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– Espera, tengo que cambiarme de ropa. He dejado mi camisa en tu vestidor.

– No te olvides de llevarte también esa chaqueta.

– Lo siento, si quieres librarte de ella tendrás que incluirla en el testamento, con los veinticinco mil millones que me tocan.

El pobre viejo no recordaba qué había hecho mal y no entendió a qué venía mi displicencia, pero hizo una mueca que contenía algún trazo de sonrisa, como celebrando por cortesía una broma que en realidad se le escapaba. He llegado a pensar que algunas veces soy demasiado duro con él, seguramente porque soy un sentimental y un blando: eso es lo que soy. Entré en la cocina a despedirme de la Beba y al volver al corredor casi me dio pena verlo allí esperándome, patéticamente aferrado a sus muletas. Hasta le di un palmetón reconciliatorio en el hombro, no muy fuerte, para no desequilibrarlo:

– Cuídate -le dije.

– Cuídate tú. Ya no te pido que pases por aquí, pero llama al menos por teléfono. Y no se te ocurra decirle una palabra de este asunto a tu madre.

Me metí en el ascensor sintiéndome absurdamente culpable de algo y pensé en qué podía hacer para sacudirme el mal rollo. No me apetecía emborracharme -sólo me emborracho a gusto cuando soy completamente feliz-, pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con mi cuerpo mortal. Sólo al encontrarme al volante de la Bestia entendí que iba a dedicar las próximas dos horas a batir récords de velocidad. Enfilé la Diagonal camino de la A7 sin perder de vista el retrovisor. Paré en la gasolinera de Molins de Rei para que Bagheera abrevara a sus anchas antes de emprender el desmarque. Salió también de la vía tras de mí un Opel Kadett blanco, un modelo GSI anticuado. Pedí que me llenaran el depósito y entré en la tienda a por tabaco. Uno de los dos tipos que iban en el Opel entró también y compró una botella de agua. Unos treinta años, aspecto algo rudo pero nada facineroso; evitó cuidadosamente mirarme a la cara. Me pasé por el lavabo y al salir estaba aún el Opel, con el tipo rudo fingiendo que comprobaba la presión de las ruedas. Se incorporaron de nuevo al tráfico poco después de hacerlo yo, los vi por el retrovisor, y rodé un buen rato a menos de cien sin que me adelantaran. Ya no había duda de que eran los tipos contratados por SP para que me siguieran, pero lo iban a tener peor que crudo.

Una hora y media después, absorto en la delicia de redibujar la autopista, me encontré de pronto con las cúpulas del Pilar y tuve que hacer un cambio de dirección de regreso a Barcelona.

Me preocupaba hasta qué punto el seguimiento al que me había sometido SP era detallado. Aparte de las simples cuestiones de pudor, ¿me habrían visto haciendo guardia nocturna en la calle Guillamet, metido en la Bestia con la Fina?; y si era así, ¿cómo lo habrían interpretado?: ¿habrían adivinado mi interés en el número 15? Había miles de circunstancias que ignoraba.

Ahora sé que hacía bien en seguir dándole vueltas al asunto, pero en aquel momento me sentí ridículo: evidentemente a The First lo habían secuestrado para pedir un rescate: era sólo cuestión de horas que alguien se pusiera en contacto con SP. Pero aun así, me acercaba ya de regreso a Barcelona dando un rodeo para entrar por la Meridiana, cuando decidí pasarme por Jenny G. Estaba claro que la idea tenía que ver con mi reticencia a dar la aventura por terminada, pero me engañé a mí mismo aceptando que sólo pretendía celebrar la resolución del misterio y despedirme a lo grande de Bagheera y la tarjeta de crédito. Pronto sería de nuevo Pablo Baloo Miralles, peatón sin blanca. Y entonces caí en la dolorosa constatación de que entre vivir para siempre en Internet y el efímero placer de conducir en vida un Lotus Esprit, prefería sin duda el Lotus. Pero era ya demasiado tarde para cambiar de vida.

Bajé por Villarroel y encontré un parquin que prometía por medio de un cartelón amarillo estar abierto toda la noche. Me metí en él y desde allí mismo tecleé en el teléfono móvil de The First el número conveniente. El reloj de la pantalla digital daba las tres y cuatro minutos de la madrugada.

– Jenny G.: buenas noches.

Marcado acento inglés, igual que la primera vez.

– Hola. Mira, soy un amigo de la casa y había pensado en ir a tomar una copa, pero no sé si es demasiado tarde.

– En absoluto.

