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Mamá me ha mentido, dice David.

Este perro está para el arrastre. Deberías acabar con el.

¿Tú también con esta monserga? Mírale. ¿Es que no tienes corazón, hijo? Piensa un poco.

Yo pienso con el corazón. Y ella nos ha mentido a mí y al poli. Primera vez que le oigo una mentira, lo juro. Tampoco le pidió la orden de registro, pero eso es lo de menos…

Tu madre nunca miente, refunfuña papá. Pero ya que en estos tiempos la verdad discurre a ras de suelo, como el turbio estiaje de este torrente bajo la neblina del amanecer, lo veo todos los días y te aseguro que de poético no tiene nada, pues a veces hay que utilizar la mentira para recuperar la dignidad perdida. A ver si me entiendes.

Mamá le dijo al guripa que la foto del piloto la recorté yo de una revista. Y no fui yo.

Fue ella, dice papá con expresión de perdonavidas. Ella en persona.

¿Ah, sí? Pues entonces ha dicho dos mentiras, porque después me ha dicho que fuiste tú.

¿De veras te ha dicho eso?, inquiere desdoblando el pañuelo empapado, doblándolo de nuevo cuidadosamente y aplicándolo a la nalga a través del roto del pantalón. Joder con la raja, no para de sangrar. Si vuelves por aquí más despierto tráeme un par de pañuelos limpios… Fue tu madre la que vio por casualidad esa foto en la portada de la revista Adler, estaba en una comisaría, y la arrancó, la metió en su bolso de amagatotis y se la llevó a casa.

¿Y por qué hizo eso? ¿La cogió para ti?

¿Para mí? No caigo…

Ella dice que tú conocías al aviador. Haz memoria, papá.

La memoria es un cementerio, hijo, dice el fugitivo con la voz lúgubre. De todos modos me acuerdo… David había imaginado que la voz podría provenir de su estómago lleno de coñac y hacerse oír como una carraca empapada de alcohol, pero no; salía de su atractiva boca de labios robustos y sonaba desvertebrada, sin timbre, pastosa y rápida y con algo de chunga. Cómo no voy a acordarme del teniente Bryan O'Flynn, prosigue papá. Un tipo alto y rubio, muy simpático y dicharachero. Tenía el brazo tatuado: un corazón con un gusanito en su interior. Era australiano de origen irlandés y sonreía por un lado de la boca de un modo que a tu madre le hacía mucha gracia. Tenía las manos pecosas y siempre decía itismailaif y…

¿Qué significa?

…pilotaba un Spitfire.

Ocho ametralladoras de ala, se apresura a decir David de corrido, monoplaza, puede elevarse a 3.500 metros en cuatro minutos y ocho segundos y su techo son los 10.000, alcanza una velocidad de 587 kilómetros horas y carga 2.610 kilos.

Vaya, sí que estás enterado.

Eso lo sabe cualquiera, padre.

¿Y quién clavó a ese bravo teniente en la pared de tu cuarto, tú o mamá?

Yo. ¿Por qué lo preguntas?

Te pareció un tipo interesante, ¿verdad?

Me gusta su cazadora de cuero. Pero no es sólo por eso… Sabe que lo van a matar, y sonríe. ¿Quién es capaz de sonreír, sabiendo que la va a palmar?

No lo mataron, dice papá después de echar un trago de la botella. Consiguió escapar.

¿Cómo lo sabes?

Siempre sospeché que las cosas son como son, pero me callé por respeto.

¿Respeto a qué, padre?

A mis mayores. Y a las mujeres. Hay que ser precavido. Las mujeres andan toda la vida con algún asunto sentimental pendiente, así que conviene tomar precauciones… Ay ay ay cómo duele esta maldita raja. ¿Cuándo parará de sangrar, por las barbas de Lucifer?

Te has alejado mucho de nosotros, padre. ¿Por qué?

Porque debo reflexionar, hijo.

Piensas mucho en mamá, ¿verdad? Sigues muy enamorado de ella, ¿verdad?

El amor es para los hombres que no miran atrás. Y yo no hago otra cosa que mirar detrás de mí, ahí está ese desdichado culo… Pero háblame de tu madre. Cómo está nuestra costurera pelirroja, qué hace.

Ya sabes, labores de confección para los mercadillos de Camelias y de la Travesera. Vestiditos tobilleros, falditas plisadas, toreritas y todo eso, confecciones para muñecas baratas. Lo hace con patrones de la misma fábrica de muñecas, que son una birria.

¿Y cómo le va con el bebé que espera?

Mal. Es un feto muy cotorra. Un día le oí gritar.

