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Sé lo que estás pensando, infeliz prematuro, me dice con los ojos. Pero por mucho que lo pienses y me lo recuerdes, no creas que me harás sentir peor de lo que me siento.

Yo no te culpo de nada.

Deja de lamentarte, monicaco, ya lo hago yo por los dos.

Y esa foto me gusta.

Pues te la puedes quedar.

– David, escucha -dice la prima a mi lado, abriendo el libro donde pacientemente todas las tardes me señala con el dedo las letras del abecedario y me dice el nombre de las cosas-. Si lo que buscas son tranvías vacíos, vete con papá a las cocheras de Sants y allí podrás fotografiar tranquilamente todos los que quieras… Mira, Víctor: pa-lo-ma. Dilo despacio: pa-lo-ma.

– No -gruñe David mientras frota sus labios con el dorso de la mano-. Ha de ser un tranvía circulando de verdad por la calle.

– Man-za-na. Pa-ja-ri-llo. Be-si-to. Dilo despacio: be-si-to -sonríe la prima, y la mirada de David se ensombrece sobre mí y se aparta de ella aún más-. Hijo, qué te pasa. Tienes una fotografía la mar de bonita, ¿porqué no te conformas? El señor Marimón se enfadará mucho contigo, te despedirá si no le llevas la foto…

– Me da igual, prima. Es para Víctor. Parece que le gusta, mira, no la suelta. Yo haré otra mejor. Otra que será como debe ser.

El lunes día doce, cuando la indignación popular en las calles deriva en un intento de huelga general que desborda el conflicto de tranvías, David acude a su cita con el destino en una bocacalle solitaria de Gracia. Se dirige a la concentración en la plaza de Cataluña, a pie por Bailén, atento a los tranvías de la línea 30 y 38 que bajan de vacío, y saca algunas fotos apostado detrás de un árbol. Cada vez que tapa y destapa el objetivo siente que la verdad desnuda y simple, tal como ahora la quiere, penetra en su ojo como un rayo luminoso. Está mordisqueando una manzana que llevaba en el bolsillo cuando, en el cruce con la calle Santa Eulalia, se topa con dos agentes de la policía armada que le exigen la entrega inmediata de la cámara y que se identifique. Uno de los agentes le sujeta el brazo mientras su compañero intenta arrebatarle la cámara, pero él consigue zafarse.

– Está bien. Pero dame eso -dice el agente.

– Eso no, bwana. Soy fotógrafo y tengo permiso del Inspector Galván, de la Brigada Social…

– Ya. Dame la máquina y pórtate bien, venga -exige el agente empuñando la porra.

– Llamen al inspector, verán que no miento -dice David retrocediendo y dando manotazos para librarse del acoso.

– Mira por donde tendré que sacudirte…

Alguna de las fotos que lleva tiradas podría ser muy buena y él lo sabe, o no habría hecho lo que hizo seguidamente: meterle el dedo en el ojo a uno de los agentes, zancadillear al otro y correr al encuentro del tranvía que baja dando tumbos y con el trole chisporroteando en el cable. Evitando verse agarrado otra vez, cruza temerariamente los raíles con intención de saltar al estribo del otro lado, pero el tranvía baja a mucha velocidad y no le da tiempo y lo golpea, lo lanza unos metros por delante, y, sin tiempo a frenar, lo apresa debajo del entramado de hierros de la plataforma delantera y lo arrastra varios metros.

El primero de los dos agentes que llega a su lado no se atreve a tocarlo. David abre los ojos y mira en torno como si no supiera dónde está.

– Ondia. ¿Tengo las piernas enterradas en la arena…?

– Tienes el cuello roto, maldita sea -masculla el agente.

Su compañero también se agacha, le mira, se levanta rápido y pregunta a un curioso que se ha acercado dónde hay un teléfono. El conductor del tranvía se ha sentado en el estribo y se tapa la cara con las manos. David aprieta la cámara en su pecho y con la otra mano desliza las yemas de los dedos sobre el empedrado húmedo y frío.

– Las manos me arden -dice con un hilo de voz-. A que nunca han visto una cazadora de cuero como ésta…

– Será mejor que no te muevas, muchacho -dice el agente-. Te sacaremos de aquí.

– Nadie me sacará de aquí.

– No te mires el pecho.

– Ningún agujero en la cazadora, por favor…

– No hables, no te muevas. Hazme caso.

El agente se incorpora al ver llegar a su compañero con ayuda. David aparta los ojos de él y con la uña escarba entre los dientes un resto de manzana. Estando en ello siente que se apaga el zumbido de los oídos y ladea la cabeza despacio, sin ningún signo de dolor, como si la reclinara sobre un agua que pasa para escuchar su rumor, o como si la recostara sobre la almohada arrebujado en su propio sueño.

Nadie nos devolvió su Voigtländer ni el último carrete que gastó aquella tarde, en el que tal vez estaría, luminosa y emblemática, con ese resplandor genuino que emana de la obstinación, su foto favorita, aquella cuyo negativo quería revelar sin retoques. No sé si consiguió esa foto, no lo sabremos nunca, pero la que yo conservo, la que le hizo días antes al tranvía espectral y encendido bajo la lluvia, rodeado por una muchedumbre sumisa y a la vez obstinada moviéndose a pie, raídas gabardinas en torvas espaldas y periódicos mojados en la cabeza, aquella fotografía que él había manipulado con un lápiz de punta fina en la soledad del cuarto de revelado, hoy sigue siendo la imagen más pertinente y turbadora de cuantas captó David, el testimonio más cabal y más veraz de lo que un día, hace mucho tiempo, conmovió a esta ciudad.

Ahora alguien ha abierto ventanas y celosías, toco bajo la almohada mi lápiz y mis cuadernos llenos de garabatos como olas persiguiéndose en un mar infinito, y enseguida vendrá la prima Lucía con otro vaso de leche y la medicina, después tendré ganas de leer un rato la única novela que conservo de la pelirroja, y le diré a Lucía: alcánzame Guerra y paz. Pero tendré que repetirlo varias veces porque, aunque me esfuerzo mucho, lo que me sale de la boca es algo así como cázame guerripa.

Y es que todavía me cuesta mucho hacerme entender.

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