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AMANDA

La abuela Tecla está sentada en una butaca roñosa al lado de su cama y mamá le está cepillando el pelo. Debió ser guapa la abuela. Labios gruesos y extrañamente rosados, ojos claros, el derecho semicerrado, cabello amarillento y ralo, la sombra de un bigote sobre las comisuras de la boca. Clava la barbilla en el pecho y sonríe, pero con el ceño fruncido, como si desaprobara su propia sonrisa. El lado derecho de la cara se le cae y el ojo de ese lado soporta un párpado que más parece una cáscara de almendra reseca. Y con todo, se ve que debió ser guapa. Sobre la cama recién hecha, el ramo de margaritas que le ha traído mamá.

– Ya no me dan vino en las comidas, hija.

– Vaya -dice mamá-. Hablaré con las monjas.

Las manos arrugadas no paran de moverse en su regazo, como si estuvieran desliando constantemente un enredo de hilos entre los dedos. Mamá le había explicado a David que la abuela aún cree estar desenredando las redes de pesca que solía remendar con hilo de algodón frente a su casita en la playa de Mataró. En la misma habitación del Asilo hay tres ancianas más en otros tantos camastros, pero David no quiere mirarlas. Mamá siempre tiene para ellas unas palabras de aliento y de cariño al entrar.

– David, no te quedes ahí parado sin decir nada. Dile algo a la abuela.

– Hola. Aquí estoy, abuela. Soy David.

No obtiene ninguna respuesta. Prueba otra vez:

– Abuela, tengo un perro que se llama Chispa.

Tampoco. Sabe que la abuela Tecla está muy pirada. A veces le da por hablar mucho y a veces no abre la boca. Siempre, en algún momento durante estas visitas, por lo general mientras mamá la peina y le sujeta el moño con las horquillas, la abuela da un respingo, como si repentinamente se acordara de algo:

– Rosa ¿has puesto el bacalao en remojo?

– Sí, Tecla.

– Dos días en remojo, por lo menos. Y sin piel. Recuérdalo.

– Sin piel, no me olvido.

El cepillo ingrávido en las manos blancas y ligeras de mamá sacando lustre a las mechas canosas, la horquilla entre los dientes, los brazos desnudos arriba y abajo y el aroma arrutado en las axilas pelirrojas, inclinada sobre la cabeza de la abuela con una paciente y devota concentración.

– Me haces el moño un poco más alto -dice la abuela. Y casi en el acto modula la voz llena de tristeza y suelta la extraña pregunta-: ¿Dónde está Amanda, la paciente peligrosa? ¿Tampoco hoy ha venido Amanda? ¿Qué le pasa a mi niña, por qué ya no viene a verme? -Se echa a llorar, mamá procura calmarla y ella añade entre sollozos-: Siempre he sabido que las cosas son como son, Rosa, pero me he callado por respeto. Que te lo diga Amanda.

Jamás hubo nadie llamado Amanda en la familia ni en el vecindario, y tampoco entre las amistades de la abuela en Mataró, al menos a mamá no le consta. Las monjas que la cuidan, y que la oyen gritar de noche ese nombre, no sabían al principio qué hacer ni qué pensar, pero ahora ya no le dan importancia. Y es inútil preguntarle, indagar sobre la tal Amanda. Debe ser un extravío de la memoria, la ceniza de un sueño o de una emoción remota, el aroma tal vez de una vivencia juvenil o de un secreto deseo. En cualquier caso, esas expectativas siempre renovadas de la abuela sobre Amanda tienen fascinado a David.

– Por favor, Tecla, no llore. Mire quién ha venido a verla -dice mamá mientras se dispone a cortarle las uñas con todo el mimo-. Acércate más, hijo, y háblale.

Al acercarse a la abuela le viene a las narices el olor salobre de redes expuestas al sol.

– Hola, abuela. Soy David.

Ella nunca le hace caso. No parece verle ni oírle, sus ojos de agua le traspasan el pecho. Parado ante esa mirada que no le alcanza, David no se siente nada bien dentro de su cuerpo, y ésa podría ser quizás la primera vez que tuvo conciencia de ese malestar. Retrocede dos pasos y pregunta a mamá:

– ¿Por qué no me ve?

– Claro que te ve. No tendrá nada que decirte, eso es todo.

