tanto en directo, y hasta se pasan a veces el amiguete que hacía de policía y otros chulos de gran nombre. Desde luego tampoco faltan los que mataron a Kennedy o se encriptan embrujados o marujean a su aire (eso cuando no llega uno con el ala triste y amanece que no es poco bajándose al moro), pero el sector ilustre ya tiene una edad y se porta con mesura. Más juego dan las visitas que traen prozac y dudas, o una tesis para el día de la bestia, momento en que bebemos tequila como para resucitar a un torero.

Pero hay más: ¿adivináis quién ameniza al piano el final de mis veladas? Bueno, en realidad el piano lo empleamos poco: a la larga te resientes de codos y rodillas. Lo malo es que últimamente no para de hablar de cachorros -por bohemia que sea está en la edad-, y como reproducirse,vivíparamente sigue pareciéndome un atraso, me niego en redondo a abandonar el gremio del látex. Pero la muy ladina sabe cómo ponérmelo difícil, así que cualquier día saldrá algo mal y la liaremos, se lo tengo dicho.

Claro que la mayor parte de este tropel que entra y sale sólo conoce una parte de lo que hay, y yo en cambio soy un interno y estoy siempre aquí, como los nativos, así que estas páginas que he estado componiendo a hurtadillas las debe de haber escrito el resto de morriña que me queda. Por eso me alegra poder salir aunque sea una única noche al año, justamente esta noche en que lo más florido de los externos acudirá a pasar la verbena dentro. Desde anoche a las doce están entrando, con su trapito rojo. A veces me cuesta aceptar que todo siga intacto afuera, ahí mismo, detrás de las simples paredes que circundan la parte emergida del enclave, y tengo que asomarme a una terraza, o atender al estruendo de los petardos que atraviesa paredes para cerciorarme de que sigo en Barcelona. Naturalmente comprendo que lo que debería hacer ahora es aclarar qué es eso de los «nativos», y los «internos», y todo lo demás, pero The First tenía razón en una cosa: precisamente la curiosidad que despierta la Fortaleza es el mayor peligro para cualquiera que se acerque a ella: cuanto más se sabe más se quiere saber, y no conviene empezar a husmear porque ya sabéis el fregao en el que puede uno meterse.

Pero se me está poniendo el cuerpo de verbena, así que sólo emplearé un minuto más para terminar explicando que, por supuesto, todo esto que he escrito es completamente falso, es decir, verdadero («Dadle a un hombre una máscara y os dirá la verdad»). Y por eso esta noche saldrá subrepticiamente conmigo un disquet con este texto. A pesar de mis precauciones deformando nombres y lugares, sé que si le pidiera permiso a Ignacio no me lo daría, de modo que no voy a decirle nada. Y respecto al lector: qué más da si la Fina se llama de otra manera, el caso es que es naif como ella sola, y también da igual si el coche de mi Estupendo Hermano no es un Lotus sino un Maserati; o si en vez de un Estupendo Hermano tengo una Estupenda Hermana; o si no soy Pablo sino John, o incluso si en realidad soy Lady First que por fin dejó quieta la botella y logró transcribir la historia de locos en que se metieron su marido Sebastián y su cuñado el tarambana. Aunque, ahora que lo pienso, últimamente tengo la sensación de que Ignacio esconde algo en la manga: he llegado a pensar incluso que esto pudiera haberlo escrito él. Y en ese caso hubiera sido una osadía imperdonable haber suplantado durante tantas páginas a nuestro presidente del Worm World Council: el gran Pablo Miralles, dignísimo sucesor de Geoffrey de Brun.

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