– Estupendo. Oye, no recuerdo la dirección exacta…

Cierto número de cierta calle de la zona más alta del barrio de Sarriá, donde la ciudad se difumina montaña arriba. Paré un taxi nada más salir del parquin: balada de los Crowded House en la radio, restos de perfume de mujer en la tapicería, taxista modosito. Durante el trayecto me revisé los bolsillos y conseguí reunir ochenta y dos mil pelas arrugadas entre las llaves y los aparejos de liar. Un poco justo, quizá, conque le pedí al taxista que parara en un cajero de la plaza de Sarriá y saqué cien papeles de refuerzo; después aún seguimos un trecho, y llegados al lugar de localización probable del número que tenía memorizado, me apeé.

Tuve que caminar un poco, pero di enseguida con el edificio. Era un enorme caserón neoclásico de cinco o seis pisos de altura, rodeado de jardines. A pesar de su imponente mole, el volumen resultante era armonioso, compuesto y acabado con gracia. La fachada, amarilla y blanca, se veía favorecida por el verde de la hiedra y el lila de unas buganvilias rampantes. Aquello tanto podía albergar una residencia geriátrica como una de esas universidades privadas donde enseñan a ganar dinero en grandes cantidades, y por segunda vez en lo que iba de noche me arrepentí de haber elegido la camisa jaguayana al salir de casa. Pasé ante una garita con dos vigilantes que limitaban el paso de vehículos, «Buenaaas», atravesé parte del jardín y subí la breve escalinata de mármol sintiendo de nuevo la protesta de mis muslos, hartos de tanto trabajo extra. Arriba me encontré con una cancela acristalada que dejaba ver el zaguán, un espacio al que en su día debían haber tenido acceso las caballerías y del que partían dos escalinatas, ascendente y descendente, profusamente decoradas. Pulsé un timbre que vi embutido en una placa dorada. Se leía «Jenny G.» bajo un adorno grabado que me pareció una vara de nardos (pero igual eran magnolias, porque entiendo más bien poco de flores). Estuve tentado de buscar un trapito rojo en los alrededores del quicio, pero me contuve al ver a través del cristal que se acercaba a abrir la cancela una chica con traje de chaqueta y pinta de ejecutiva no demasiado agresiva. No me abandonó la sensación de déjá vu hasta bastante rato después; pero era un falso déjá vu, puesto que podía identificar perfectamente sus precedentes.

La chica gastaba el mismo acento que había oído por teléfono. Le dije que acababa de hablar con ella y se acordó de mí.

– ¿Es usted socio?

– No.

– ¿Su primera visita?

– Sí.

– Su carnet de identidad, por favor…

– ¿Tengo que darle el carnet de identidad?

– Una formalidad ineludible.

Bué, lo tengo caducado desde hace varios años, pero lo llevo siempre encima junto con el pasaporte también caducado: una costumbre de mis tiempos de viajero. La tipa no se fijó en fechas, se limitó a introducir el número en un teclado. Segundos después salía de la pequeña impresora una tarjeta ya plastificada.

– Permítame que le explique. Necesitará esto, es una tarjeta magnética -tarjeta magnética-. Los empleados irán grabando en ella los servicios que solicite durante su estancia. La entrada es de cincuenta mil pesetas. Si desea consultar los precios, dispone de varias listas distribuidas por todo el local.

Pensé que era mucho más sencillo el viejo sistema de chapas, pero de todas formas acepté aquella especie de carnet con el logo de los nardos, mi número de DNI y una banda magnética en el dorso. Algo me hizo pensar que acababa de entrar en un parque temático, pero la sensación se me pasó enseguida porque alcancé a ver a un joven gorila con cuello cisne negro y americana Gales. Se asomó a la puerta de una dependencia que se alojaba en parte bajo la escalinata de subida. Desde es mismo lugar me llegó también un discreto murmullo de conversación en inglés y pensé en algo así como el cuerpo de guardia de un cuartel. El asomado debía de pasar del metro noventa, todo hombros y pectorales; daban ganas de ponerle un yogur en la mano y hacerle fotos. Se mantuvo un momento atento a la actitud de la chica ante mi llegada y, visto que todo estaba en orden, volvió a su cubil con un movimiento que puso en evidencia un bulto oscuro bajo la americana, a la altura del sobaco, que no debía de ser precisamente un golondrino. No me gustó mucho el detalle, pero ya que estaba allí me decidí, siguiendo las indicaciones de la recepcionista, a subir la escalinata y meterme por un umbral del piso alto que parecía conducir a la entrada definitiva.

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