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– David ya debería estar aquí para sacarlo a la calle -dice mamá. El perro, alzando la cabeza con gran esfuerzo, la mira con una tristeza tan grande en los ojos que ella lo interpreta como una súplica-. En fin, lo sacaré yo.

Quizá porque la idea de dárselo al inspector y que se lo lleve ya le ronda el pensamiento, engancha ia correa al collar del perro. Recuerdo ese collar de Chispa como si lo hubiese visto: rojo y muy ancho para un perro de su talla, con estrellitas de latón y la hebilla dorada. La correa está hecha con tiras de cuero trenzadas de color marrón claro.

El inspector ha cogido su carpeta y sigue a mamá y al perro al otro lado de la casa, él mismo abre el portalón y los tres bajan muy despacio los escalones hasta el jardín de cenizas. Todavía aquí escucha mamá del inspector alguna nueva observación acerca de la conveniencia de evitarle más sufrimientos al chucho, pero ella no se decidirá hasta el último momento, cuando ya él se despide.

– Espere -dice de pronto, tendiéndole el cabo de la correa-. ¿Quiere llevárselo ahora? Tenga, y que sea lo que Dios quiera. Ya veré qué le digo a mi hijo… Espero que sepa perdonarme.

– Dígale una mentira -sugiere el inspector-. A veces una pequeña mentira es necesaria, sobre todo si con ella se consigue un bien.

– No estoy segura de que haya mentiras necesarias.

– Déjelo en mis manos, señora Bartra.

Chispa mira al inspector y ensaya un ladrido, que le sale asmático, luego gimotea, escarba el suelo con la pezuña, hace señas, olfatea el peligro.

– Calla -dice mamá, dirigiéndose a la puerta con las manos sobre la barriga-. Te vas con el señor inspector, un buen amigo… Pero que no sufra, se lo ruego -añade mirando al policía.

– No sufren. Es cuestión de un momento…

– No me lo cuente, por favor. No quiero saberlo.

– Piense que para el pobre animal es lo mejor. Vamos, valiente, ven conmigo.

– Tenga paciencia con él, que casi no puede andar… ¿Qué harán luego, dónde lo enterrarán?

– El veterinario se ocupará de todo -dice el inspector con un leve tirón de la correa-. Usted ahora entre en casa y olvídese del asunto. Haga el favor, señora Bartra.

Adaptando con torpeza su paso al del animal, el inspector se lleva a Chispa tirando suavemente de la correa con la mano escondida a la espalda, llevando en la otra mano la carpeta.

Poco después, mirándoles de reojo desde la puerta, ella les ve alejarse muy despacio por la franja cenicienta al borde del torrente, cabizbajos los dos, policía y perro unidos por la correa y por otro vínculo, no por invisible menos perceptible, una suerte de mansedumbre en el paso que les hace extrañamente cómplices o solidarios en la penosa marcha. Lo último que ve la pelirroja es a Chispa echado en el suelo, negándose a seguir, y al poli tirando de la correa con bruscas sacudidas. En el instante en que ella cierra la puerta, el inspector se revuelve cambiando de mano la correa y la carpeta con cierta mal disimulada impaciencia.

Ya estoy encajado en la pelvis de la historia y percibo aviesos fulgores, pero no tengo ninguna prisa. Desde la burbuja que todavía me preserva del mundo y sus espejismos, escucho los pasos sigilosos en el oscuro corredor del chalé de los muertos al regresar mi hermano a casa con el mal augurio que ya esta tarde, cuando estaba espiando agazapado bajo la ventana, le transmitió la voz del inspector Galván sentado muy tieso frente a mamá, una voz tan inesperadamente aterciopelada y una postura tan atenta… Ahora ella cose en su cuarto. Nada más entrar en el comedor-recibidor, David distingue el apagado fulgor dorado del Dupont entre los pliegues de la manta, como si acabara de caer allí sin hacer ruido y le hiciera guiños, justamente en el mismo lugar donde el perro debería estar esperándole meneando el rabo.

Empieza a llamar a Chispa, pero algo terrible le dice que no debe esperar respuesta. Se inclina sobre la manta despacio, en una actitud entre furtiva y reverencial, se hace con el Dupont de un manotazo y lo guarda en su bolsillo.

