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Joder.

Estuve a punto de atravesar la barrera del corro y saludarlo: «Hombre, Berri, cuánto tiempo, ¿te pido una ambulancia?…». Me contuve, pero desde luego la coincidencia cambiaba radicalmente mi posición ante el suceso. Alguien llamaba ya a la ambulancia desde el teléfono móvil y decidí quedarme allí hasta que llegara, aunque antes lo hicieron Leoncio León y Tristón, mal nombre por el que se conoce a la pareja de la Guardia Urbana que para a repostar en el bar de Luigi. La ambulancia apareció pocos minutos después; salieron dos tíos de blanco, abrieron la puerta de atrás, se acercaron a ver cómo estaba el Berri y, enseguida, tuvieron una camilla dispuesta junto a él, aunque antes de moverlo le pusieron un collarín rígido por si tenía algo chungo en el cuello. Cuando cerraban el portón de la ambulancia levanté sin querer el pulgar y se me escapó un «ánimo, Berri» que por suerte sólo oí yo.

Retomé el camino hacia el bar de Luigi francamente abatido.

– Roberto, tráete la botella de vodka del congelador. El Roberto sopló:

– Empiezas fuerte, compadre…

– Acabo de ver cómo un compañero de colegio se estampaba contra un camión de basuras.

– ¿El accidente? Vinieron a buscar a Leoncio y Tristón. ¿Es grave?

– No creo… Pero tengo el día un poco cruzao y esto ha sido el colmo. Tráete la botella, anda.

Se fue a por ella a la cocina interior, pero a medio camino le sonó el móvil y se paró en el fondo del local para atender la llamada. El bar estaba todavía concurrido, habían retirado ya la terraza de la calle pero dentro quedaba gente: una pareja, dos taxistas ante la tragaperras… En el reloj de pared las dos y media. Esperé mirándolo a que el Roberto terminara la discusión telefónica y llegara con el moscoscaya.

– Chupito de aguardiente para el señor-dijo, sirviéndome en un vasito helado.

Lo tomé de un trago.

– Otro.

Adentro.

– Otro más.

Aún tomé el cuarto y pedí una cerveza para diluir, El Periódico para disimular, y me fui a una mesa. La MTV emitía ese vídeo del Jamiroquai que ponen siempre y pasé a la portada del periódico: el Ministro de Nosequé advertía de Algo relacionado con Nosecuántos. En las páginas de opinión, hermosas odas a la Verdad Verdadera y críticas feroces a la Mentira Mendaz. Hice bien en retirarme del mundo. Pero el mundo se le acaba echando encima a uno quiera o no quiera. Se termina la pasta en la cartera o aparece un camión de basuras atravesado en mitad de la calle; mi Estupendo Hermano desaparece misteriosamente y a SP le machacan la pierna. No et fiis mai de la calma. Ni de la calma ni de nada. Sobre todo no te fíes de Lady First, no te fíes porque te ha caído bien y si alguien te cae bien estás perdido. Puedes proyectar tus buenos sentimientos sobre quien apenas interviene en tu vida, el parroquiano de un bar o una puta del Chino, pero nunca, repito, nunca, dejes que te caiga bien tu cuñada Gloria; ni siquiera debes llamarla «Gloria», es Lady First, un enemigo potencial.

– Roberto, ponme otra birra.

– Va.

– Oye, Roberto: ¿yo te caigo bien?

– Pues eso depende…

– Ah, ¿sí?: ¿y de qué depende?

– De lo que convenga responder en este momento.

Más cerveza. Las dos y media. Estaba ya borracho otra vez. Borracho y meditabundo, pero no resulta nada cinematográfico ponerse a pensar durante mucho rato. Hay que recurrir a la elipsis: mostrar el reloj del bar, al prota con su cerveza y su periódico, fundir a negro, volver al reloj, al cenicero, a la colección de cervezas vacías. Lamentablemente hay que machacarse la vida en tiempo real, pero precisamente por eso cunde más que las películas, y para cuando en el reloj eran las tres y media yo y había pergeñado un primer plan de acción respecto al asunto The First, así que, terminados ya los deberes, pensé en cómo demonios podía pasar el resto de la noche. De esta vida sacarás / lo que metas nada más: fue lo primero que me vino a la cabeza. Pero estaba sin blanca, y el Luigi, único prestamista posible a aquellas horas, no había aparecido por la barra. A veces se marcha a casa y cierra el Roberto. Otras anda por la vivienda interior del bar, cazando gatos en el patio o metiéndose algo por la nariz con algún cliente de confianza. Pregunté al Roberto.

– Está adentro, pasando cuentas.

Me levanté y atravesé la puerta de la trastienda golpeando antes con los nudillos. Encontré a Luigi en la habitación del fondo, sentado ante la mesa camilla en plena caos contable: una libreta, montones de facturas y una pe queña caja fuerte metalizada que rebosaba billetes y notas manuscritas.

– Oye, Luigi: te tengo que pedir un favor.

– Mientras no sea pasta…

– Siempre te la devuelvo, ¿no?

– Sí, pero dejo de verte el pelo hasta que puedes hacerlo, y mientras no te veo no haces gasto. Mal negocio.

