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– Sí, bwana.

Le ve irse con paso lento y el aire mohíno por el senderillo de ceniza y meterse de nuevo en la espiral de polvo rojo parado en el aire.

Regresando del lado oscuro y deshabitado de la casa, escapando de su propia aprensión a los muebles que crujen y a las paredes desconchadas que rezuman salitre y señales de mal agüero, a los espejos heridos de azogue y a las cortinas mohosas donde reptan arañas y asoman puntas de zapatos calzados por nadie, David camina de puntillas hacia su cuarto. Sabe que mamá está allí haciendo la cama o barriendo y se dispone a gastarle una broma de las suyas. Pero no sólo piensa en ella:

Agárrate a la placenta, ranita venenosa, que tú también te vas a llevar un buen susto.

¿No ves que tus gansadas le causan sobresalto y podría abortar, animal?

Más angustias y retortijones le causas tú.

Llegado al umbral del cuarto levanta los brazos y se dispone a lanzar un ¡Ahhhhhhh…! con voz de Hombre Lobo: ¡El señor Talbott se quiere comer a la pelirroja! ¡Ahhhhhhh…! Pero se inmoviliza bruscamente al verla contemplar tan ensimismada la foto del aviador clavada en la pared; está sentada al borde del camastro, la escoba en el suelo y las manos yertas en el regazo, y algo en la inclinación melancólica de su cabeza y en el leve movimiento de sus labios, como si rezara, conturba a David y lo paraliza. No es el temor, siempre latente, de otro desfallecimiento, es la absoluta inmovilidad del cuerpo, el bisbiseo inaudible de los labios y, sobre todo, esa mirada que traspasa los límites de la simple curiosidad y establece un pacto con algo que, si está verdaderamente en lo que contempla, se encuentra más allá del mero testimonio gráfico y del interés que pueda despertar una estampa de la guerra, más allá de la chatarra bélica y la desolación del paisaje, del humo negro y las ruinas y la muerte.

¿Le has atizado algún patadón, macaco?, susurra David para sus adentros.

No me he movido, hermano.

¿Está hablando contigo?

No está hablando conmigo. Ahora no.

Pues canta en voz baja para ti, como suele hacer cuando está triste.

No está cantando para mí.

Finalmente David desiste. Retrocede dos pasos, carraspea y entra sin aspavientos.

– ¿No te encuentras bien, madre?

De todos modos se sobresalta, un poco azorada, como pillada en falta.

– Estaba mirando… -se interrumpe, y enseguida añade-: Estaba pensando lo aburrido que ha de ser eso, tanto tiempo ahí metido en la portada de esa revista sin poder moverse… ¿No te parece? Ven a darme un beso, hijo.

Lo estrecha en sus brazos y le devuelve el beso, los ojos fijos todavía en el piloto. Tiene a su lado, sobre el lecho, algunas prendas de ropa sucia. Recupera la escoba y se incorpora apoyándose en ella, coge unos pantalones de David con cierto apresuramiento y los examina, volviendo del revés el forro de los bolsillos.

– ¿Qué llevas en los bolsillos que siempre están pringosos, David?

– Ah, eso. Es por los rabos de lagartija. No es sangre, ¿sabes?, es otra cosa… No tienen ni una gota de sangre esos bichos.

– ¿No eres un poco grandullón para andar todavía con estos juegos?

– Lo hago por Pauli…

– Mira tus manos -dice ella, indicando la piel manchada con el líquido del revelado-. Mira qué uñas. ¿Es que no hay manera de quitarle ese color amarillo a tus uñas? Y otra cosa -señala la foto del aviador clavada en la pared-: Te dije que lo quemaras todo. Todos los papeles que había en las cajas.

– Y lo hice. Sólo me quedé con esto. ¿Te importa?

– Lo más prudente habría sido quemarlo todo. Esta foto también.

– ¿Pero por qué?

– Porque sí. Sé lo que me digo, hijo. Ahora es David el que se sienta a los pies del camastro, mirando al piloto, preguntándose si hace bien diciendo lo que va a decir:

– ¿Por qué has mentido, madre? ¿Por qué le dijiste al poli que la foto era mía?

– ¿Yo le dije eso?

– ¿Es que ya no te acuerdas?

– Bueno, tú lo salvaste del fuego, ¿no?, tú decidiste quedarte con él en vez de quemarlo con todo lo demás, tal como te ordené.

