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– Pero nos dejará usted entrar gratis en el cine, como siempre…

– Sí, está bien. Ahora largaos. ¡Fuera, deprisa!

Bajan corriendo a la calle y luego, chino chano Escorial arriba, los ojos en el suelo y las manos en los bolsillos, Paulino todavía duda.

– Pues yo creo que es su novia.

Sintiéndose mareada y con fuertes punzadas en las sienes, se levanta de la Nogma después de pedalear dos horas y se echa un rato en la cama. Poco después llega David, se sienta a su lado y le coge la mano. Repite lo que le ha dicho el proyeccionista del Delicias y añade el episodio del interrogatorio y maltrato de los policías y la intervención final del inspector Galván, pero se reserva mencionar el ritual gratuito, de pura mala leche, del cigarrillo apagado en la mano de Fermín.

– Ya suponía yo que algo había pasado -dice mamá.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -pregunta David.

– Esperar -suspira ella y añade-: Menos mal que el inspector estaba allí.

– ¿Por qué menos mal?

– Creo que él siempre supo cómo llegaba ese poquito de dinero que nos enviaba papá, cuándo y por mediación de quién. Aunque tampoco habríamos podido decirle de dónde proviene, porque no lo sé, él hizo la vista gorda. Una forma de ayudarnos, ¿comprendes? Y por eso mismo dejó marchar a Fermín.

– ¿Por qué habría de ayudarnos el poli ese?

– Pues porque en el fondo no es mala persona…

– Sí que lo es. Le damos un poco de pena, eso es lo que pasa, sobre todo tú, porque estás enferma y embarazada y trabajas mucho; nada más que por eso -masculla David bajando los ojos, y con la voz melosa añade muy despacio-: ¿Quieres saber lo que le hizo a Fermín, antes de dejarle marchar? Apagó una colilla en su mano.

– ¡Qué dices! Te han gastado una broma, hijo. No puede ser.

– Que sí, que oí como Fermín se lo contaba a su novia.

– ¿Su novia?

– Estaba con él en la cabina del cine.

– Ah, entonces es que presumía un poco delante de la novia… Seguro. Quería impresionarla. No puedo creer que el inspector hiciera una cosa así… Sin duda es una fanfarronada de Fermín. Tu padre podría hablarte de esos chicos de las Juventudes Libertarias, son muy entusiastas y generosos, pero algo alocados y paveros. Bueno, más o menos como tu padre. Así que invita a su novia a la cabina de proyección. Mira qué listo, el Fermín. ¿Cómo es ella?

David piensa la respuesta unos segundos. Pero antes de darla plantea otra cuestión.

– ¿Por qué no quieres creerme, madre?

– ¡Si te creo, hijo! Al que no puedo creer es a Fermín… Bueno, a ver, cómo es su novia.

– Una rubia de ojos azules, muy fina y muy dulce, muy panfila… Paulino está colado por ella. Dice que tiene una voz de plátano.

– ¿Ah, sí? Qué cosas dice tu amigo.

– Sí. Qué cosas. El muy capullo.

– David, oye.

– Qué pasa, gordi.

– ¿Alguna vez has soñado que volabas con los brazos abiertos?

– Pues claro. La tira de veces.

– Estaba pensando una cosa. Imagínate que tú y yo llevamos mucho tiempo sin vernos, y que un día nos volvemos a encontrar mientras volamos y nos abrazamos con los ojos cerrados…

– ¿Cerrados? ¿Por qué?

– Porque sí, no me interrumpas. Con los ojos cerrados, al abrazarnos, ¿qué cosa, qué recuerdo de mí te vendría primero a la cabeza? ¿Un olor, una canción, una peli, una flor, una picha tiesa, un sueño, una poesía…?

– ¡Yo qué sé! ¡Vaya chorradas se te ocurren!

– Venga, hombre. ¡Piensa un poco!

– No empieces con tus pendejadas, Pauli.

– ¡Por favor!

– ¿Oyes silbar el viento en los cables de la electricidad? Pues es el mismo silbido que tengo ahora en los oídos. Así que olvídame, chaval.

– Por favor.

Después de un silencio, David se da por vencido y gruñe:

– Una flor.

– ¿De qué color?

– Blanca. Una rosa blanca. ¡¿Te parece bien, tontolhaba?!

