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– ¡Ay, que me duele! -da un respingo Paulino.

– ¿Otra vez con esa gaita, mamoncete?

– ¡Ay ay ay, que me muero!

– No seas quejica, que ni te he tocado.

– Ponme la mano en el costado, aquí, por debajo de la camiseta. ¡Pero suave suave!

– Te veo venir.

– No es eso… ¿No tocas la costilla rota? ¿No la notas?

– Noto la piel de niña tan fina y preciosa que tienes, guercho puñetero.

– ¿Por qué te burlas de mí? También tengo un diente roto, ¿sabes?

– Entonces qué pasa, ¿otro puyazo del cafre de tu tío? -susurra David-. Pedazo de melón, te dije que no te acercaras más por su casa.

– ¡Y qué puedo hacer! Mi padre quiere que lo afeite cada sábado. Así vas aprendiendo, dice, y agradece que el tío se preste sin miedo a que lo desuelles vivo.

– Rebáñale el gaznate. Yo ya lo habría hecho.

– Si lo vieras como yo, no dirías eso. Con el paño atado debajo de la barbilla parece un muerto que se deja afeitar (su negra bocaza abriéndose ante el filo de la navaja al pinzar la nariz con los dedos: un diente de oro, un olor corrupto). Se queda con los ojos cerrados y muy quieto, y no protesta si le rebaño algún granito o le hago un corte sin querer. Se va al espejo y restaña las heriditas pacientemente con trocitos de papel de fumar, pero después cierra la puerta con llave, pone música en la gramola y venga a darme de hostias. Eso para empezar, porque luego me agarra del pelo y de los hue-vines, aquí y aquí, mira, y me dice que lo mío es una enfermedad, una maldición del demonio, pero que de todos modos nunca lo dirá en casa porque si mis padres lo supieran se sentirían muy desgraciados, dice -la voz de Paulino en la oscuridad se apelmaza con mocos y sangre-. Que esto tuyo es una vergüenza antinatura y te la sacaré del cuerpo a bastonazos y a patadas, dice, aunque tenga que matarte… Y entonces me obliga a besar la sirenita tatuada que sonríe como una furcia asquerosa, de esas que te clavan unas purgaciones con sólo mirarte…

– ¿Tatuada? -dice David-. ¿Dónde?

– Dónde crees. En el culo. Si lo vieras (y si vieras su polla, guapín, tiene más mierda que el palo de un gallinero), cada sábado se monta el mismo circo, y a veces el domingo también, si no está de servicio regulando el tráfico con su uniforme blanco y su salacot en el cruce Gran Vía-Rambla de Cataluña…

Las consabidas lamentaciones susurradas siempre tan de cerca, y el olor zorruno del miedo y el cálido aliento pegado a la mejilla, pero todo eso a David no le hace perder de vista la deslumbrante explosión de color y de música bajo el cielo azul de Bagdad. Ahora la princesa cierra los ojos ofreciendo sus labios rojos al beso traicionero de la negra boca de Conrad Veidt, y él siente una repentina dulzura en el espinazo, un gusanito de miel subiendo despacio desde el ojete hasta el cerebro, y no acierta a saber si esa dulzura rampante la provoca la hermosa boca de June Duprez abriéndose como una rosa de fuego o la mano juguetona y temblorosa del amigo, baldado una vez más por el bestia del ex legionario. Porque el tonto de Pauli, piensa, que ha visto la película tres veces y se la sabe de memoria, sólo presta atención a las escenas en las que aparece Sabu con su moreno torso lampiño y su taparrabos. Y, habiéndose aliviado un poco de su pena, ahora prefiere jugar:

– A que adivino lo que llevas en los bolsillos del pantalón.

– ¿Otra vez?

– A que sí. Anda, déjame -su mano empieza a palpar-. Esto es un pañuelo, esto la cajita de pastillas Juanola, esto el cortaplumas de mango verde -la voz se va haciendo un susurro pastoso-, esto un tronquito de regaliz… ¿Y esto? ¿Qué es esto, una salchichita, un gusanito…?

– ¡Que me haces cosquillas, cabrito!

– Aún tienes el arañazo de la Pili.

– Fue la pezuña de Chispa. Esto me pasa por llevar pantalón corto -se lamenta David, y lo mismo hace cada dos por tres ante la pelirroja y con las mismas palabras. ¿Hasta cuándo, mamá? Ya soy muy ganapia, tú misma lo dices siempre, y todavía me haces llevar pantalón corto.