– Pero la foto no era mía. ¿Por qué le has dicho al inspector que era mía? -dice David-. Estaba en aquella caja de zapatos llena de papelotes que me diste para quemarlos, y yo nunca la había visto, no fui yo quien la guardó allí, ni la recorté de ninguna revista ni nada de eso…

– Está bien, está bien, qué más da -corta ella impaciente-. La policía no tiene por qué saberlo todo acerca de tu padre.

– Entonces ¿eran cosas de papá, lo que había en la caja?

– Sí.

– ¿Y la foto también? ¿La recortó él?

– Papá conocía a este hombre.

– ¿En serio? ¿Conocía personalmente a un aviador de la RAF?

– Sí -de espaldas a David, mamá sigue examinando las raídas prendas con aire de desconsuelo-. Dios mío, esta camiseta ya no aguanta más…

– ¿Y por eso le mentiste al poli, porque no querías que lo supiera?

– Porque a tu padre no le convienen más líos. Con el expediente que tiene ya va servido.

– ¿Y eran amigos, papá y ese piloto? ¿Dónde se conocieron?

– Uf. ¿Nunca te habló de cuando él y sus amigos guiaban a los aviadores pasando la frontera, y aquí les proveían de documentación para viajar a Lisboa o a Gibraltar?

– ¿En serio? Cuéntame.

– Creía que la abuela ya te lo había explicado en Mataró, el año pasado…

– Ya estaba muy pirada, la pobre abuela.

– Bueno, pues que te lo cuente tu padre cuando vuelva a casa, si es que vuelve algún día… Y basta de preguntas. Vete a lavar las manos y siéntate a comer. Y harías bien quitando esa foto de ahí, a papá no le gustaría que la vieran… ¿Quieres escuchar lo que te digo, hijo?

– Madre, lo que yo quiero es aprender idiomas. Eso es lo que quiero.

Poco después David está en el comedor-recibidor sentado frente a un plato de garbanzos hervidos y una gota de sangre cae en su plato.

– Papá se encuentra mal -dice llevándose rápidamente la mano a la nariz-. Ahora mismo está muy malito.

– No digas tonterías y echa la cabeza atrás.

Mamá moja una servilleta en la jarra de agua.

– Está perdiendo mucha sangre… -añade David.

– Y tú la perderás toda si no haces lo que te digo. Ponte eso en la nuca y quédate quieto un rato, así. Y a ser posible calladito. No es nada, no te asustes.

– Quién está asustado. Chispa, ven aquí, valiente.

David y Chispa unidos por la correa bajo el sol implacable, abriéndose paso en medio de un enjambre de abejas, remontan despacio el cauce del torrente pisando tobas y escombros, piedras limosas y lenguas de arena como espadas, voces de agua, presagios e intuiciones. Media legua, media legua, media legua más arriba y de espaldas a la ciudad, allí donde el cauce reseco se ensancha y ya no es tan pedregoso, y sí mucho más arenoso y húmedo a causa de la proximidad de las huertas, David percibe claramente el raspado de un fósforo. Se vuelve y le ve prendiendo la colilla sentado de costado en una roca y doliéndose, en una mano la botella y la cerilla, y en la otra el pañuelo ensangrentado que aprieta contra la nalga.

Se te va a infectar, dice David. ¿Por qué no le echas un poco de coñac?

El coñac es para otra clase de heridas. Son cosas que ya deberías saber, hijo.

¿Todavía no has encontrado un sitio mejor para esconderte?

Aquí me tienes, caído en esta sima de iniquidad, de infección y de mugre, masculla papá con una veta de herrumbre en la voz.

David reflexiona viendo avanzar a Chispa con la lengua fuera.

Papá, ¿es cierto que el comportamiento del cadáver de un piloto en el mar es imprevisible?

Si te refieres al cadáver que pienso, en el mar no lo sé, pero lo que es en casa su comportamiento resultó perfectamente previsible. Si no, pregunta a tu madre.

Me refiero al cadáver del aviador que no encontraron los pescadores.

Yo también. A ese cadáver me refiero, a ése.

Habla mirando a un lado por encima del hombro, en un gesto precavido y altivo a la vez, como si escuchara otra voz en otro lugar, más allá de la de David y de la suya propia. Va descalzo y con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Como oscuras serpientes enroscadas en el aire, las raíces de la higuera muerta coronan su cabeza surgiendo del flanco escarpado del torrente.

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