– Sí, está bien. -Paulino cambia la navaja de mano y añade-: Estos cables no llevan electricidad, son los hilos del teléfono, y no es el viento que los hace silbar, son voces de gente que tiene miedo y se llama desde muy lejos y se busca… ¡Escucha!

LA NAVAJA DE PAULINO

Pumba. Ahora o nunca, chaval, no vas a ser un capullo toda tu vida, pensé de repente, ¡pumba!, y hasta juraría que disparé la palabra en voz baja, mientras me limpiaba la sangre del cogote con la servilleta, dice Paulino. El tío había entrado en el cuarto de baño y se paró desnudo ante el espejo, rascándose la ingle. Seguía empalmado al tantear la toalla, y yo me dije: ahora o nunca. Pumba.

– ¿Por qué te decidiste en ese momento? -dice David-. ¿O ya lo habías decidido?

– Ojalá lo supiera.

– Dicen que fue un accidente, que se te disparó la pistola…

– Ojalá lo supiera, te digo.

Lo cuenta medio sonámbulo, como si lo ocurrido no tuviera que ver con él. Fue después de afeitarle y de comer juntos en su pisito de la calle Rabassa una cazuela de mejillones con mahonesa (pero este guaje no come nada, ye un repunante, dice el tío Ramón), los dos solos en el comedor bañado por el sol y atufando a una mezcla de col hervida y masaje Floïd. Ahora es el momento, pensó, no tienes ni que ponerte el pantalón y la camisa, qué más da, nadie ha de verte, así que no esperes ya más, acaba de una vez con esta pesadilla de capones y maldiciones y lametones y mordiscos y gritos sofocados en la sempiterna ronquera de: ¡Te haré un hombre, sobrino, por mis cojones que he de hacerte un hombre!

Pumba.

– Pero qué pasó, Pauli. Vaya escándalo. ¿Dicen que te van a meter en el reformatorio?

– Derechito al Asilo Duran me llevan. Que sí, que sí.

– ¿Pero qué pasó, hombre?

Como si estuviera sonado, así lo cuenta. Que el ex legionario lo había amenazado una vez más con matarle si decía algo en casa, y que luego se metió en el lavabo dejando la puerta abierta y se miraba en el espejo con los peludos brazos en jarras y moviendo muy contento sus orejas de soplillo. Sentado en la mesa del comedor, Paulino alcanzaba a ver el ángulo del pasillo y el lavabo, la espalda aún más peluda que los brazos y la repugnante tiniebla del culo alto y prieto. El salacot, el uniforme y el correaje siempre tan blancos colgaban del respaldo de una silla, en el mismo comedor, y era lo único que se interfería entre el punto de mira de la automática del 9 corto y la odiosa sirenita. De bruces sobre la mesa desplazada por las embestidas de hace un instante, todavía con el mantel y los platos sucios, la navaja de afeitar y la brocha y el cuenco con agua jabonosa que ya no usará en mucho tiempo, la próxima vez te afeitarán en el infierno, Paulino empuña la Star automática con la mano yerta. El tío está frente al espejo secándose el sudor maloliente de las ingles con la toalla. Tiene una sirenita que sonríe tatuada en una nalga, un recuerdo de sus tiempos en la Legión. Tiene una picha como los cerdos, en forma de sacacorchos, silenciosa y húmeda como una culebra. Maldito seas guardia urbano con salacot blanco y blancos correajes, has arruinado mi vida. Qué otra cosa puedes hacer, me digo, cómo escapar de toda esta mierda, no tienes otra salida, Paulino, ya no te valen alas de mariposa ni rabos de lagartija ni de palabartija, por muchas que David consiga con su cortaplumas y sus ganas de ayudarte, compañero cómo te agradezco la complicidad y cómo te estimo, pero la verdad es que ese mejunje para las almorranas no sirve de nada, ya no valen las mentiras y tampoco sirven mis súplicas al tío ni estas lágrimas, ya todo acabó, ya nada me puede curar y ya no aguanto más. Así que ahora o nunca.

En la pared la sombra de la mano empuñando la pistola gira despacio, se retuerce sobre sí misma como la cabeza de una serpiente y apunta al entrecejo.

– ¡¿De verdad querías disparar contra ti mismo, gilipollas?!

– Quería ver la llamarada saliendo de la boca del cañón.

– ¿De verdad pensabas que podrías ver el fogonazo antes de que saliera la bala? No se ve ningún fogonazo, Pauli, y menos si te da el sol en los ojos. Nunca supiste cómo funcionan estas cosas.

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