– No, la abuela no quiere verme. Yo sé que no quiere verme.

– Debes tener paciencia con ella, hijo. La pobre no sabe dónde tiene la cabeza. Prueba otra vez a decirle algo, anda.

David da nuevamente dos pasos, se planta ante la abuela e insiste. Hola, abuela, soy yo. Soy David. Y el silencio por respuesta, y los ojos líquidos que no le tocan. Poco después la abuela pregunta al aire:

– ¿Conoces el cuento de la Reina desnuda?

– El Rey -dice David-. Era un Rey, abuela.

Como si no le oyera, ella prosigue:

– Me lo contaron de niña y aún me acuerdo. En ese cuento, todo el mundo ve pasar por las calles del pueblo a la Reina vestida con ropas muy bonitas, y la única persona que la ve desnuda es una niña que va en bicicleta…

– Un niño -corrige David, interrumpiendo el relato-. Y no va en bicicleta. Y no es la Reina desnuda, abuela, sino el Rey desnudo.

– ¿Quién anda por ahí? -inquiere la anciana.

– Es su nieto David -sonríe mamá con tristeza, mientras frota suavemente la frente y las sienes de la abuela con el pañuelo mojado en agua de colonia-. Qué bien huele y qué fresquita, esta colonia, ¿verdad, Tecla?

– ¿Cómo se te ha ocurrido montar en una bicicleta de hombre, niña? -dice la abuela-. Te vas a caer y te harás daño.

Y así todo el rato. Y en las visitas siguientes acompañando a mamá, más de lo mismo, la abuela cada vez más acabada y más ida y David más desconcertado y más transparente. Y después siempre, ya cuando él y mamá se han despedido y se alejan por el pasillo, durante un trecho oyen todavía su voz repitiendo el sonsonete, ¿y Amanda, por qué no viene Amanda?, dirigido ahora seguramente a sus ancianas compañeras de habitación, tan fuera ya de este mundo como ella.

Algunas noches un viento que viene del lado del barranco bate furiosamente puertas y postigos que ya nunca se abren en casa del otorrino, despierta chirridos de goznes herrumbrosos y de maderas que han muerto, y trae rumores de árboles y frondas que fulminó el rayo o arrasó la expansión de la ciudad hace años; se oyen remolinos de hojarasca, sirenas de barco en la niebla y silbos en todas las esquinas heladas del mundo. Y las aguas insomnes y remotas que labraron el torrente vuelven a pasar lentas y silenciosas y llevan ojos muertos y manos cercenadas, brazos y piernas de celuloide y ropita de muñeca, zapatos viejos y aparatos de radio con las tripas fuera.

David se despierta en su camastro gritando, y en el acto ese grito se instala en sus oídos, alborotando, y ya no se va. La luz de la luna entra por el ventanuco y baña la oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio. David se incorpora sobre un codo en el lecho, entorna los párpados y se encara a Joe Louis que le mira desde la pared, agazapado detrás de sus guantes de púgil y de sus gruesos labios negros.

Yo también tengo las orejas machacadas, también a mí me silban, dice Joe Louis. Aguanta, chaval.

Después David consulta la gran oreja sonrosada y los textos explicativos del entorno, cada cual con su bonita letra cursiva de color rojo y con su flechita indicando una zona del apéndice acústico, pero no hay la menor referencia a su extraña percepción, ninguna explicación a esa maldita y sensitiva dolencia.

Con los ojos aún semicerrados, ve entrar en el antiguo laboratorio al especialista cordobés con su bata blanca, la montera en la cabeza, el espejito en la frente y el capote doblado en el brazo, tapándose la cornada del vientre.

¿Por aquí le entró la tremenda cornada?, se oye preguntar David.

¿De qué tremenda cornada me hablas?, dice el otorrino con la voz afilada de los toreros.

La del toro.

¿Qué toro, muchacho?, inquiere el doctor mirándole ahora con expresión severa.

Cuál va a ser. El toro que lo cogió a usted en la plaza. Usted era un torero que llamaban «El Otorrino» de Córdoba, y una cornada limpia lo mató en la plaza de Badajoz.

El doctor P. J. Rosón-Ansio frunce el ceño y sus fúnebres cejones negros se despliegan en posición de vuelo.

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