Estará llorando la muerte del perro Dios sabe cuánto tiempo. Tanto lo había querido y con tanto cariño lo cuidó procurando aliviar su sufrimiento, tanto lo había acariciado y con tanto mimo, que la palma de su mano guardaría memoria imborrable del pelo ralo y sus meandros en el lomo y en la barriga, de las orejas melladas y del hocico no siempre frío, de los quistes y de las peladuras en la piel. Y fue esta memoria fiel y rabiosa la que engendró la venganza; no tal vez la consecuencia directa, pero sí el germen, la venenosa semilla. Nada de cuanto iba a sucederle a David en el transcurso de su corta e intensa vida, ninguno de sus muchos y privados infortunios, de sus locos empeños y sus penosas claudicaciones tendría para él tanta importancia como el desdichado fin de ese perro; ni el día que, vestido totalmente de luto, llorando y llevándome en brazos, fue acogido en casa de la tía Lola, ni años después, cuando se convirtió en un joven gamberro y la tía tuvo que ir a buscarlo a la comisaría no sé cuantas veces, o cuando la prima Fátima se encaprichó de él y parecía feliz pero en el fondo se sentía muy desgraciado, ningún revés de los muchos que labraron su destino, su soledad y su desmesura, habría de marcarle tanto como la muerte de Chispa.

Cacho cabrón. Cerdo. Maricón. Matarife hijoputa. Polichulo de mierda. Ojalá te metan una rata viva en el culo y te coma las tripas.

Deja de escupir barbaridades, hermano. Esta tarde mamá te ha oído y con el disgusto que ya lleva encima…

Tú calla, boniato peludo. Sigue nadando en tu pecera y no fastidies más.

Está mascullando improperios en un recodo del barranco, pegado a una grieta que frecuentan lagartijas y culebras. A su lado asoma una roca caliza en cuya superficie quedó grabada con toda nitidez la huella de una concha marina con estrías y también la espiral de una caracola. Es que hace un millón de años, le había explicado a Paulino, mucho antes de que esto fuera un río, el mar llegaba hasta aquí y lo cubría todo con sus peces de colores y sus conchas y caracolas. Esta idea de la vida anegada totalmente por las aguas muertas sin orillas le conforta momentáneamente. Agazapado en la grieta, por encima y más allá de la estridencia de grillos reales o grillos meramente acústicos, los que anidan en sus oídos, se siente como en el interior de una caracola y atiende a los ecos de una quimera fluvial que sólo para él discurre aquí, un murmullo estival de insectos y de aguas primigenias y dormidas, de cuando la barranca debía ser todavía un arroyo sosegado y cristalino.

Nubes algodonosas se arrebujan sobre la Montaña Pelada, y al atardecer, bandadas de gorriones buscando cobijo se dejan caer en picado, como grávidas cortinas oscuras descolgándose sobre el resplandor del crepúsculo.

– ¡Mi pobre Chispa! ¡Mi pobre perro!

Esta primera noche se la pasará sollozando bajo la sombra protectora de la grande y sonrosada oreja del doctor P. J. Rosón-Ansio, y seguirá mascullando maldiciones y lamentos a lo largo de toda la mañana siguiente, sin querer hablar con nadie salvo consigo mismo. Puños apretados en los bolsillos y cabeza gacha, embistiendo el aire, así permanecerá hasta que, hacia el mediodía, hallándose sentado en los escalones de la puerta principal, al cerrar rabiosamente por enésima vez el puño sobre el mechero del inspector, los ojos se le quedan repentinamente secos. Sorprendido, descubre que ya no desea seguir llorando, y mira frente a él las sábanas que agita el viento en el tendedero.

Hace un rato que mamá ha regresado del mercadillo con su gran capacho de la costura y él sabe que ahora está hirviendo lentejas con arroz. Enseguida saldrá con el cesto a recoger la ropa seca, y David reanuda su letanía de tacos en voz baja.

– ¿Todavía con esta monserga? -dice mamá, fingiendo un malhumor-. Tuve que hacerlo, hijo. Tú nunca habrías consentido que se lo llevaran.

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