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Es casi inaudible el aullido del animal al recibir la patadita suave del inspector, más para sacárselo de encima que otra cosa, y rabiosa y clara la voz de David al tirar de la correa, ¿no ve que el pobre está casi ciego, hombre?, y placentera, dulce y grávida la silueta de la costurera pelirroja examinando con parsimonia unos retales en el tenderete, allí está mi madre, alta, blanca, sofocada por el calor y risueña con su ligero vestido floreado de tantos veranos, el borde de la falda un poco levantado por delante y el paraguas negro plegado bajo la axila, el pañuelo malva ceñido a la cabeza dejando escapar unos rizos rojos en las sienes, todas esas cosas que, una por una, con precisión fotográfica, la mirada persistente del inspector Galván ha registrado ya cuando David le ve dar media vuelta y alejarse, y en el suelo Chispa deja escapar aire nuevamente como si fuera un pellejo.

LA MENTIRA DELA PELIRROJA

Una porfiada estridencia se va desenrollando como una cinta en los oídos, llevándose el sueño e instalando en su lugar el desasosiego. Las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, tumbado en su camastro, David convoca otros ruidos y hace por figurarse e imitar devastadores huracanes silbando en palmeras que se doblan abatidas frente a olas rugientes, Varsovia bajo las bombas, o el terremoto de San Francisco atronando en el Delicias con potencia, siempre una octava más alta para silenciar la olla de grillos que acaba siendo su cabeza a estas horas. Finalmente recibe el ronroneo penoso del Spitfire al caer abatido, es un zumbido que esta noche se abre paso de forma más persistente y rabiosa que de costumbre. Enciende la lámpara de flexo sobre la silla y mira la pared frontal. El ventanuco está abierto y entra en el cuarto la noche sofocante con el chirrido de los grillos en el barranco.

Hola, amigo.

Como siempre, empieza admirando la cazadora de cuero y las gafas y el foulard, pero enseguida su atención se desplaza hacia la actitud del piloto frente a la muerte. En medio del páramo calcinado, rodeado de humeante chatarra bélica y seguramente de cadáveres, el aviador permanece de pie con los brazos en jarras y apretando la boquilla de nieve con los dientes, la cazadora incólume, las gafas por encima de la frente y las orejeras del gorro colgando junto a su poderoso y esbelto cuello. Rompiendo tras él la línea dentada del horizonte que sugiere las ruinas de una cota, la columna de humo negro sigue elevándose hacia el cielo desde un amasijo de hierros retorcidos. Si le viera desde el aire algún compañero de escuadrilla, suponiendo que haya alguien de su escuadrilla volando cerca, piensa David, podría intentar una pasada rasante disparando una ráfaga y librarle así de los dos soldados alemanes que le retienen encorvados y tensos con sus metralletas, uno a cada lado y parcialmente visibles, sin acabar de introducirse en el encuadre y de espaldas al objetivo. Del fuselaje del avión sale un crujido metálico, un lamento postrero de hojalata y derrota. David deletrea nuevamente en el costado de la carlinga: The invisible worm. El piloto de caza derribado ladea ligeramente la cabeza y entorna los párpados, como si esquivara un retortijón del humo que se le viene a la cara.

Hello, boy, dice aproximadamente.

¿Todavía no te han matado?

Se lo están pensando. Estos boches son algo lentos de mollera. Como tarden un poco más estallará el depósito de combustible y la palmaremos los tres. ¿Qué te parece?

Bien. Morir matando, por lo menos.

Estos ojos que le miran dormir todas las noches desde ámbitos remotos y devastados expresan confianza y coraje, a pesar de todo, y siempre hay en ellos una chispa de pitorreo. Y eso es extraño, porque cuanto más mira al prisionero más convencido está David de que los alemanes se disponen a coserlo a balazos ahora mismo. En el conjunto de la escena anida una tensión que anuncia el desenlace fatal. El cabrón de poli tenía razón, es hombre muerto. El avión, a su espalda, ha estado a punto de capotar.

El año pasado vi caer un avión en la playa, murmura David.

¿De veras?

La abuela también lo vio, pero no se lo pudo creer, o le daba miedo creérselo, y siempre lo negó. Pero yo lo vi con estos ojos. Era un bombardero B-26.