– Te lo devuelvo mañana, en serio, por la mañana tengo que cobrar un pastón.

– ¿Son imaginaciones mías o eso ya te lo he oído antes?

– Oye, Luigi, a ver: ¿cuándo te he mentido yo?

– Cada vez que te ha salido del nabo.

– Pero nunca en asunto de dinero. Necesito diez billetes: sólo diez billetes.

Estaba empezando a ablandarse. Lo indicaba su concentración cabizbaja en unos tickets del Caprabo.

– Y supongo que también querrás dejarme a deber lo de hoy, ¿no?

– Bueno, mañana te doy quince talegos, para compensar…

– Oye, que yo no soy La Caixa: mañana me das lo que me debas, ni más ni menos… Pero lo quiero mañana, ¿entendido?

Salí de allí lo más rápido que pude y tomé Jaume Guillamet arriba. No quedaban rastros demasiado evidentes del accidente del Berri, sólo minúsculos cristalitos que hacían brillar el asfalto a las luces de la calle y una plasta de serrín que había empapado el charquito de sangre. Seguí subiendo calle arriba hasta la altura del 15. Entonces me agaché un momento frente a la entrada del jardín, como el que se abrocha un zapato. Observé el poste de la luz y no me sorprendió en absoluto volver a encontrar un trapito rojo atado a él, más bien me alegró comprobar que mis expectativas se cumplían. Me sentí astuto, perspicaz, esa autocomplacencia que da a veces el alcohol: el mundo volvía a ser un sistema ordenado. Una vez comprobado el detalle seguí por Travesera hasta Numancia y empecé a bajar hacia la plaza España. Llegué al bar del Paralelo media hora hambriento. Llamé a la persiana cerrada. Luz en la mirilla. Enseñé la patita y me dejaron entrar por la puerta falsa. Esqueixada, tapa de pulpitos, albóndigas y una bomba picante. Comí despacio, degustando cada bocado, y empecé a sentirme mejor. Sólo me faltaba una buena giñada para quedar a gusto del todo.

El váter estaba todo lo sucio que uno espera en un bar de Paralelo abierto de estrangis durante toda la noche, pero improvisé una funda higiénica con trocitos de papel y me, acomodé sobre el agujero cuidando que la punta del pijo no me tocara en la loza. Al terminar, me hice una paja rápida sobre el lavabo pensando en una presentadora de te levisión que tiene unas tetas meritorias; no es que tuviera muchas ganas pero convenía descargar un poco para no correrme luego enseguida. Después me lavé escrupulosamente y me olí los sobacos: no problemo. Al salir a la calle no estaba ya borracho, y el llenar el buche me había hecho olvidar el sabor acre de la cerveza y el vodka.

La luz del día era todavía débil, el tráfico tranquilo. Me gustan estas horas, las cinco y media, las seis de la mañana. Hacia las siete la cosa empieza ya a ponerse fea y lo mejor es dejar que el relevo diurno haga rodar el mundo mientras uno duerme. Caminé un rato fumando un cigarro antes de parar un taxi. El que me tocó en suerte olía a jabó de afeitar de La Toja. Primeras noticias en la radio. Viernes veinte de junio, partido del mundial de Francia, la selec ción española concentrada no sé dónde; bla, bla, bla, u sonsonete agradable, combinado con la brisa de la ventanilla bajada y el ruido del motor diesel. Me apeé ante 1a Boquería y atravesé el mercado para permitirme el pase entre las paradas y admirar a alguna pescadera bien petrechada, expuesta en su trono de hielo como una reina de los mares, entre ofrendas de limón y clavo y fragancia de marisco semoviente. Recorrí después vericuetos y callejas, más pendiente de la ligera alegría que me despereza la bragueta que de seguir un camino preciso, pero llegue indefectiblemente a la placeta del hotel; siempre llego sin darme mucha cuenta. Lo que vi rondando no era muy estimulante y me metí en uno de los bares en espera de que se me ofreciera algo mejor. El dueño trasteaba en las neveras detrás de la barra: un tipo calvorota, con la piel de la frente comida de soriasis. La cafetera estaba enchufada y parecía dispuesta a cumplir con sus deberes electrodomésticos. Pedí un cortado. Si alguien no conoce el puterío en esta zona, sepa que el asunto funciona justo al revés que en Amsterdam; o sea: el cliente espera tras la cristalera de algún bar, dejándose ver, y las putas van haciendo un carrusel por la plaza; cuando una te gusta, le haces una señal y entra a detallar el negocio. A estas horas se retiran las del turno de noche y llegan las encargadas de atender al personal que ha terminado de abastecer de viandas al mercado. Siempre se encuentra algo mejor que en las saunas del Ensanche, territorio de carísimas filólogas que toman leche descremada y dicen fellatio, pero el asunto aquella mañana estaba un poco mustio, sólo había tres trotonas a la vista y ninguna de ellas de mi gusto. La más vieja de las tres debía de haber superado con creces los sesenta. Insistía frente al bar haciéndome gestos. Negué repetidamente con la cabeza sin perder la expresión amable, pero no fui lo suficientemente rotundo y acabó entrando a por mí.

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