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– Vete a la mierda: no me creo nada.

– Ah, ¿no?, pues ahí fuera tienes una prueba capaz de poner a la Sharon Stone a cien en 4,9 segundos, ¿de dónde te crees que lo hemos sacado?, ¿sabes lo que vale alquilar un cacharro así durante una noche?

– Me da igual. No me lo creo.

– Podríamos haber ido al Oliver Hardy a bebernos una botella de Dom Perignon; en lugar de eso hemos venido aquí a compartir la fiesta contigo y ahora me tratas de embustero.

– Ya te veo venir. Ahora me pedirás un ticket de caja y me dirás que las copas las pagarás mañana, cuando los del programa de radio te abonen el gasto.

Busqué en el bolsillo parsimoniosamente, saqué el fajo apretujado de billetes, los reordené ante sus narices y dejé sobre la mesa un par de los azules:

– Quédese con el cambio, mozo.

– Ni hablar. Vete a saber de dónde habrás sacado eso. A ver, Fina: si me cuentas tú lo del programa de radio me lo creeré.

La Fina me miró, se le escapó una sonrisita, se volvió hacia Luigi y afirmó con la cabeza en un gesto incapaz de convencer a nadie. Él se levantó triunfante de la mesa, bajándose el párpado inferior con un tirón del índice. Yo me encogí de hombros mirando a la Fina, que me dedicaba un gesto de italiano de comedia musical:

– A ver: ¿cómo quieres que me crea tus historias de buscadores de oro si vas contando películas de indios por todas partes?

– Qué manía tenéis todos con distinguir entre verdad y mentira; no lo entenderé nunca.

Aquí empezó una sesión filosófica de media hora que no vale la pena transcribir. Bastará decir que nos dio tiempo a pedir otra ronda de güisqui y Vichoff y que la Fina, entre el vino de la cena el chupito de marc de champán y los dos pelotazos de Cardhu, empezaba a estar achispada. En un momento se hicieron las dos en el reloj de la barra y pensé que había llegado el momento de ponerse a trabajar antes de que el pozo se helara.

– Oye, Fina, tengo que marcharme. Ya sabes lo que hay.

– ¿Ya-aaaa? Nooo-o, va-aaa, ahora no tengo ganas irme a casa… Te acompaño; todos los detectives tiene ayudante, ¿no?

– Si va a ser muy aburrido… Probablemente me pase la noche sentado en el coche.

– Bueno, así no te dormirás. Nos llevamos algo de beber, ponemos la radio y nos montamos un guateque en el Lotus, ¿vale?

Lo pensé brevemente. Era completamente descabellado, pero conociendo a la Fina era probable que me 11evara un par de horas dejarla en casa. Cuando quiere es la reina del sabotaje, hubiera encontrado mil maneras de entretener la despedida. Además, qué demonios, tampoco yo tenía ganas de encerrarme a solas en un coche, por mucho que fuera el de James Bond, así que puse cara de transigir a regañadientes y me fui para la barra en busca de Luigi.

– Oye: necesito que me vendas la botella de Cardhu y de vodka que me guardaste en el congelador y una bolsa hielo. Pago al contado.

– ¿Queeé, estás loco?: ¿y qué quieres que te cobre?

– No sé: lo que cobrarías si me vendieras las botellas de copa en copa.

– Ya: treinta mil pelas…

– Bueno. Las tengo. Aprovecha.

Se volvió y salió de la barra hacia la trastienda, renegando entre dientes. Al poco volvía con la botella de Vodka. Tomó también de la estantería la de güisqui y me las planto, en la barra reprimiendo un resoplido que acabó saliéndole por la nariz.

– Mañana tráeme dos iguales, al menos tan llenas como están éstas.

– Vale. Necesito también una bolsa de hielo y dos vasos.

_¿Y de dónde quieres que saque una bolsa con hielo?, ¿te has creído que esto es una gasolinera?

– Joder, tío, pues mete un buen puñao de cubitos en una bolsa cualquiera, que se te ha de explicar todo. Y cóbrate las diez mil pelas de anoche y lo que te debo de ahora.

– De ahora y de ayer por la mañana, ¿te acuerdas?, me dejaste a deber un cortao y un Ducados.

La memoria del Luigi es prodigiosa.

