Trae del aparador otra taza con su platillo, la deja en la mesa camilla junto a la suya y se sienta frente a él, dispuesta a sacarle lo que sepa del asunto que a ella le interesa. Después de llenar su taza, se sirve nuevamente.
– Debería usted controlarse un poco con el café -opina el inspector-. Es un excitante. No sé si hago bien proveyéndola de tanto café…
– La verdad es que me viene de perilla. Hay días que al levantarme de la cama, si no puedo tomarme una buena taza de café, no valgo para nada, no carburo, que dice mi hijo.
– La creo. A mí me pasa igual.
– Dos terrones, ¿verdad?
El inspector mira la mano de la pelirroja suspendida sobre los terrones de azúcar, parece dudar.
– Dos.
– Yo medio, el médico me ha prohibido el azúcar -bebe un sorbo y vuelve al tema que le interesa-. Así que nada de nada. Pero, ¿ni siquiera un indicio, por mediación de algún confidente? Ustedes se sirven de confidentes habitualmente, ¿no?
– Así es.
– ¿Me invita a un cigarrillo rubio? Haga el favor. A través de la espiral azul del humo, la pelirroja guarda silencio y observa al inspector. Una ansiedad mal controlada sofoca su voz.
– Gracias.
– Ustedes, los de la Social, saben algo de mi marido y no me lo quieren decir.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Seguro. Habrán verificado todo lo que desmentí respecto al expediente, y seguro que ya saben más cosas.
Después de un instante de vacilación, el inspector admite que hay noticias, pero alega que no está autorizado a reveladas, y que en realidad carecen de interés. Que no son en absoluto malas noticias, añade, de modo que no debe preocuparse. Víctor Bartra se halla todavía en paradero desconocido y presumiblemente bien de salud, eso es todo lo que él puede decir al respecto.
– ¿Cómo sabe usted que se encuentra bien?
– Sabemos dónde ha estado escondido estos últimos meses. Lo sabemos con toda seguridad. Y es de suponer que le va bien.
– ¿Dónde ha estado? ¿Y por qué supone que le va bien?
El inspector tarda un poco en responder, y cuando lo hace, una flema malhumorada y con su punto de tristeza se le enreda en la voz.
– No puedo decirle más, por ahora. Prometo informarla puntualmente en cuanto me sea posible. Le repito que todo va bien, mejor de lo que usted se imagina… Ahora, si me lo permite, quisiera hablarle de otra cosa…
Sentados a la mesa camilla, platicando bajo la luz mortecina del atardecer que entra por la ventana, tomando café y fumando con una parsimonia artificiosa y delicada, preconcebida y de algún modo hasta cómplice, como si en esa creciente penumbra del recibidor-comedor improvisado en un antiguo consultorio médico estuvieran ambos parodiando a sabiendas y en secreto un rito social proscrito, formas abolidas de convivencia y entendimiento: la ilusión engañosa, hoy lo sé, de futuro, cuando ya no queda futuro para ninguno de los dos y persiste en torno el desgaste de los afectos. Es la hora en que muere la tarde y las sombras invaden los hogares del barrio con extraña morosidad, con una puntual y familiar aflicción, sobre todo si es domingo.
El carmín intenso en los labios de mamá y otro cigarrillo entre sus dedos. Mira al inspector de refilón cuando él enciende una cerilla por segunda vez. Al inclinarse sobre la llama con el pitillo en la boca, él tamién se inclina y percibe, seguro que lo percibe intensamente, el aroma de sus cabellos limpios y rojos recogidos en la nuca en un desbaratado moño.
– A propósito -dice el inspector después de soplar la cerilla-. ¿Por casualidad ha visto mi mechero por aquí?
– ¿Lo ha perdido? Pues aquí no. Lo habría visto. ¿Cuándo lo echó en falta?
– El día que me llevé al perro. Me fastidia mucho. Se me caería a saber dónde, suelo quitarme la americana y dejarla por ahí… Lo he buscado por todas partes y no aparece por ningún lado -añade un tanto atolondradamente.
– Si lo ha buscado por todas partes -dice mamá con su tonillo de chunga-, habría aparecido en algún lado. Se expresa usted de manera muy divertida, inspector.
