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Nada de ancianas sentadas ante su chimenea: tras un recodo llegué enseguida a un gran salón con aspecto de ser el bar principal, más grande incluso que el zaguán de entrada. Aquí es cuando me acordé de aquel viejo anuncio de cerveza en el que un joven diplomático es destinado a un país remoto y, una vez allí, se encuentra con un decorado exótico que promete aventuras la mar de glamurosas. «Bienvenido, señor cónsul.» Lo de glamuroso ya me lo esperaba, pero el exotismo era de una especie extraña: quizá el que tendría Barcelona desde el punto de vista de un extranjero, no sé: aquello era un club típicamente británico que sin embargo no estaba en Londres, estaba en lo más alto del barrio de Sarriá, y ese desplazamiento se expresaba en cada detalle, en la propia arquitectura del edificio, en las tintas chinas que mostraban un Paseo de Gracia de principios de siglo, en las sillas modernistas, en los grandes ventiladores del techo, en el azul luminoso del tapizado de las paredes y las enormes y poco mediterráneas kentias que acababan de redondear el toque colonial.,

Me gustó, la verdad. Y de hecho ya volvía a tener ganas de emborracharme, o, caso de encontrar una partener adecuada, quién sabe si de echar el segundo polvo loco del día, qué demonios. Sonaba música de yas, no muy alta. No sé por qué en todos los sitios elegantes ponen yas a bajo volumen, me gustaría saber qué pensaría Charlie Parker al respecto. El caso es que allí, ante un grandísimo ventanal de cristales ahumados que daba al jardín y a la ciudad, vi una barra de bar y en primera instancia no necesitaba otra cosa para ser feliz.

Como no me quería complicar mucho la vida pedí al camarero un simple Havana con un toque corto de limón -era un tipo de mediana edad, con chaleco negro y la inevitable pajarita; éste no tenía acento inglés-. Dejé a su alcance la tarjeta y me quedé observando, una vez me hubo ya servido, cómo la pasaba por la ranura de un raro teclado, visible desde donde yo estaba. Después di media vuelta en el taburete para inspeccionar el cotarro.

Unas quince o veinte personas perdidas en la inmensidad de la sala: un par de tíos negociando algo en una mesa apartada, una pareja sin ningún aspecto de formar precisamente pareja, un grupito de cuatro en unos sofás del centro del salón… Me pareció un lugar agradable y tranquilo en el que tomarse un pelotazo, aunque se respiraba, además del glamur y el exotismo barcelonés a la británica, un nosequé enigmático. Debía de contribuir a ello el flujo de personal que, en solitario o formando parejas, incluso pequeños grupos, entraba y salía del salón por alguno de sus innumerables accesos, siempre a través de pasos quebrados en recodo que mantenían oculto lo que hubiera más allá. Pensé que la trastienda debía de ser potente. Es más: aposté a que no tardaría mucho en tener compañía. Y en efecto: aún no había terminado el Havana cuando se acercó a la barra una de las señoritas que había aparecido procedente del misterioso interior. Porte elegante, vestido negro de aire desabillé, treinta y tantos, media cabellera rojiza, perfecta para un anuncio de Raíces y Puntas. Cuando se volvió a saludar vi que era inusualmente guapa, de bello rostro, quiero decir, con unos ojos verdes como dragones apostados. No es que fuera exactamente mi tipo pero me dieron ganas de hacerle un cásting, aunque sólo fuera para variar de ganado. Apoyó el bolsito de mano sobre la barra a un par de metros de donde yo estaba y saludó muy cortésmente. Devolví el saludo con mi mejor dicción para darle a entender que lo de la camisa jaguayana era una simple excentricidad, y seguí repostando ron a sorbitos cortos. Enseguida aproveché que pidió al camarero un Campari con naranja (curiosa coincidencia) para encargar otro Havana con limón y empezar el cásting cuanto antes:

– ¿Me permite que la invite? -dije.

Mirada, sonrisa, buen rollo.

– Encantada. Muy amable.

Breve pausa para no parecer impaciente. Vuelta a la carga:

– Bonita noche.

– Estupenda, sí.

– Solsticio de verano: un momento propicio para salir a tomar una copa. En cambio dormir empieza a ser difícil.

– Sí, a veces pienso que deberíamos dormir sólo en invierno.

