– ¿Tienes un billete?
Le di uno de diez mil y lo enrolló. Lo enrolló antes de sacar del bolso un espejo y un paquetito. Probablemente coca, pensé; preparó un par de rayas generosas y me ofreció el espejito listado. Me metí medio tiro por cada agujero de la nariz -coca, en efecto-; le pasé los bártulos, esnifó ella otro tanto y lo guardó todo de nuevo en el bolsito, incluido mi billete de diez mil.
– Cómo sabes que no soy policía -dije, por minarle un poco la moral. Ni caso:
– Oye, qué prefieres, que vayamos en ascensor o que bajemos por las escaleras de planta en planta.
– Mejor de planta en planta.
– Te advierto que hay un montón. ¿Te suena la Divina comedia?
– Mucho, pero desde donde vivo no se pilla Antena 3. Oye, espero que todo esto no sea un rollo alegórico, porque de lo que tengo ganas es de otra cosa.
– Todo en este mundo es alegórico, cariño, pero si lo prefieres podemos ir al grano. A ver: ¿te gusta comer, beber, mirar, ser visto, los chicos, las chicas, los grupos, sufrir, hacer sufrir, la ropa interior, algún fetiche, alguna filia pintoresca, copro, zoo, geronto, necro, o prefieres algo más normalito? El único límite es que no sea ilegal. Aquí todo el mundo es mayor de edad, está en sus cabales y ha venido por iniciativa propia.
– Lo dejo en tus manos, tú eres la experta.
– Muy bien: sótano tres: yo lo llamo el Escaparate. Ahí puedes ir ambientándote.
Más que el infierno de Dante aquello parecía El Corte Inglés: «Planta Semi-Sótano: lencería y ménage á trois, consulte nuestras ofertas en sodomía». De todas formas debo reconocer que estaba impresionado, no imaginaba algo así a cuatro pasos del viejo centro de Sarriá. Ahora, bajando un segundo tramo de escaleras que se adentraba bajo el nivel del suelo, las ventanas desaparecieron y con ellas la referencia primero de la ciudad -algo distante, pero tranquilizadora-, después de la garita con los vigilantes que separaban los dominios del caserón, y, por último, las copas de los árboles más cercanos del jardín. No puedo decir que tuviera miedo: iba acompañado de una chica simpatiquísima que se movía con toda confianza por aquellos vericuetos, la seguridad de los clientes estaba ostensiblemente garantizada por elegantes gorilas que uno se iba encontrando aquí y allá por las zonas de paso, y además estaba acostumbrado a lugares de apariencia infinitamente más jevi, en particular recuerdo una especie de arrabal flotante en los alrededores de Saigón que me curó de espantos de por vida. No, no tenía exactamente miedo, pero sí sentía una presencia en la boca del estómago que dificultaba la normal deglución de mi Havana con limón.
Es curioso que tanto el miedo como la sobredosis de excitación sexual produzcan ese mismo efecto. Además, la coca tiene siempre cierta acción estimulante y esta en concreto era lo suficientemente buena como para dejarse notar.
Llegamos al poco a la planta en cuestión, el Escaparate, tres pisos por debajo del bar de partida. En la sala de acceso, uno de los gorilas pasó mi tarjetita por otro de aquellos teclados con ranura y nos metimos en un complicado dédalo. Al principio, mientras nos íbamos adentrando pasando de un salón a otro -supe que nos adentrábamos a pesar de que mi sentido de la orientación había sido anulado por las complicaciones del recorrido-, no se veía nada que llamara la atención, sólo la decoración procuraba algún entretenimiento. La moqueta anaranjada, los dibujos con motivos eróticos colgados en las paredes, los divanes y las sillas tapizadas, habían ido ganándole terreno a kentias y ventiladores. Y de repente, cuando parecíamos acercarnos a una especie de galería interior, apareció caminando en nuestra dirección un viejo blanquísimo, calvo, extremadamente delgado, vestido únicamente con una camisa blanca que le caía hasta medio muslo como un blusón. Se detuvo al vernos aparecer al otro extremo del pasillo y atento a nuestros ojos se levantó los faldones de la camisa para mostrarnos el sexo, un pene delgado y larguísimo que colgaba lacio de un pubis de vello inesperadamente oscuro. Primero insistió, con ojos casi suplicantes, en que lo mirara Beatriz, quizá porque caminaba en primer lugar, delante de mí. Ella lo complació, pude darme cuenta de que bajaba la mirada hacia sus genitales y pude ver el brillo de agradecimiento en los ojos del viejo. Después, cuando ella hubo superado su altura, me tocó a mí encontrarme con su demanda. Le mantuve la mirada durante un momento, pero costaba mucho más mirar aquellos ojos mendicantes que volver la vista hacia el espectáculo que quería mostrarme. Me fijé en aquella culebra escurrida, acentuada su longitud por un prepucio sobrado, y enseguida regresé la vista a sus ojos como para dar por terminado el encuentro. Creo que nunca antes había visto desnudo a alguien tan viejo, me sorprendió la finura aparente de la piel, su transparencia, la laxitud de los genitales rendidos a una gravedad excesiva: resultaba extraño ver en las partes normalmente ocultadas de un cuerpo esos mismos efectos de la vejez que resultan tan familiares en un rostro o unas manos. Me giré un momento unos pasos después de haberlo superado y vi que se había situado de espaldas, sin dejar de mirarnos girando el cuello. Ahora nos mostraba las nalgas, un culo amarillento y consumido que trataba de encuadrar con las manos para que no hubiera error sobre cuál debía ser nuestro nuevo centro de interés.
