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– No parece usted lamentarlo -opina ella con una sonrisa demasiado forzada-. Dígame, ¿por qué está tan convencido de que mi marido se escondía en casa de esta mujer?

– ¿Usted no lo cree?

– Yo me inclino a pensar que sí. Es posible. Pero usted, ¿por qué está tan seguro?

– Hay un informe -dice el inspector, y después de una pausa añade-: La verdad es a veces desagradable. Pero eso es lo que hay, señora Bartra.

La pelirroja guarda silencio apretando la taza de café entre sus manos.

– El informe -añade el inspector- no fue incluido en el expediente porque se consideró confidencial, se ve que esta señora tiene buenos padrinos, usted ya me entiende. Pero los datos están ahí… Había una amistad, supongo, y recuerde que esa noche a su marido lo estaban buscando. Digamos que fue a pasar la noche y se quedó unos meses, porque allí se encontró a salvo, digamos… Caray, no se lo reprocho -añade el inspector usando un peculiar tono de chunga, nada convincente-. Seguramente yo habría hecho lo mismo.

– Seguramente.

– Oiga, yo sé que usted esperaba alguna buena noticia sobre su marido, y créame que habría dado cualquier cosa por conseguir esa noticia, porque me hago cargo de su situación. Pero si lo piensa bien, aquella torre no fue otra cosa que un refugio provisional. Para un hombre que huye, cualquier sitio es provisional…

– Se ha hecho tarde y mi hijo está al llegar -dice ella con el semblante demudado y apoyándose en la mesa camilla para levantarse.

Endereza la espalda con una mueca de dolor y su mano sujeta el vientre grávido como si de nuevo temiera el desprendimiento de la placenta y mi caída en las baldosas. Hay en el gesto algo obsceno y tierno a la vez y no ha de pasarle por alto al poli, que se le acerca solícito, y me gusta evocarlo a través de esta amorosa tiniebla porque éstas son las únicas caricias de su mano que perviven en mi piel. No es nada, dice la pelirroja. El inspector apoya suavemente la mano en su hombro. ¿Necesita algo?, siéntese, ¿le traigo un vaso de agua, sus medicinas? Poniendo la mano sobre la mano del policía apoyada en su hombro, ella se ha sentado y lo mira un instante fijamente. La boca entreabierta y carnosa busca el aire y los ojos claros expresan el confuso sentimiento que le inspiran las atenciones del inspector. En un gesto alado y fugaz de la otra mano, él ciñe su frente para tomarle la temperatura. No creo que tenga fiebre, dice sin apartar todavía la mano. Durante un rato la sangre intoxicada de este hombre golpea las sienes de la pelirroja con fuerza, abandonada al bálsamo inesperadamente afectuoso de la palma. La obsesión callada que le transmite esa mano que arde. Cómo la sufre el policía, cómo la sustenta y la controla. Mamá inclina la frente perlada de sudor sobre el regazo, dice este niño, y me piensa mordiéndose el labio y separando un poco las piernas, sé que me piensa, sé que ahora en su profundo temor me configura y concita la esperanza de una vida más intensa y más feliz que la suya. Este niño.

– Ya estoy bien -dice-. Cuando me da estando despierta, no pasa nada malo…

– No la entiendo. Me tiene preocupado, señora Bartra, creo que no se cuida usted lo que debería.

– Las pesadillas son peor que esto, ¿sabe? A veces sueño que mi hijo nacerá con alguna malformación por causa de estos padecimientos… Que algo saldrá mal.

– Tonterías. No pienso escucharla.

– Precisamente hoy he estado pensando en ello y quería pedirle a usted que tenga presente una cosa… Lo he pensado mucho, no crea… Usted sabe que no me queda más familia que mi hermana Lola, y quisiera, en el caso de que me pasara algo, que usted la avisara…

– Nada malo va a pasarle.

– Haga el favor de dejarme hablar. Tiene que prometerme que avisará a mi hermana. Prométame que lo hará. Ya sabe usted que ella no me aprecia, pero no tengo a nadie más.

– Está bien, se lo prometo. Pero no hablemos más de eso. Apoye bien el cojín a la espalda. No, así no… Póngase derecha.

– Es que así descanso más.

– No lo crea. El cojín en los riñones, ahí…

– Lo que usted diga. Pero antes de irse déme otro cigarrillo. Venga, sea bueno.

