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David mira a su alrededor buscando a alguien que también haya visto el prodigio. La playa está desierta a esta hora. La mano de la abuela Tecla agarra la suya y tira de él para casa.

¡¿Lo has visto, abuela?! ¡¿Has visto caer el avión?!

Yo no he visto nada. Y tú tampoco. A casita.

Más tarde, desde el paseo de la playa, ya que no le dejan acercarse más, ve los cuerpos quemados de cinco tripulantes tendidos en la arena. Han sido rescatados por los pescadores. Son colocados en un camión del ejército y tapados con mantas. Bajo una de las mantas asoma la bota de un cadáver cortada por la mitad junto con la mitad del pie. La brisa trae las voces de un joven suboficial y algunos pescadores. Falta uno, dice el militar, en estos aviones van seis tripulantes. ¿Seguro?, dice un pescador. Se lo habrá llevado la corriente. No irá muy lejos. Vete a saber, tercia otro pescador más viejo, el comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. ¿Y qué me dice usted del comportamiento del capitán del carguero?, dice el suboficial. No se dio por enterado, no hizo nada por auxiliarles, y siguió su ruta… ¿Sería un barco de guerra camuflado?, dice el viejo.

La Guardia Civil obliga a circular a los curiosos que se acercan al Paseo Marítimo, no hay nada que ver, circulen, vuelvan a sus casas, cierren puertas y ventanas y déjense de comentarios. En los días siguientes la noticia del avión caído al mar no viene en ningún periódico y la radio tampoco dice nada. La gente de Mataró se hace preguntas. ¿Será que los aliados están llegando, será que le vamos a dar la vuelta a la tortilla? No sea usted majadero, hombre, haga caso de la autoridad y cállese, que aquí no pasa nada. Majadero lo será usted, oiga. Cuidadito, ¿eh?, que tengo un primo que es de Falange y subcabo del somatén de Arenys… Al atardecer, David zascandilea por la playa con su novela de Bill Barnes bajo el sobaco. Un agente de la Guardia Civil se le acerca.

Vete a casa, chico.

¿Por qué?

Porque es mejor.

¿Por qué es mejor, señor guardia?

¡Porque yo lo digo! ¡Andando!

David remonta la playa y enfila el Paseo, donde otro guardia está bebiendo agua de una fuente con el naranjero a la espalda. Es muy joven, tiene los ojos verdes y luce una cicatriz en forma de estrella que le frunce hermosamente la barbilla. David se planta a su lado con la cabeza gacha y las manos a la espalda.

Oiga, señor guardia, tengo que decirle una cosa importante.

¿Mi compañero no te ha dicho que te vayas a casa?

Es que yo he visto caer el avión. Lo he visto.

Qué dices. Aquí no hay ningún avión.

Está sumergido, aquí cerca. Es un…

No me vengas con historias, chaval. ¡Lárgate!

…un bombardero B-26 Marauder con seis tripulantes y dos motores radiales Pratt-Whitney R-2800-5 Double Wasp de 1.850 caballos de potencia, dice David de corrido, poseído repentinamente por una extraña melancolía. Sus pies firmemente asentados sobre el suelo del Paseo registran un remoto temblor que proviene de la entraña de la arena o del fondo del mar. El avión venía tocado, añade David, seguramente estuvo bombardeando Berlín y después ha cruzado media Europa ametrallado y en llamas, con un solo motor, seis cadáveres en la cabina y los mandos bloqueados…

¡Ya estás corriendo para tu casa si no quieres que te lleve al cuartelillo!, amenaza el guardia.

¿Todavía no han encontrado al sexto aviador? Pues sepa que acabo de ver una mano achicharrada cerca de la orilla.

Lo habrás soñado, niño, replica el agente, y le mira en silencio unos segundos. ¿Dices que has visto qué?, ¿dónde has dicho?

Ahí mismo, en la orilla, una mano de hombre cortada, toda negra negra…

Bueno, está bien, ahora vete a casa. No quiero volver a verte, ¿entendido? Se interna en la playa para reunirse con su compañero, y se vuelve. ¡¿No me has oído?! ¡Lárgate!

Echado en una esquina del camastro, Chispa se remueve y gime presa de otra quimera, quizás aún más fantasmal e inexplicable que la suya. Adormilado, David le acaricia el lomo con el pie y el perro se calma.

