– Es que me estaba depilando las piernas -dijo la Fina nada más sentarnos. Ésa era la excusa que daba por haber llegado dos horas tarde. La soltó con esa timidez que imita tan bien.
– ¿Y tu marido?
– En Toledo: una presentación de productos Hewlett Packard.
– ¿Cómo no te has ido con él?
– No me apetecía. Además, es mejor que vaya solo. Por la noche se emborrachan con los de la competencia en algún topless y discuten sobre si es mejor la impresión inkjet o la láser. Y si voy yo les estropeo lo del top-less y tienen que discutir en una tasca.
– Te sienta bien ese vestido.
Había que decírselo, qué coño, para algo se había pasado dos horas emperifollándose.
– ¿Te gusta?, hace tiempo que lo tengo, pero no me lo pongo nunca.
– Bueno, tampoco debe de ser el vestido: eres tú, que no estás mal.
– Oh… Hacía tiempo que no me decías esa clase de cosas.
– Porque hacía tiempo que no te venía así de bien el bodi.
– Será porque tú no quieres…
Touché. Ya sólo podía escabullirme haciendo alguna payasada. Puse cara de hombre-mosca dominado por los espasmos:
– Si no te marchas, creo…, creo que… te haré daño.
– ¿Y eso?
La Fina no había visto la peli. Probé poniendo cara de niño pecoso cantando con acento yanki:
– Qué seraaá, seraaaá, what ever will be, will be…
Se rió mucho muchísimo, tapándose la boca con una mano. Cuando se le empezó a pasar me pidió que volviera a hacer esa cara, por favor, por favor, por favor. Me negué; insistió; empecé a ponerme nervioso; más risa por lacara de ponerme nervioso… Suerte que llegó el Luigi conlas cervezas. Acercó una silla y se sentó junto a la Fina:
_¿y tu marido…?
– En Toleeeeedo.
– ¿En Toledo? ¿Y qué coño hace en Toledo con esta mujer que tiene aquí?
Intervine a favor del pobre José María:
– ¿Y qué coño haces tú dándonos la vara si tienes a tumujer en casa?
– Bueno, pero mi mujer no está tan maciza como ésta. -En cuanto la vea se lo digo.
– Bah, ¿te crees que no lo sabe?…
»Así que en Toledo, eh… -volvió a prestarle atención a la Fina-. Pues yo estoy aquí, ¿ves?, a tu disposición para lo que necesites.
A ella le dio por hacerse la interesante:
– Ah ¿sí?, ¿y qué servicios ofreces?
– Completo. Y gratis.
– Sólo faltaría…
– Pues no te creas: los hombres como yo se cotizan.
– Sí, para hacer piensos cárnicos -tercié yo.
– Tú calla, que estoy hablando con la señorita.
– Señora, si no te importa. Estoy casada.
– Bueno, pero un marido en Toledo es como un tío en Alcalá.
– Vuelve el viernes.
– Tenemos dos días…
Visto que el Luigi tenía trabajo me fui a la barra a por tabaco y me terminé allí la cerveza. Debía de llevar ocho o diez y empezaba a estar borracho, pero aún quedaba noche. Por lo pronto las siguientes dos horas iban a ser la habitual mezcla de confidencias de la Fina y procacidades surtidas de parte de Luigi, que se sienta a nuestra mesa cada vez que puede tomarse un respiro entre bocadillos. El Roberto es siempre un poco más comedido, se acerca a ratos hasta el fondo a fumar un cigarrillo, a veces a contestar una llamada del móvil que le cuelga de la cinturilla, pero no acostumbra sentarse con los clientes. Algún otro habitual aparece y se llega también a nuestra mesa; cruzamos alguna bobada y si la conversación no es lo suficientemente escabrosa se va. Sólo en los huecos quedamos a solas la Fina y yo tratando de recomponer la charla, lo que no está del todo mal porque interrumpir una conversación ayuda a veces a no perderse siguiendo el hilo -la hipnosis de la gallina que avanza sobre una línea blanca-, y además porque la Fina es una mujer, es decir un agujero, y si uno no se agarra a los bordes puede desaparecer para siempre tragado por el vacío. Total que salimos camino de otro abrevadero pasadas las dos y media, tras el consabido chupito de vodka en la barra y la escena cómica de despedida con el Roberto y el Luigi. Pude pagarlo todo, incluido lo que debía de la mañana, pero las últimas en el Bikini debían correr a cuenta de la Fina. Éste es el momento en que aprovecha siempre para colgárseme del brazo y apoyar la mejilla en mi hombro mientras caminamos Jaume Guillamet arriba. El resultado es un avance en ligero zig-zag que fácilmente se confunde con el deambular ensimismado de los enamorados.
