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– ¡Claro que no! ¿Cómo te dejaste convencer? ¿Cómo fuiste capaz de entregar mi perro a ese policía fanfarrón para que lo llevara al matadero…?

– No me hables así, te lo pido por favor… No me encuentro bien, hijo. ¿Me ayudas a recoger la ropa?

– Ahora no puedo. ¿No ves que estoy pensando?

– Está bien. Piensa, pero date prisa.

¿Estás pensando qué, hermano? Ya sabes que te queremos mucho, pero ¡vaya jeta la tuya, chaval! ¿No has oído a mamá, o no quieres entender? Tuvo que decidir por ti. Se armó de valor, hizo de tripas corazón, y ahora te necesita.

Tú te callas, sanguijuela asquerosa. No tengo por qué aguantar tus reproches.

Te diré lo que pienso, hermano: esa bola de carne envenenada ha sido la mejor solución para Chispa.

¿Tú sabes lo que es morir envenenado con una bola de estricnina? ¡Tres o cuatro horas de agonía!

Ya. Pero no se lo digas a mamá, no hace falta. De todos modos, creo que exageras.

Sé lo que me digo.

Vale, está bien.

¡Y déjame en paz, capullo, que parece mentira que seas tan capullo!

Que sí, que vale.

– ¿Vienes o qué, hijo? -dice mamá-. Si vas a seguir refunfuñando, mejor que entres en casa y pongas la mesa. Así te entretienes en algo, cariño.

¿Lo ves? Ella te oye y comparte tu pena. ¿Qué más quieres, hermano? Levántate y ayúdala. Tenemos que ser una familia unida en la desgracia…

¡Qué familia unida ni qué hostia santa! ¡Será gilipollas el piojo sentimental ese!

– Levántate y a casa, David. Pero ya -dice mamá-. Venga.

Se levanta, pero en vez de meterse en casa se va al tendedero, carga con el cesto de la ropa y se queda a su lado, susurrando como para no molestar:

– ¿Y quién lo ha matado? ¿El guripa no te lo ha dicho?

– Un veterinario amigo suyo.

– No me lo creo. Este poli es más falso que un duro sevillano…

– Después de una pausa, añade-: ¿Y dónde lo han enterrado, se puede saber, si es que alguien se ha tomado la molestia de enterrar a mi pobre Chispita?

– Lo enterró el inspector personalmente -dice ella para tranquilizarlo-. No me dijo dónde. Aquí abajo seguro que no, así que no andes buscando por ahí, como hiciste anoche. Y deja de lloriquear. Deja que el tiempo haga su trabajo -repentinamente se quita una pinza de la boca, se inclina y estampa un beso en la mejilla caliente de David-. Y si quieres un buen consejo, no malgastes tus lágrimas, guárdalas para cosas más importantes. O dentro de muy poco no te quedarán, y cuando seas mayor como yo y quieras llorar, no podrás. Recoge esta toalla, ya terminamos.

Los brazos afanosos en alto, la brisa erizando el vello rojizo de sus sobacos y la pelusilla de su nuca, mamá siente la punzada conocida y puntual. A su alrededor, el aire como una miel hierve de insectos heridos de luz. Vuelan aromas de espliego y cacareos de gallina, y una música de radio suena al otro lado del torrente, más allá de los tres robles y del roquedal, en el incipiente polígono de casas baratas, un laberinto de azoteas con jaulas de conejos y palomares al pie de la cuesta. La blusita de color azafrán y otras prendas conocidas se secan sobre matorrales.

– En aquella colina, hace muchos años -dice David señalando al otro lado-, había un campo de trigo con amapolas.

– ¿Cómo lo sabes, hijo?

– Lo sé porque lo sé.

Observando detenidamente esos colores y esas formas animadas bajo el sol, David está a punto de atrapar el presagio de una vivencia emotiva, algo que todavía permanece en los dominios de la intuición.

Morderás el polvo, susurra.

– ¿Qué te pasa? -dice mamá-. ¿Otra vez hablando solo?

– Es tu barriga, que hace ruiditos. El monito te está pateando las entrañas, mamá.

– No me gusta que le llames monito. Hala, a la mesa.

De pronto, subiendo los tres escalones, a David se le escapa un sollozo que no puede controlar.