David se tapa los oídos con las manos, pero el zumbido no cesa. Lleva en el bolsillo del pantalón dos pastillas de chocolate terroso que ya estarán deshaciéndose, las ha cogido de casa por si encuentra a papá, pero no se atrevería a ofrecérselas. No es eso lo que necesita, está bien claro. Lo único que necesita es darle al trago.

Echado a sus pies, Chispa suelta un resoplido ronco y descontrolado, como un pellejo que vaciara un aire hediondo. Una nube de abejas sobrevuela el barranco modulando su zumbido, recomponiendo una y otra vez su simetría compulsiva. Pero la percepción más inmediata y persistente, paseando en compañía del perro, consiste siempre en una especie de náusea submarina, la sensación de caminar bajo las aguas muertas que un día pasaron por aquí devorando los márgenes, viniendo de muy lejos, arrastrando árboles y fango y animales y soldados muertos. Chispa no puede ya de calor y fatiga, y David se da cuenta, se agacha y lo coge en brazos. Y cuando se incorpora recibiendo cálidos lengüetazos en la cara y se vuelve diciéndose el matón del poli debería ver esto, debería ver cómo me quiere y me necesita y qué lejos está de querer morirse, y mi padre también debería verlo si estuviera aquí sentado bajo las raíces de la higuera con su culo rajado y su pañuelo manchado de sangre y su botella. Podrían ver sus ganas de vivir y la compañía que me hace y cómo entiende con quién estoy hablando aunque no le vea, de qué modo escucha y mira con sus ojos mansos lo que ni el guripa ni la pelirroja ni nadie sabría mirar ni escuchar…

De todos modos, esta misma tarde le asaltaría a David alguna duda respecto a las ansias de vida de Chispa al verlo parado al borde del tajo, mirando el fondo con una angustia y una fijación desconocidas, realmente como si el anciano perro estuviera considerando la posibilidad de acabar de una vez con sus males tirándose al vacío. ¿Pero cabe en la cabeza de un chucho, por grandes que sean sus dolores y aflicciones, la idea del suicidio? Poco antes había estado dormitando despatarrado en los escalones de la puerta de noche, calentando sus huesos al sol, y de pronto se levantó dirigiéndose en línea recta, muy despacio y cabeceando, hacia el barranco. Los pájaros posados en los alambres de la colada ni se movieron al verle, tan acabado iba el pobre. Se paró en el borde y estiró el cuello, sus patas delanteras provocaron un pequeño corrimiento de tierra y pedruscos, y entonces se inclinó aún más sobre el vacío. Acaso no pensaba en matarse al mirar abajo, hermano, pero lo que es seguro es que pensaba ya en otra vida. Seguro. ¿Cómo saber lo que piensa un perro, tontolhaba? ¿De verdad has creído que se iba a tirar? ¡Serás capullo!

– ¿Qué estás refunfuñando, David? -dice mamá cosiendo en la mesa camilla.

– Nada. Es que me zumban los oídos… ¿Tú crees que Chispa se podría querer morir tirándose al barranco?

– Pues quién sabe. Una vez, estando en casa de tu tía Lola, vi a un perro tirarse desde el puente de Vallcarca.

– Pero Chispa está ciego -dice David-, no puede orientarse. No sabe dónde está el torrente, ni siquiera sabe volver solo a casa…

– Tal vez, hijo. Pero debemos considerar la posibilidad de que el pobre esté deseando acabar con su sufrimiento. Y creo que tú harías bien teniéndolo en cuenta, apiadándote de él… Ya sabes que el inspector Galván se ofreció para ayudarnos.

– ¡No y no! ¡¿Cómo va mi perro a querer matarse ni que lo maten?! Me lo habría dado a entender.

Mamá clava la aguja en el cojín y endereza la espalda con gesto de dolor. Pero sonríe.

– Es posible, hijo. Pero mira, cuando uno quiere morirse de verdad, no suele decírselo a nadie. ¿Me haces el favor de traerme la palangana con agua y sal?

Los puños prietos sobre las cuencas de los ojos, todavía en posición fetal y, la verdad, sin demasiadas ganas de abrirme camino hacia el sangriento resplandor de este mundo, me complace ver a David tumbado en su camastro y convocando en sus atormentados oídos el terapéutico rugido del motor del Spitfire. El techo de su cuartito en penumbra acaba de abrirse y aparece en lo alto el espacio infinito y azul con nubes alargadas teñidas de rosa que viajan despacio por encima de la temeraria, arrogante cabeza del piloto bien pertrechado en su carlinga, con las solapas de la cazadora alzadas, con su gorro y sus gafas, con su mirada puesta en el horizonte y su inactiva sonrisa ladeada. Suavemente el avión se inclina sobre un costado y el sol espejea cegador en el parabrisas, luego gira majestuosamente y se sumerge en la alborada roja y esmeralda.

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