– ¿Dónde te has metido?, pensaba que habías ido al lavabo.
– Fina, joder, no me vuelvas a hacer eso, ¿vale?
– ¿El qué?
– Taparme las narices mientras duermo. No lo soporto
– Bueno, chico, no te enfades.
– Vale, pues no vuelvas a hacérmelo. Estaba durmiendo tan a gusto y vas y me cortas la respiración. ¿Sabes lo jode eso?
Le dio la vuelta al coche y se subió al asiento del acompañante con la cara ceñuda. Ahora se hacía la ofendida para enmendar la travesura:
– ¿Qué?, ¿nos vamos? -dijo.
– ¿Qué hora es?
– La una pasada.
– ¿La una? ¿Cuánto rato has estado cascando con aquéllos?
– Chico, no sé, pensaba que habías ido al lavabo y volvías.
– Te he dicho que te esperaba en el coche, lo que pasa que cuando no te conviene no te enteras.
No contestó. Seguía enfurruñada. Traté de hablar tono conciliador:
– Anda, pon el aire acondicionado.
– Ponlo tú, don Perfecto, yo no lo encuentro.
– Joder, Fina, si es un perro te muerde. ¿No ves el dibujito?: rojo calor, azul frío.
– Bueno, chico, pues lo pones tú. Me hubiera gustado verte buscándolo mientras íbamos como un cohete por la autopista.
– Tú sí que estás hecha un buen cohete. Venga, pon música. ¿Crees que encontrarás tú sola el botón, Flor de Lis o te lo busco yo?
Se volvió y me dio un manotazo en el hombro a modo de escarmiento. Buena señal. Arranqué y salimos de vuelta rodando lentamente la Nacional. La Fina repasó el contenedor de CD's y encontró un recopilatorio de grandes éxitos de la Dinah Washington. En cuanto el Mad about the boy rompió definitivamente el hielo, volvimos a hablar.
_¿Quiénes eran ésos?
_¿El Toni y la Gisela? Ella fue compañera mía en la facultad. No los conoces.
Seguimos sin pasar de ciento veinte hasta Barcelona, la Fina contándome los pormenores de su relación con la tal Gisela, yo escuchando sin mucho interés y la Dinah Washington haciendo lo posible por crear un clima chic. Una vez en el barrio di la vuelta por Nicaragua y paré un momento en doble fila frente a la oficina de La Caixa de Travesera. Era ya un día nuevo a efectos administrativos; no sabía qué límite tenía aquella tarjeta estupendísima, pero si unas horas antes me había dado cien papeles sin rechistar, nada impedía que en ese momento pudiera sacar cien más.
Todo fue bien. La Fina puso unos ojos como platos al ver los billetes:
– ¿Para qué sacas tanto dinero de golpe?
– ¿No has aprendido nada de la historia del ferretero de Omaha, Flor de Lis?
– Como me vuelvas a llamar Flor de Lis te arreo con el bolso.
Subimos de nuevo a la Bestia Negra y dimos el enorme rodeo que hay quedar en coche para desplazarse los quinientos metros que nos separaban de donde Luigi. Aparcamos en triple fila en un hueco que dejaban los tropocientos taxis y la furgoneta de la Guardia Urbana parados frente al bar (a veces Leoncio y Tristón se traen la furgoneta). El Roberto nos vio aparcar desde la barra y al reconocernos soltó un «¡la puta!» audible desde el exterior del bar. Inmediatamente salió a la calle con su mandil en dirección a la Bestia, mirándonos con los ojos desorbitados al cruzarse con nosotros a mitad de la calzada. La Fina y yo seguimos hacia el bar, pero la estampida del Roberto había llamado la atención de la clientela que ocupaba la barra. Cinco o seis taxistas, Leoncio y Tristón, los habituales borrachos y algún artista de medio pelo formaban una pantalla humana en el portal, mirando las vueltas que el Roberto le daba al coche. La Fina y yo logramos entrar superando la barrera de curiosos y el Luigi nos miró reojo -esta vez me miró más a mí que a la Fina-,pero pareció dejar para después los comentarios sobre mi aspecto para averiguar antes qué demonios era aquello que merecía tanta expectación. El Roberto no tardó en volver al bar con la mirada extraviada:
– ¡Virgencita: Lotus Esprit, el carro de James Bond!
