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Aún no he nacido y ya me estoy muriendo. No pocas veces, en el transcurso de mi vida, habría de lamentar que ella no me llevara consigo esa noche, bien arropado en su ilusión secreta y romántica de ex maestra de escuela represaliada, en esa ensoñación ingenua que he sido para ella durante siete meses, una sombra intrauterina con una pluma en la mano. Sal y cuéntalo, habría dicho, de poder hacerlo. En su día los astros le habían dicho a mi madre que David era el signo que anunciaba la mascarada infame de los tiempos que vendrían, y que yo en cambio sería como la señal de un testimonio luminoso y veraz, pero lo cierto es que, viéndome llegar a este mundo de manera tan esquinada y funesta, viendo cómo ella se desangra y se nos va inexorablemente en un quirófano mal equipado y cochambroso, nadie habría pronosticado tal cosa. He nacido prematuro, azul de cianosis y pesando menos que un mosquito, con una lesión cerebral que me tendrá postrado no sé cuántos años y una pinta de niño lobo que tira de espaldas. Durante tres meses, mis tiernas zarpas crecerán entre algodones.

– Yo me haré cargo de la criatura, si es que sobrevive, y también de su hermano; esta noche dormirás en mi casa, David -decide la tía Lola una vez ha sido puesta al corriente por el médico, ya que al inspector, al que debe precisamente que le mandaran aviso y la fueran a buscar a su casa, no consigue sacarle una palabra.

Todo acaba de ocurrir tan deprisa. La pelirroja yace todavía bajo una sábana, en el quirófano. Y en el pasillo, un metro siempre por delante del tío Pau, que permanece mudo y visiblemente afectado, embutido en su uniforme de tranviario y con el macuto de cobrador en bandolera, la tía Lola emprende las diligencias más tristes y toma las decisiones pertinentes con talante compungido y poco amable, pero sin titubeos y sin derramar una sola lágrima. De pie junto a la puerta del quirófano desde que ha llegado, con su anticuado abriguito de solapas grises y su bolso de terciopelo negro y cierre de metal dorado que suena como un disparo, mientras escucha las explicaciones del cirujano -el pronóstico era ya infausto antes de entrar en el quirófano, señora Ribas- y atiende a las sugerencias de un sacerdote respecto al servicio religioso de la capilla, puede observar de cerca la ruina y el quebranto de este hombre sentado en un banco del pasillo, el mismo hombre que tiempo atrás la interrogó sobre el paradero de su cuñado Víctor. Algo había llegado últimamente a sus oídos sobre la querencia insensata de un policía hacia su hermana, rumores que no hicieron sino confirmar sus previsiones acerca de lo que ella llamaba las tonterías libertarias de Rosa y las desdichas y calamidades que se estaba buscando desde su infortunado matrimonio, pero ahora prefería mantenerse al margen del asunto, evitar cualquier tipo de familiaridad con este señor.

Esforzándose por mostrarse sereno y dócil, el inspector pregunta a una enfermera si puede entrar en el quirófano, y ella le dice ahora no por favor. Los tíos resuelven otros trámites en algún despacho. En el pasillo desierto, David espera apoyando la espalda en la pared y llorando silenciosamente, y sentado en un banco frente a él, ajeno por completo a su desconsuelo, la cabeza gacha y los codos en las rodillas, el inspector mira obstinadamente las baldosas durante largo rato, y luego se vuelve un instante para mirarle de lado con una mezcla de desesperación y sosegada arrogancia, mientras su cabeza le da vueltas a una sola y obsesiva palabra.

Cuando David la oye por primera vez, la palabra no le dice nada: eclampsia. De una manera pertinente y fatalista, como él suele hacer, no acertará a establecer una causa directa entre mi gestación y la muerte hasta mucho tiempo después, y aún entonces persistirá en su conciencia la amargura de la culpa, ya que nunca dejará de pensar que mamá se encontraba sola en casa al sufrir el ataque, y que si el inspector Galván hubiese podido estar allí haciéndole compañía, como tantas otras veces, de charla con ella y tomando café con sus terrones de azúcar y con sus cigarrillos rubios que a veces le negaba y con su Dupont dorado y su dichosa rosa blanca, si hubiesen podido ambos seguir hablando de papá o de la guerra o de los achaques de ella o de cualquier cosa o de nada, simplemente si este hombre hubiese podido presentarse en casa a la hora que tenía por costumbre, si él no le hubiese inculpado tan sañudamente, la pelirroja habría recibido auxilio y atención médica a tiempo y seguramente aún viviría. He aquí la triste verdad. Nadie, ni el mismo inspector Galván, podía imaginar cuánto le había afectado a David esta circunstancia, y habrían de pasar años de penuria y algunos tranvías de vacío -por decirlo a la manera de papá- para que yo mismo me diera cuenta.