– Bueno, el secreto está en desplazar el sueño hacia las horas diurnas.

Me levanté del taburete y dispuse otro para ella, a la distancia precisa de mí y de la barra:

– Perdone, ¿no quiere sentarse?

Algo tenía aquella tipa, aunque no podía ser más que unos pocos años mayor que yo, que le hacía a uno sentirse cómodo tratándola de usted. Daba hasta morbo, no sé.

– No recuerdo haberle visto antes por aquí -dijo.

– Es mi primera vez. Conozco el local por un amigo que viene a menudo.

– Entonces es posible que conozca a su amigo.

– Se llama Eusebio. Yo soy Pablo. Pablo Cabanillas. Encantado de conocerla.

Le tendí la mano y me la tomó como hacen a menudo las mujeres, entregando sólo los dedos doblados por los nudillos.

– Beatriz.

– Bonito nombre. ¿Crees que podemos tutearnos, Beatriz?

– Yo creo que sí.

– ¿Y tú: vienes a menudo?

– Dos o tres veces por semana, siempre el sábado. ¿Cómo se apellida tu amigo?

– Lozano, Eusebio Lozano.

– No me suena. Claro que hay a quien no le gusta usar su nombre auténtico. A la gente le encantan las fantasías.

– Ah, ¿sí? ¿Por ejemplo?

– No sé: llamarse de otra manera, fingir que se es otro…

– Un entretenimiento inocente.

– Depende de quién se sea y de quién se finja ser. De todas formas también puede ser que no conozca a tu amigo.

Por aquí pasa mucha gente.

– Pensé que éste era un club selecto.

– Y lo es. Probablemente sólo una de cada diez mil personas puede permitirse frecuentarlo. Pero eso da más de trescientos mil candidatos, si no calculo mal.

– ¿Incluyes a los chinos?

– He conocido aquí a más de uno.

Mi Havana se había terminado en unos pocos tragos largos. Pedí otro y también un Campar, con naranja para mi acompañante. Ella lo rechazó alegando que apenas había probado el que tenía. Estaba visto que en Jenny G. las putas no tenían comisión en barra.

– Oye, ¿sabes qué me gustaría?

– Qué.

– Que me enseñaras el lugar. Mi amigo me ha contado maravillas, pero estoy seguro de que me las perderé casi todas si nos quedamos aquí.

– ¿Quieres un cicerone? Muy bien, tráete el vaso. -Se dirigió al camarero-: Gerardo, nos llevamos las copas. Parecía hacerle gracia la idea de enseñarme el garito.

Incluso me tomó la mano y tiró de mí.

– A ver, ¿qué te apetece primero, el cielo o el infierno?

– ¿Se puede elegir?

– Claro. ¿No estudiaste el catecismo?

– Debía de tener la cabeza en otra parte… Vamos primero al infierno, prefiero dejar lo mejor para lo último.

– ¿Qué te hace pensar que el cielo sea mejor que el infierno?

– Bueno, se supone que las palabras cargan con marcas connotativas que las dotan de un sentido complejo.

– Ese Chomsky es un cretino.

– Lo sabía.

– ¿Lo de Chomsky?

– No, que eras filóloga.

– Pues te equivocas: me licencié en Historia.

Andábamos, ya fuera del salón, por un corredor amplio y bien iluminado -quiero decir, iluminado con talento-, muy parecido a los que suelen rodear la zona de palcos en los teatros: allí desembocaban todas las salidas desde el salón-bar. Taquillones, tapices, cuadros, alfombras, puertas, pasillos, escaleras y escalinatas; incluso varios ascensores. También había gente que se cruzaba aquí y allá: un par de chicas monas impecablemente vestidas, una pareja diciéndose cosas al oído, un señor gordo en mangas de camisa. El edificio entero debía de ser un descomunal burdel, pero estábamos en la zona en la que nadie perdía del todo la compostura.

– ¿Quieres que antes de bajar tomemos algo?

Pensé que se refería a algo de beber y levanté un poco mi copa casi llena. Ella señaló su bolsito de mano. Bué: un poco de lo que fuera no me vendría nada mal. Cambiamos de dirección por el pasillo y nos metimos por una puerta sin distintivos tras la que aparecieron unos lavabos corridos con grandes espejos rodeados de bombillas, tipo camerino.

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