– No voy a darle ningún cigarrillo. Ya está bien por hoy.

– Haga el favor -sonríe la pelirroja con una pizca de malicia en los ojos-. ¿No cree usted que me lo he ganado?

EL DUPONT DORADO

Imagínate, mi madre vestida de luto de la cabeza a los pies -está diciendo Paulino mientras afila la navaja en el cinturón prendido por la hebilla en las raíces de la higuera muerta- y tocando el pito de mi tío Ramón. Y es que los guardias urbanos le tienen robado el corazón, a mi madrecita del alma. El uniforme blanco, el salacot, el correaje, el pito, todo le gusta. Y como es tan llorona… Después de la comida del domingo, en la mesa, su admirado hermano, es decir, el bestia de mi tío, le puso el salacot en la cabeza y el pito en la boca y ella estuvo riéndose y pitando un buen rato, una tabarra de la hostia, chico, y lo hizo por mí, para que viera lo bonito que es ser guardia de tráfico y poder tocar el pito. Mi madre es así de tonta, David. Se empeñó en que yo también lo tocara y le dije que no, le dije que el pito de los urbanos me fastidia los oídos y además me daría mucho asco llevármelo a la boca, y que ella estaba haciendo el ridículo, y entonces ella se echó a llorar y el tío Ramón me atizó una bofetada. Y mi padre allí sentado con su faria y su copita de anís y sin atreverse a abrir la boca, como siempre… ¡Qué mierda más grande, oye!

– Te estás cargando el cinto -dice David.

– Mi padre es un gallina, pero mi madre es otra cosa… ¿Te acuerdas que te dije que el inspector Galván lo paró un día en la calle, a mi padre, y le previno acerca de nosotros, le dijo que nos vigilara y mi padre se asustó como un conejo y se hizo el longuis? Pues has de saber que también fue con el cuento a mi madre.

Había salido el poli de la tienda de flores de la calle Cerdeña y llevaba en la mano ¡agárrate, chico!, exclama Paulino, llevaba una rosa. Bueno, no es ninguna novedad, ya sabemos que le lleva rosas a tu madre, pero tenías que ver cómo la llevaba; no como la llevaríamos tú o yo, bien derechita y procurando que no se rompiera el tallo, no, él la llevaba boca abajo, iba braceando y la balanceaba sin el menor cuidado, como si fuera un palo o una cañita que acabara de encontrarse en la calle, como si la rosa no tuviera nada que ver con él. ¡Hay que ver cómo son algunos hombres! A un poli le da vergüenza ir por la calle con una rosa en la mano, dice David, eso es lo que pasa, porque se cree muy machote. O es que el tío es así de borde, dice Paulino. Eso también. Es un borde y un malparido. El caso es que venía a tu casa con su rosa blanca, pero se ve que al cruzar la plaza Sanllehy decidió acercarse un momento, le cogía de paso y recordaba el número y el piso, segundo primera, sin ascensor, ya sabes, la distinguida mansión de los Bardolet Balbín, afeitadores de viejos tullidos y paralíticos…

Abre la puerta una mujer enlutada, de rostro tan afilado y mirada tan lastimera que el inspector casi no la reconoce -y a veces menda tampoco, pero es la madre de uno y qué le vamos a hacer, madre no hay más que una.

– ¿Está el barbero en casa? -pregunta el inspector.

– Qué quiere.

– ¿Es usted la madre de Paulino Bardolet? -deja entrever la placa, manteniendo a la espalda la otra mano con la rosa, no vaya a creer la señora que es una gentileza para con ella.

– ¡Ay Dios mío! ¿Qué ha pasado?

– Quiero hablar con su marido, señora. Haga el favor.

– No está en casa. -Se trata de su hijo.

– ¿De Paulino? ¡¿Qué ha hecho, por qué lo vienen a buscar?!

– Cálmese, nadie le está buscando. Sólo quiero aconsejarle algo respecto al chico…

– ¿Qué ha pasado? ¡Señor, Señor, si me hicieran caso alguna vez! -la señora Bardolet se echa a llorar de repente-. ¡Si mi marido me escuchara en vez de andar todo el santo día por ahí! Siempre fue muy andarín… Si lo hubiésemos confiado al cuidado de mi hermano, que fue legionario, ¿no le conoce usted?, es el único que se ocupa del chico como es debido y además ahora es guardia urbano…

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