Y lo que te queda -está diciéndole ella sentada en su sillón de mimbre con los pies hinchados descansando en el agua caliente de la palangana.

Ya lo has oído, hermano. ¡Y lo que te queda!

¡Tú cállate, sietemesino, contigo no hablo!, farfulla David. ¿Qué me contestas, mamá? Catorce años ya…

Todo este verano por lo menos, así vas más fresquito, dice ella cosiendo con la cabeza gacha y las gafas sobre la nariz. ¿Dé dónde íbamos a sacar el dinero para un pantalón largo? Podrías arreglar alguno de papá, sugiere David. Papá sólo tiene dos y no quiero tocarlos; y además, no se puede hacer. ¡Pues me pondré faldas! De eso nos sobra, pero tu hermano aquí dentro me está diciendo que primero deberás quitarte la roña de las rodillas. ¡Mentira, no es roña, es arena del torrente! ¿Seguro? Pues claro, no le hagas caso al enano chupón, ¿que no ves que no discurre una mierda, todavía?

¿No sabes, ignorante, que al cumplir cuatro semanas ya tenemos cerebro, y que también soñamos, y que el sueño más frecuente es el de volar?

– Y esto… esto… je je -se ríe Paulino en la sombra-. ¿Será el rabo de Chispa?

– No quiero bromas con mi perro, chaval.

– Sí, perdona.

El creciente desasosiego de la mano, yendo de un muslo a otro ingrávida y ligera como una araña, a ratos insidiosa y rastrera, demorándose en la entrepierna, le deja indiferente. La mano gigantesca del Genio de la botella deposita a Sabu en la entrada del templo.

– Te vas a perder lo mejor -dice David con la voz dormida y los ojos fijos en la pantalla-. Sabu entra en el templo de la Diosa-Que -Todo-Lo-Ve.

– Ahora tú. ¿A que no adivinas lo que hay en mis bolsillos?

– ¡Y dale con el palpo! ¡Qué tostonazo!

– Por favor.

David acaba por aceptar el reto porque sabe muy bien, sin necesidad de palpar, lo que su amigo lleva en los bolsillos: el canutillo de sidral Bragulat, el pañuelo con mocos y sangre reseca, un rodete de hilo de coser negro, la navaja que le regaló su padre, quizás el rabo cercenado de una lagartija, y briznas de pelusilla y de miedo. Paulino se deja resbalar en la butaca y cierra los ojos. Cercada por la oscuridad y algo torcida, la pantalla devuelve a la platea bocanadas de luz cegadora y sueños de profecías.

…se dice: aunque Alá sea más prudente y más compasivo, hubo en tiempos pasados un rey entre los reyes. Este Señor del tiempo y del pueblo era un gran Opresor, y la tierra era como brea en el rostro de sus súbditos y sus esclavos…

Sabu escucha la profecía del anciano sabio con los ojos muy abiertos, y David cierra los suyos para entender mejor.

…y el pueblo gritó: le buscaremos ciertamente entre las nubes. Pero si los jueces no tienen valor para salvarnos de este tirano, ¿cómo podrá hacerlo un hombre sin importancia? Y el encantador de los astros contestó: Tened fe, confiad en Alá, pues algún día, en el azul del cielo veréis a un mozalbete, el más insignificante de los muchachos, montado sobre una nube, y desde el firmamento destruirá al tirano con la flecha de la justicia.

Poco antes de que termine la película, un hombre convertido todo él en sombra sin apenas contornos y oliendo a acetona se sitúa a su lado en el pasillo de butacas. El fantasma del señor Auge, piensa David, dado que unos dicen que el viejo acomodador está en la cárcel y otros en el hospital muriéndose. Esgrime la linterna en la mano, pero no la enciende. En la otra mano lleva un sobre marrón cerrado y muy arrugado.

– Escóndelo debajo de la camisa y no lo saques hasta llegar a tu casa.

– ¿Es de papá?

– No preguntes y dáselo a tu madre -dice la sombra.

– Usted no es el señor Auge… ¿Quién es usted?

– Nada de preguntas -insiste la sombra, y dando media vuelta se va.

– ¿Con quién hablas? -dice Paulino Bardolet.

– Con nadie.

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