– Aquí se echaba para que yo lo curara… ¡Casi estaba curado! Tú lo viste. Le ponía tintura de yodo todos los días y le cepillaba el pelo, y él movía el rabo y me miraba. Estaba tan contento, aunque no pudiera verme… ¡Pobre Chispa, pobre amigo mío! ¡Cómo le habría gustado correr por un campo de trigo y amapolas…!

– Por favor, hijo, no me amargues la vida, que de eso ya se ocupan otros… ¿Te parece bonito que la muerte de un perro te haga llorar más que la desgracia de tu padre?

– Ese poli matarife -dice David- podría por lo menos devolver la correa y el collar, ¿no? ¡Son míos!

– No se me ocurrió -dice mamá-. Se lo diré. Si no se han perdido, te los devolverá. No es una mala persona. No lo es, David.

CAFÉ-CAFÉ CON DOS TERRONES

Lo mismo que el recuerdo de algunas vivencias personales que nos habían parecido imborrables, la memoria de aquello que hemos visto con la imaginación, porque no alcanzamos a vivirlo, también se hace borrosa con el tiempo, también se desgasta. Un instante apenas, aquí, junto a la inolvidable y nunca vista mata de margaritas que todavía no se ha marchitado, y ambos se desvanecen en el aire mientras intercambian un saludo convencional, el inspector Galván con el cigarrillo en los labios y una mano apoyada en la pared, la otra en el bolsillo de la americana o tocándose levemente el ala del sombrero, siempre un poco envarado y galante, y nuestra pelirroja con el hombro apoyado en el quicio de la puerta, la mirada lánguida y la mano yerta y paciente sobre el delantal que cubre su barriga.

– Uf. Usted otra vez.

– No la molestaré mucho rato. Hace mucho calor. ¿Cómo se encuentra hoy, señora Bartra?

– Regular solamente. Éste se ha pasado todo el santo día con hipo. Habrá tragado mucha agua -y sonríe al añadir-: En eso por lo menos no se parece a su padre.

– Está de broma.

– ¿Usted no sabe que en el útero los bebés tienen sed y tragan y tienen hipo como nosotros? ¿No? Pues ahora ya lo sabe.

– Vaya. Es usted una mujer como no hay otra.

Se preguntará ella por enésima vez si es prudente invitarle a pasar, y me gustaría poder decirle que no, no lo hagas, mamá.

– Chitón y pórtate bien… Hablo con el niño -aclara y añade-: Inspector, usted sabe algo de mi marido que no me quiere contar.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Muchas cosas. Su manera de comportarse conmigo… Sabe que estoy en lo cierto. Venga, confiéselo.

Apenas un instante apresado fugazmente, como en un parpadeo premonitorio de los ojos de mi hermano saliendo del oscuro cuchitril de revelado del fotógrafo Marimón con las uñas amarillas y el corazón furioso, mucho antes de llegar a casa y viendo ya la mano del policía removiendo otra vez tontamente las margaritas, oyendo ya el timbre de la puerta del consultorio antes de que el dedo pulse el botón y viendo a mamá abrir esa puerta antes incluso de oír el timbre, todo eso para llegar y quedarse merodeando al otro lado de la casa, entre el barranco y la puerta de noche. Seguro y firme al borde del abismo, solo o en compañía de Paulino y sus maracas, demora lo más que pueda volver a casa porque sabe que el poli ya está aquí obsequiándola por ejemplo con dos pastillas de jabón de olor que acaba de sacarse de un bolsillo de la americana, mientras del otro saca una bolsita de torrefacto, y, haciendo caso omiso de los reparos de ella, que se resiste a aceptar los obsequios, con mal disimulada sequedad dice cójalo usted y haga el favor de callarse, señora Bartra, yo sé lo que le conviene. La vida está muy difícil… Y se queda allí de pie junto a la mesa camilla, alto, corpulento, tieso como si se hubiera tragado una escoba, mirando a mamá como queriendo entender algún enigma en sus palabras o en su aspecto, como deseando ponerse de acuerdo con ella en algo importante o tal vez solamente esperando oírle decir siéntese, haga el favor, precisamente acabo de hacer un poco de café del que usted me trae… ¿Dice que no hay novedad? No puedo creer que una policía tan eficiente como la que tenemos, con su reconocido olfato para cazar peligrosos anarcosindicalistas y rojos separatistas, no haya avanzado nada en este asunto, y que usted todavía esté en Babia.

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