– Bueno, yo no he sido maestro de escuela, no hilo tan fino. La verdad es que lamento mucho la pérdida del mechero, era un regalo de mi hija.
– ¿Tiene usted una hija? -dice mamá con la voz neutra y los codos en el aire, recogiendo con los dedos un manojo de pelo rojo encrespado en la nuca.
Así, al hilo del Dupont extraviado y esa hija a la que el inspector se ha referido por vez primera, ella sabrá cosas de este hombre que nunca pensó que podrían despertar su interés. Sabrá que la niña se llama Pilar y es hija única y va a cumplir quince años, y al rato sabrá también que el inspector enviudó hace cinco años y acaba de cumplir cuarenta y dos, que vive no muy lejos de aquí, en la calle Miguel Sants, más arriba de la plaza Sanllehy, y que antes de ser funcionario de policía había sido catador de vinos.
– ¡No me diga!
– ¿Le sorprende? Pues sepa que es una profesión muy respetable… Aquí donde me ve, aún sería capaz de determinar la fluidez y consistencia de un vino -añade con una chispa de orgullo en los ojos- con sólo inclinar la copa y dejarlo reposar.
– ¿Ah, sí?
– Si no se pega al cristal, es un vino ligero. Si resbala como una lágrima, despacio, es un vino consistente…
– Vaya -sonríe mamá-, creo que todo eso habría interesado a mi marido… -su voz se debilita, se lleva la mano a la frente, cierra los ojos-. No me haga caso. A veces me dan ganas de reírme de todo…
– ¿Se encuentra bien? -dice el inspector.
– No es nada -bebe un sorbito de café-. Siga, por favor.
Cuando estaba estudiando todo eso sobre los vinos, le explica, aún no había ingresado en el Cuerpo y tenía novia, una chica de Algeciras que servía en la misma pensión donde se alojaba él, en Madrid. Se había matriculado en Enología y Viticultura porque quería ser catador de vinos, su padre era capataz de unos viñedos en Valdepeñas. Se casó y durante unos años todo fue bien, nació la niña el día del Pilar y por eso se llama Pilar, pero luego con la guerra vinieron todos los males, su padre y su hermano mayor emprendieron un viaje a Burgos con el dueño de las bodegas y parece que se toparon con una patrulla y nunca más se supo de ninguno de ellos. Llega por fin la paz y regresa a Valdepeñas, pero se encontraba sin trabajo y además al poco tiempo enviuda y se queda solo con una niña de diez años, enemistades y deudas, un rosario de desgracias, así es la vida. Por recomendación de un coronel de los Servicios de Información, a cuyas órdenes había estado en Burgos, pide el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, que muy pronto se convierte en la Brigada Político-Social, es destinado primero a Bilbao y poco después a Barcelona, adscrito a la VI Brigada Regional…
– En fin, no sé por qué le cuento todo eso…
– Déme otro cigarrillo, haga el favor.
– El último. Ni se le ocurra pedirme más, por hoy al menos.
Después, escudada detrás de las volutas de humo azul, ella le observa con curiosidad mientras habla. Sobre la mesa camilla, junto a Guerra y paz y el cenicero puesto encima, detrás de las tazas y la cafetera de porcelana, la lámpara de pantalla amarillenta ya encendida compite con la luz del ocaso en la ventana, y la voz del inspector es ahora apagada y áspera, algo meliflua a ratos, pero su postura en el sillón sigue sin perder la envarada tensión interior, sentado en el borde y como a punto de irse a la menor indicación. Seguramente cree llegado el momento cuando ella suspira y se levanta con fatiga y dice voy por mis píldoras. Al volver del dormitorio se sienta de nuevo con gesto cansado y una mueca resignada de dolor o de fastidio, y, viéndola así, repentinamente abatida y vulnerable, pero hermosa a pesar de todo, él ha de pensar qué sola y atribulada y qué infeliz debe sentirse esta mujer en no pocas ocasiones, por supuesto sin atreverse a decirlo.
– Ya lo ve -dice ella, como si le adivinara el pensamiento-. Ahora mismo mi marido podría estar aquí conmigo, y sin embargo no está, ni siquiera sé dónde para. Pero, ¿sabe usted una cosa?, cuando de noche, en sueños, tanteo su brazo para apoyarme en él, siempre lo encuentro.