En la orilla, los dos guardias hablan y seguidamente se separan yendo cada uno por su lado a lo largo de la rompiente, el naranjero al hombro y la vista fija en el suave oleaje y en la espuma que lame la arena, procurando no mojarse las botas. Entonces qué pasa, jolín, por qué lo niegan, si están buscando…

Abuela, ¿de verdad no has visto al avión inglés cayendo al mar? ¿Y el abuelo tampoco lo ha visto?

Aquí nadie ha visto nada y te prohibo que andes por ahí hablando del avión inglés.

Poco antes de dormirse, fija de nuevo la mirada en el piloto y distingue tras él, sobre el asiento descalabrado de la cabina, una rosa con su largo tallo envuelto en papel de estaño y los pétalos contraídos por efecto del fuego cercano, como un puño diminuto y lívido consumiéndose en su propia rabia.

Una nebulosa de polvo rojizo lleva toda la tarde suspendida en el aire, vagando inmóvil y a ras del sendero que bordea el barranco, y de esa nube sale inesperadamente el inspector con las manos en los bolsillos del pantalón y el gesto envarado. Viene hacia la puerta de noche caminando despacio, cuando ya David se ha sentado en los tres escalones y guarda el cortaplumas en el cinto.

– Sahib, por un real le enseño una foto muy extraña de mi padre en Montserrat con un cirio en la mano, por dos reales le cuento lo del bombardero caído en el mar frente a Mataró, y por una miserable pela le digo la tienda donde ahora mismo mi madre se está probando unos zapatos, que han de ser de suela de corcho porque le descansan mejor los pies…

– Así que no está en casa -dice el inspector Galván.

– Hoy tampoco tener usted suerte, sahib.

– Si sólo ha ido a eso, volverá enseguida.

– Quién sabe. Se ha llevado un libro, ese que perdió en la calle y usted tuvo la amabilidad de traerle, así que igual ahora mismo la tenemos leyendo sentada tranquilamente en un banco de por ahí, pero a saber dónde…

Mientras le oye hablar, el inspector se afloja el nudo de la corbata y apoya el pie en el tercer escalón. David observa que el bolsillo izquierdo de su americana soporta un peso que abulta bastante.

– Si trae algo para mi madre, puede dármelo a mí. -Hace una pausa y añade-: Seguro que trae usted algo bueno de comer para la memsahib. ¿Verdad que sí?

La verdad aún no existe, pero David ya la dice. No encuentro una forma mejor de explicar esa extraña facultad de mi hermano, la certera puntería de su malicia, esa flecha intuitiva, envenenada de presagios y vigilias que le proporcionan una visión supletoria, una especie de segunda oportunidad de la mirada para anticiparse a lo por venir, como alguna vez le había pasado callejeando por el barrio con la belicosa pandilla de charnegos del Carmelo: antes de lanzar la piedra a la farola, ya ha visto en el suelo los añicos del cristal.

Sea lo que fuere ese bulto en el bolsillo, un bote de leche condensada o un par de latas de sardinas en aceite o medio kilo de azúcar blanco, el poli guarda silencio y observa a Chispa viniendo a echarse a los pies de David jadeando y con la lengua fuera.

– Yo tengo una mirada que atraviesa las paredes y la noche más oscura, sahib, soy como Garú-Garú el Atraviesamuros y además tengo los ojos misteriosos de Londres -entona David viéndole indeciso-. Es una lata de melocotón en almíbar.

El inspector está pensando qué debe hacer, si esperar o irse. Enciende un cigarrillo con su Dupont dorado. El movimiento preciso del pulgar en torno al mechero, la rosca girando y el chasquido de la tapa al caer, ¡clinc!, fascina a David.

– ¡Ondia, qué encendedor más fermi!

– Dile a tu madre que volveré mañana.

– Si no trae usted noticias frescas de mi padre -escupe David un salivazo que va a parar, rebozado en polvo, junto al zapato del poli-, no hace falta que venga.

– Tú dile que he venido -inicia la retirada, pero se vuelve un momento y lo apunta con el dedo para añadir-: Y cuidado con liar las cosas. Con la verdad por delante seremos amigos. ¿Conforme?

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