Salimos de allí con una bolsa con las bebidas y nos encaminamos hacia la Bestia. A la Fina se le despertó otra vez la vena tierna y se empeñó en abrazarme. Peligro. Pensé que convenía actuar con cierta rudeza. «Joder, Fina, qué enganchosa estás hoy.» Volvió a darme un manotazo y se separó de mí en un ampuloso simulacro de enfado. Subimos al coche y rodamos en silencio por Jaume Guillamet hasta superar la casa del 15. Giré Travesera a la izquierda y paré en doble fila a unos metros de la esquina.

– Espera aquí un momento, vuelvo en dos minutos.

– ¿Adónde vas?

– A mear.

Salí del coche y me dirigí a la bocacalle; volví la esquina y caminé hacia la casa con las manos en los bolsillos, como el que ha quedado con alguien y se mueve sin rumbo tratando de acortar la espera. No había luces en la casa, o en cualquier caso las ventanas selladas impedían que se vieran desde la calle. Me detuve un momento cerca de la puerta del jardín repitiendo el número del zapato desatado y miré hacia el poste donde, como siempre, colgaba el trapito rojo. Después sencillamente me levanté, desaté el trapito sin apresurarme en exceso, me lo metí en el bolsillo, me di media vuelta de regreso al coche.

En cuanto superé la esquina y quedó a mi vista la estampa trasera de la Bestia con los intermitentes encendidos, me llegó también el sonido amortiguado del Do-do Da-da-da de Police, que debía de estar sonando a pastilla en el interior. La silueta de algo que se movía como un teleñeco de lado a lado del asiento me confirmo que la Fina debía de estar ya disfrutando de los efectos último güisqui.

– ¿Estás loca?, ¿sabes qué hora es?

– De du-du-du, de da-da-da, tiro riro riro raaa: chán l, de du-du-du…

– ¡Fina, por Dios, que están las ventanillas abiertas!

Bajé el volumen en cuanto estuve adentro. A la Fina le dio por ponerse graciosa, falseando una voz de pija redomada.

– Huy, chico, desde que tienes dinero te has vuelto considerado… De du-du-du, de da-da-da…

Ahora cantaba en un susurro paródico, sin parar de moverse como el monstruo de las galletas. Arranque el motor con intención de bajar por la siguiente travesía.

– Fina, si no te comportas me vas a estropear el plan, son cincuenta mil pelas.

– Usted perdone, caballero: no se volverá a repetir…,

Cambió bruscamente de actitud, se puso muy seria, manipuló la radio hasta dar con una emisora de música clásica. Sonaba una pieza barroca, solemne hasta basta, y se puso a dirigir el cuarteto con una batuta imaginaria y cara de éxtasis religioso. A mí me dio la risa y debía de ser lo que andaba buscando, porque dejó de fingir que comandaba la murga y me pellizcó un moflete «.lJuuuuuy, mi niño grandote!». «Fina, por favor, compórtate.» No hubo manera, le basta descubrir que una cosa me molesta para repetirla hasta la exasperación. Decidí concentrarme en lo mío esperando que se aburriese de darme pellizcos. Subiendo por Jaume Guillamet no vi huecos para aparcar, pero a unos cincuenta metros de la casa, en la acera de enfrente, un par de vados permanentes marcaban la entrada a un taller de reparación de automóviles; chapa y pintura, decía el cartel. Acomodé la Bestia allí; era poco probable que nadie quisiera pintar su coche a las dos de la mañana. Desde ese punto se controlaba la entrada a la casa, y la distancia y la penumbra entre farolas garantizaba la discreción de nuestra presencia aunque a la Fina le diera por cantar, cosa que suele hacer al llegar a la fase C de las borracheras. De momento había vuelto a una emisora pop que proponía una especie de rigui moderno.

– ¿Ya hemos llegado? Pensaba que haríamos unas cuantas carreras con la Bestia Negra a toda leche fiuuuuung… a ver: ¿dónde está lo que tenemos que vigilar?

Señalé.

– ¿La casa del jardincillo? ¡Si está hecha una ruina!

– Precisamente. ¿Sabes lo que se podría sacar construyendo un edificio de viviendas en ese solar? Calcula: seis plantas a dos pisos por rellano, por cuarenta millones cada piso. ¿Doce por cuarenta?…: cuatrocientos ochenta kilos.

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