– Eres confortable.
Me dice, agarrándome un deltoides con toda la palma.
– Claro, porque estoy gordo. Si no te empeñaras enadelgazar también tú serías confortable.
– Huy, no: tengo que perder al menos cinco kilos más.
– No seas boba: cinco kilos de tetas y culo degradados a calor que aumentará la entropía universal…
– ¿Lo cuálo?
– ¿Sabes lo que ha tardado la naturaleza en poder dotarte de esas tetas que tú desprecias? Con el orden cósmico no se juega, bonita…
– A ti porque te gustan gordas. Además, ¿no habías dicho que estaba tan buena?
– Antes estabas requetebuena, has perdido exactamente un «requete».
Aquella noche precisamente forcé el paso de los dos para cruzar Guillamet en diagonal y ahorrar el rodeo hasta el semáforo de Travesera. Inevitablemente me fijé en la casa del número 15, con su tapia y su jardincillo, y al pasar por delante vi algo que me llamó la atención.
– Espera un momento -le dije a la Fina, mientras hacía gesto de desembarazarme de ella. Rodeé el coche aparcado frente a la entrada y, apartando un poco la hiedra, miré en el poste de la electricidad que se alzaba junto a la tapia. Atado a él volvía a haber un trapito rojo, pero éste estaba limpio, como nuevo.
No sé qué me dio en aquel momento: bromas de borracho: lo desaté del poste y se lo puse a la Fina colgando del escote mientras seguíamos caminando calle arriba.
– Peligro: carga delantera sobresaliente -dije, con voz de Magulla Gorila traducido al guanchindango.
La Fina se rió un montón, y yo también, pero no tanto, porque lo que uno puede considerar casual siempre tiene un límite. Claro que, ahora que lo pienso, creo que la verdadera paranoia no empezó a rondarme hasta el día siguiente.
PATÉ DE CIERVO
El despertador sonaba -seguro: no podía ser otra cosa ese pi-pip horrísono-, pero mi sistema operativo tenía instrucciones precisas para no despertarme así como así. Rodaba el programa de generación de eventos oníricos: en pantalla una inmensa llanura de color blanco, folio infinito; caen del cielo diminutos rayos que más bien parecen pequeños tornados, se desploman lentamente sobre el suelo de papel y lo perforan. Al principio son tenues y espaciados, una molestia que obliga a avanzar con tiento para no meter el pie en los agujeros; pero la lluvia arrecia, el suelo está cada vez más perforado, el avance se hace difícil.
Agobio total: zas: manotazo al despertador.
Estaba tendido en la cama, destapado, con la camisa puesta y los pantalones a medio bajar. Al menos había llegado a la cama, principio y fin de todos mis rumbos; incluso había alcanzado a conectar la alarma del despertador. Imagen desoladora del dormitorio. Resaca severa. Dolor de cabeza, ardor de estómago. Muchos agujeros: la Fina, agujero insondable; borzogs que perforaban el suelo con sus piernas convertibles; lluvia de torbellinos taladradores; y ahora otro agujero en el desagüe del fregadero, a cuyo grifo me amorré sediento. Las doce. Lo mejor que le puede pasar a una pieza de mantequilla es que la unten en un cruasán. Pero no había cruasanes. Siempre falta algo. Jueves 18 de junio, Día Internacional del No-Ser. Sólo me consoló el pensar que estaba a punto de cobrar el resto de mis cincuenta mil pelas. Me afeité, tomé café, fumé un porro, me vestí con la misma ropa de la noche anterior y salí a la calle tratando de ajustar mi vida a algo que pudiera parecer un guión cinematográfico: acción, diálogo y las mínimas comidas de coco posibles.