Esa difusa nubécula blanca que flota sobre la cabeza del piloto es que acaba de estallar en mil fisuras lo que resta del parabrisas de la carlinga, seguramente por la acción del calor. El timón de cola envuelto en llamas se ha desprendido, está cayendo, pero aún no ha llegado al suelo. Te estoy hablando de tu cazabombardero, aclara David, no del bombardero. Juraría que la luz de navegación de estribor, bajo este cielo emborrascado, todavía parpadea. Lo de la nubécula blanca sobre la cabeza podría ser que los soldados hayan empezado a disparar; si así fuera, cuando esa efusión termine de diluirse, tú ya estarás muerto. Retumba a lo lejos, como en una cueva, la artillería antiaérea.

Las grandes manos quemadas y tranquilamente posadas en la cintura, una de ellas sujetando todavía los maltrechos guantes de piel, le traen a la memoria otra mano todavía más negra, agarrotada y con las uñas calcinadas, meciéndose entre dos orlas de espuma blanca cerca de la rompiente de la playa de Mataró. En una mar sofocada de espejismos, flotando fuera del tiempo, la marea alta ha estado a punto de depositarla en la arena como si fuera un pájaro mordisqueado por los peces, pero finalmente el suave oleaje de la resaca la lleva mar adentro. Segundos antes de que David la pierda de vista, la mano cortada emerge en el agua con la palma abierta como solicitando atención, haciéndole señas. Hace más de año y medio de eso, todo empezó cuando estaba leyendo una novela de Bill Barnes, el aventurero del aire, sentado junto a las redes de pesca apiladas en la arena, la espalda apoyada en el costado de una barca. Pero la alegría fue breve y, de repente, Cy Hawkins palideció al ver cómo el aparato de Bill vacilaba un momento y, por fin, caía como un pájaro herido de muerte. Hace apenas dos semanas que a David lo han expulsado del colegio, mamá aún no sabe qué hacer con él, y en cuanto a mí ni siquiera me lleva en el pensamiento: papá no para en casa nunca, apenas una vez cada seis meses. Aquí en Mataró, el abuelo Mariano sigue en la cama muy enfermo y ya no volverá a levantarse ni a subir nunca más a una barca. No quiere ver a papá ni oír hablar de él. La abuela Tecla desvaría de vez en cuando, pero aún tiene energías para cuidar del abuelo y de la casa. Viven en una ruinosa casita de pescadores de la calle San Pedro, frente a la playa, y mamá les visita con frecuencia en compañía de David, al que a veces deja aquí un par o tres de días para que ayude o al menos les haga compañía. Dice David que los abuelos decidieron un buen día plantarse para siempre de cara al mar y de espaldas a la tierra, y que sólo saben el nombre de los peces y de los vientos y nada de nada de lo que pasa en el mundo, y menos aún dónde está papá y qué hace o deja de hacer, porque prefieren no saberlo.

Es el 29 de marzo, sábado, David ensaliva el pulgar y gira página con gesto impaciente, pues necesita verificar cuanto antes que la mano mutilada y chamuscada que flota en la orilla del mar no pertenece a Bill Barnes, sino al rabioso piloto suicida que se ha estrellado contra su avión al iniciar éste un amerizaje temerario con el motor incendiado y el timón roto, y justo en ese momento otro rugido, en el cielo azul de verdad, llama su atención. Un bombardero cuya imponente silueta reconoce al instante, pues lo tiene en docenas de láminas recortables, vuela a baja altura sobre el mar, a menos de un kilómetro de la rompiente. Es un B-26 Marauder de la RAF. Inclinado sobre el ala de estribor, describe círculos por encima de un buque de carga que navega rumbo norte. David se incorpora y no da crédito a sus ojos. ¿Qué hace frente a la costa de Mataró un bombardero de la segunda guerra mundial? En cierto momento cree oír una fuerte detonación, aunque no sabría precisar si proviene del avión o del barco. El bombardero lleva pintada en el costado del fuselaje una chica en traje de baño y la leyenda Forever Amanda. Rugiendo, como si una carraca le atrancara los motores, describe otro extraño círculo y se interpone entre el sol y la mirada atónita de David, y en ese instante centellean los cristales de la cabina de mandos. Mientras se ladea un poco más sobre el ala, David distingue claramente el rostro ensangrentado y el brazo del piloto colgando inerte por fuera del parabrisas lateral, justo encima de la palabra Amanda, y también las llamas y el humo negro en el interior de la cabina. Enseguida el avión se eleva un poco y de pronto cae en picado sobre el mar, no muy lejos del buque mercante, que sigue su ruta tranquilamente. En el agua, el bombardero suelta una columna de humo discontinua, como las señales de los indios, y tarda un poco en hundirse.

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