Eso fue sólo el principio. Llegados a un enorme prisma cuadrangular que perforaba el edificio entero y sobre el que se abalconaban las sucesivas plantas, empezaron a verse más cosas curiosas. Para empezar sobrecogía la propia construcción, aquel vacío de diez pisos entre la piscina de mosaico verdoso que se hundía en el último sótano y la cubierta de cristal que limitaba con la oscuridad del cielo nocturno. Iniciamos entonces el periplo alrededor del hueco central como quien se pasea por el Salón del Automóvil, con la diferencia de que lo que se exponía en aquella feria singular era un montón de peña dándose al fornicio en las más diversas variantes. Lo primero que vi, sobre un banco corrido a nuestra izquierda, fue una pareja tratando de completar sin mucho éxito una cópula ad mode ferarum. Nuestra presencia pareció estimularlos un poco y enfatizaron los jadeos, me pareció que para llamar nuestra atención más que para autoestimularse. Más adelante, dos tíos muy parecidos el uno al otro, tanto en la indumentaria como en sus rasgos generales, se besaban furiosamente, como un par de gemelos incestuosos. En una zona de sofás continuos, una hilera de individuos amontonados hasta formar un solo cuerpo de miembros semovientes se manoseaban con manifiesta fruición. Otros simplemente mostraban con ostentación su desnudez, o sus complicadas y a menudo aspaventosas caricias solitarias; alguno, más interesado en la pasión de los demás que en la suya propia, iba masturbándose desganadamente por aquí y por allá, como poniendo a prueba el talento de los demás ejecutantes. También se veía a quien, como nosotros, daba un paseo por el recinto, o se detenía brevemente ante algún conjunto meritorio, o se sentaba en una silla a fumar. Caminamos, habiendo de sortear a veces a alguien con el culo en pompa que se introducía un rotulador de fosforito en el ano, o despropósito semejante, hasta agotar el primer lado del cuadrado. Parecía evidente que la intención de mi guía era rodear todo el perímetro de la barandilla hasta acabar por donde empezamos, de modo que me limité a seguirla. Poco más adelante, llegados a un entrante más recogido que prolongaba el primer rincón que encontramos, una pequeña aglomeración de diez o quince personas mereció que Beatriz abandonara un momento el rumbo para acercarse. La verdad es que tanta concurrencia despertó también mi curiosidad y la seguí de buen grado. El corazón de la reunión, parcialmente oculta tras los que observaban de pie, lo constituía un curioso trío formado por una pareja madura que se me figuró matrimonio -los dos igualmente rollizos, vestidos de señor notario y esposa-, y una delicada joven de purísimos ojos azules que no podía pasar de los dieciocho años. Estos tres personajes, al contrario de los vistos hasta el momento, parecían concentrados sólo en su complicado tejemaneje, indiferentes a la expectación que pudieran concitar. La señora, sentada sobre la moqueta y apoyando los hombros en la parte baja de un sofá, abría las varicosas piernas todo lo que su constitución le permitía y se hacía hueco en la mullida entrepierna con las manos, centro del que emergía, como una flor carnosa, la vulva abierta y la protuberancia blanquecina de un clítoris desasosegado por el estímulo del anular de la derecha, instrumento que también usaba alternativamente para penetrarse la vagina. El hombre, completamente vestido, tenía la bragueta bajada y de ella emergía la cabeza del pene, morada y tersa como una garrapata sobrealimentada bajo el michelín del vientre. Aquí es donde intervenía la muchacha que, sentada en el sofá junto al hombre, le tomaba delicadamente la corona del glande con dos dedos y, a juzgar por las instrucciones que él le dirigía con un punto de vehemencia contenida, trataba de imprimir el toque justo para mantener al propietario del órgano al borde de la eyaculación. La mujer, disfrutando discreta pero largamente de sus propias maniobras, miraba fijamente la bragueta del hombre, él miraba del mismo modo la entrepierna de ella, la muchacha alternaba la atención entre sus responsabilidades manuales y la expresión facial de la respetable pareja, y los espectadores, en un silencio sólo perturbado por las instrucciones del hombre -«más rápido», «para», «así»- y los leves quejidos de la señora, asistían a aquel ejercicio de precisión como si fuera una partida de billar a tres bandas. Como me daba nosequé mirar directamente la acción principal, me puse a observar a los observadores, algunos de ellos sentados en los huecos que el trío dejaba en los dos grandes sofás enfrentados.