Aquello acabó de hacer caer a todo el mundo en la importancia del artefacto y la peña se volvió hacia nosotros en busca de explicaciones. La primera vez que vi a Bagheera ya me pareció digna de alguien con licencia para matar pero no sabía que de verdad fuera uno de los coches James Bond.
Me sentí en la obligación de minimizar el acontecimiento:
– Pensé que James Bond llevaba un Aston Martin…
El Roberto estaba excitadísimo: -
– ¡Pero nooo, eso era cuando Sean Connery! Roger Moore manejaba un Lotus Esprit. ¿Que no viste La espia que me amó? ¿Te recuerdas cuando salta al mar en un deportivo blanco que se convierte en submarino?: pues ése. Pero éste es último modelo, V8 GT del 97. ¿Y viste Instinto básico?
– No. Pero he visto Los Albóndigas en remojo.
Todo el bar estaba pendiente de las atropelladas referencias que daba el Roberto, extrañados ante aquella erudición en temas automovilísticos, aunque no fuera más que erudición peliculera. Semejantes intereses no acababan de encajar en la personalidad de Roberto.
– Y sale también en Pretty woman… Un clásico, un supercarro, una joya… 550 caballos, motor biturbo de 32 válvulas, aseleración de 0 a 100 en 4,9 segundos, velocidad punta de 272 kilómetros por hora limitados por electrónica…
Los taxistas empezaron a mirarme con cara de resentidos poseedores de un Toledo diesel pintado como la abeja Maya y decidí taparle la boca al Roberto por la vía rápida. Saqué las llaves y se las planté delante de las narices:
– ¿Quieres darte una vuelta con él?
Se quedó mirando el llavero como un sonámbulo. Primero pensé que de pura sorpresa, pero poco a poco fue poniendo cara de cachorrito, levantó la parte central de las cejas y murmuró, con infinita tristeza de peladito:
– Es que… no tengo lisensia para manejar auto.
Durante dos segundos nadie reaccionó. Después, en cuanto el Luigi culminó su estertor de asmático en el primer «ja», la parroquia explotó en pleno. Uno de los taxistas, incapaz de contenerse, le tomó la cabeza al Roberto y le plantó un sonoro beso en mitad de la frente, lo que redobló el cachondeo general en torno al pobre bufón cabizbajo que se refrotaba las manos en el mandil de vuelta a la barra. Aprovechamos el choteo para escaquearnos hacia el fondo del local y ocupar una mesa. Antes de sentarme pregunté a la Fina qué quería, «Un whisky con hielo, hoy tengo ganas de emborracharme; pero que sea bueno que si no me da dolor de cabeza». Le pedí al Luigi un Vichoff para mí y un Cardhu para la Fina. No sé si Vázquez Montalbán se habrá dado cuenta, pero sospecho que por su culpa todos los pelagatos piden güisqui de malta hacerse los exquisitos. En fin… Llegó el Luigi con el Vichoff, su propio cubata y el néctar olímpico para Fina, y se sentó con nosotros dispuesto a someterme al, segundo interrogatorio de la noche.
– Bueno, y ahora vas a hacer el favor de explicarme que coño significa ese coche y esa pinta de macarra posmoderno que me traes.
Le di un golpecito a la Fina por debajo de la mesa para que me dejara hacer. Me miró con severa cara de «a ver por dónde sales ahora» pero se quedó calladita.
– Estamos celebrando nuestro aniversario -dije.
– ¿Aniversario?…, aniversario de qué.
– Hoy hace veinte años que nos conocemos -esto casi verdad: la Fina y yo nos conocimos una noche de San Juan, hacía, si no veinte, diecimuchos años-. Y hemos decidido celebrarlo aprovechando un programa de radio que te paga los gastos de una noche especial a cambio de que al día siguiente salgas en antena y expliques lo que has hecho. Nos han alquilado el coche que hemos pedido, pagan la cena y las copas donde queramos y tenemos suite reservada en el Juan Carlos I.
– No me jodas…
– Así que si mañana por la noche pones la Radio Amor nos oirás hablando de tu bar. El programa empieza a las doce, se llama Qué noche la de aquel día. Creo que explicaré la movida que se ha montao con el Lotus: a la audiencia le gustará. ¿Quieres que diga algo concreto el bar, una mención a las excelencias de las tapas o algo'' Aprovecha: es publicidad gratis.