Al levantar David la cabeza, advierte que el inspector sigue sentado en el banco y que su mano hurga en el bolsillo trasero del pantalón la petaca de licor; con dedos ágiles, sorprendentemente rápidos, el poli desenrosca el tapón y acerca el gollete a los labios, pero de pronto se inmoviliza y suspende el trago. David aparta la vista, y casi en el acto, han pasado sólo unos segundos, al volverse para mirarle otra vez, el banco donde se sentaba el inspector está vacío y a su lado se agitan los batientes de la puerta del quirófano, se agitan a destiempo el uno del otro, perdiendo fuerza y sin encontrarse.

RETORNO AL BARRANCO

Debo ahora efectuar una especie de salto retráctil en la memoria desvanecida de la sangre, un simulacro de voltereta. No se trata de una más de mis supinas travesuras intrauterinas, cuya finalidad hasta ahora no ha sido otra que la de situarme mejor en la placenta de esta historia, sino de representarme años después a mí mismo, el elegido por los astros, en un hogar empobrecido cerca del puente de Vallcarca, postrado en la cama y apechugando con las secuelas de un parto prematuro. Con apenas seis años y todavía ovillado como un feto la mayor parte del tiempo, me veo rodeado de fotografías de tranvías y garabateando viejas libretas escolares con un lápiz negro y la vista borrosa. Lucía, la última hija de la tía Lola, tiene dos años y juega a los pies de mi cama con una muñeca de trapo. Recibo cuidados de los tíos y de la prima Fátima, que ya tiene dieciocho años, y sobre todo de David, que pronto cumplirá los veinte y ahora trabaja a plena jornada para el retratista Marimón, que ha prosperado mucho y tiene un estudio fotográfico y una tienda en la Rambla del Prat.

Durante los tres años siguientes a la muerte de la pelirroja, no hay quien sujete a David y a punto estará de reunirse con su amigo Paulino en el reformatorio. Pendenciero y solitario, metido siempre en todos los follones del barrio, durante mucho tiempo es un chico bueno para nada, y si no pierde el trabajo lo debe a los buenos oficios y a la tenacidad de la tía Lola, empeñada en enderezarle. De otro lado, la complicidad dulce y sosegada de la prima Fátima en sus primeros y furtivos escarceos amorosos, acaban por aplacarle bastante, al menos temporalmente. Pero nadie podía imaginar que lo que le salvaría de sus propias furias sería el trabajo.

En el estudio fotográfico David aprende la técnica del retrato con retoques para embellecer el modelo, y en ese menester, en el retoque, según el criterio del propio señor Marimón, su pericia es notable; sabe cómo hacer más deslumbrante y atractiva la sonrisa de los novios el día feliz de su boda, y más largas y sedosas sus pestañas, más inocente la mirada de los niños y niñas que posan vestidos de primera comunión, y más fino el cutis o menos engarfiada la nariz de señoritas poco agraciadas. Sin embargo, al cabo de algún tiempo, esos trabajos acaban por aburrirle y su interés se centra en la foto-reportaje, en captar la realidad de la calle con su propia Voigtländer de mancha y revelarla sin afeites, sin tener que retocar los negativos con el lápiz afilado. Según el testimonio de la prima Fátima, que siempre anduvo medio enamoriscada de él, David descubrió su verdadera vocación haciéndole fotografías a ella, después de una breve pero entusiasta etapa dedicado a la fotografía artística, una actividad solitaria y alelada cuyos logros más notables habría de obtenerlos en una docena de instantáneas en la playa y en casa -Fátima desnuda sentada en mi cama y oliendo una rosa blanca, guardo la foto entre las páginas de un libro- y, sobre todo, en las que hizo una mañana en el Guinardó, después de callejear durante horas con la cámara colgada al cuello en busca, ingenuamente, de algo imprevisto.

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