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– Sabía que se iba a disgustar.

– Casi todo es mentira.

– Permítame decirle que lo más feo del asunto no es el expediente. Creo que el problema de su marido, el que podría traerle complicaciones ante un tribunal, lo tenemos en la ficha…

– Igualmente llena de infundios. Vaya manera de tergiversar la verdad. La revancha, la delación y la calumnia es lo que priva hoy, y usted lo sabe. ¡Y cómo está redactado!

– Usted tiene estudios, ¿no es cierto, señora Bartra?

– ¿A qué viene eso?

– No me interprete mal, no la estoy interrogando -se apresura a decir el inspector, enderezando aún más la espalda en su sillón. Cambia el cigarrillo de mano, se alisa los cabellos, se mira los zapatones gastados-. Quiero decir que hay algo en usted, a pesar de su pasado republicano y de las ideas que comparte con su marido…

– Me sé la letanía, inspector, no se moleste.

– Hablo en serio -dice él, tratando de adoptar un tono de indiferencia-. Admiro su ánimo, señora Bartra. No es frecuente en mi trabajo tratar a personas como usted. Es más, considero un privilegio haber tenido ocasión de conocerla y ayudarla en lo posible.

– No sé por qué lo considera un privilegio ni creo que me interese saberlo, pero bueno, se agradece el piropo; acaba de ganarse otra taza de café y otros dos terrones de azúcar… Me tiene un poco asombrada, ¿sabe? -intenta sonreír mamá al añadir-: Antes los policías no eran así. Yo creo que ustedes han sufrido algún tipo de perversión genética.

– ¿Cómo debo entender eso, señora Bartra? -dice el inspector. Ante el silencio de ella, añade-: Sé muy bien que la gente nos mira con recelo. Estoy acostumbrado, y no me importa.

– Yo diría que sí le importa.

– Depende de la persona.

Después de otro silencio más largo, la pelirroja mira la carpeta azul en sus manos y la acaricia con aire pensativo.

– Gracias por dejármelo leer. Aquí tiene -le pasa la carpeta-. Todo está escrito con mala fe. Ustedes no saben nada de mi marido.

– ¿Qué le pasó realmente a este hombre? -dice el inspector adoptando una actitud más relajada, cultivando el escaso terciopelo de la voz-. Me lo he preguntado muchas veces. ¿Cómo pudo de la noche a la mañana dejarse aniquilar por el alcohol un hombre así, un luchador, con sus ideales, con sus sueños de futuro, como usted dice…? ¿Por qué cayó tan bajo?

– Esta pregunta no me parece pertinente, inspector.

– Tal vez. Confieso que mi interés no es meramente profesional.

– Usted me está pidiendo la verdad sobre un asunto privado. Tendrá que conformarse con la verdad pública, que es ésta: mi marido es desafecto al régimen. Y es un alcohólico.

– Eso ya lo sabemos. No era mi intención…

– Está bien. ¿Le importa que hablemos de otra cosa? Veamos. Creo que antes se ha referido usted a mis estudios.

– Sí. He de completar el informe con algunos datos que me faltan.

– Pues venga. Qué quiere saber.

– Usted era maestra de escuela en la República. O por lo menos lo fue durante unos meses, en Mataró, cuando vivía con sus suegros. Estuvo enferma mucho tiempo, afectada por la muerte de su hijo, y tuvo que dejar el trabajo. Después de la guerra no volvió a la enseñanza.

– No me dejaron.

– No la dejaron -repite el inspector sin el menor tono inquisitivo.

– Así es. Supongo que no le extrañará -dice ella-. Todos conocemos a personas, médicos, abogados, que no han podido volver a ejercer su profesión.

– Ciertamente. ¿Y qué hizo usted, cómo se las apañó?

– Ya vivíamos aquí -suspira mamá-. Me puse a trabajar en una fábrica de hilaturas de la calle Escorial.

– La fábrica Batlló -dice el inspector estrujando la cajetilla de Lucky vacía y depositándola en el cenicero.

– Todavía estoy en plantilla -dice mamá-. Llevo tres meses de baja, ya le hablé de eso. Mi horario era de seis de la mañana a dos de la tarde y la semanada de veinticinco pesetas, y tenía dos telares a mi cargo. Ah, y empecé con dos años de aprendizaje, cobrando quince pesetas a la semana… Qué más quiere saber.

El inspector ha sacado el bloc y, rebuscando en sus bolsillos, ha encontrado un trozo de lápiz algo más largo que una colilla. Pero no toma notas.

– Hizo bien en pedir la baja -dice con la voz neutra y remansada. Ahora es ya una voz vaporosa que no expresa convicción y sin embargo la busca, una voz de humo-. Hay que cuidarse. Hizo bien.

– Fue cosa del médico, no crea usted que es cuento.

– Pues claro, no hay más que mirarla. Usted necesita cuidados.

– Qué más quiere saber. Ah, sí. Confecciono en casa blusitas y falditas para niñas o para muñecas, me da igual, hace mucho tiempo que lo hago, y prefiero coser que volver a la fábrica. Y eso es todo, creo -ha cogido el Dupont y le da vueltas entre los dedos, sobre la barriga puntiaguda, al parecer sin nada más que añadir. Se fija en las iniciales M. G. grabadas en el mechero, y vuelve a dejarlo sobre la mesa, junto al platillo de la taza de café. Mira el paquete de cigarrillos arrugado, y él adivina su pensamiento.

– Se acabaron -y con algo parecido a una sonrisa, añade-: Y me alegro por usted.

Tampoco el inspector parece tener más preguntas que hacer y permanece callado unos segundos, mientras bebe un sorbo de café y corrige la posición de la carpeta azul sobre la mesa. Al hacerlo, la carpeta desplaza el mechero hasta el borde de la mesa camilla, y de allí, y sin que él ni ella lo adviertan, el mechero cae blanda y silenciosamente sobre la manta doblada en la que hace un momento yacía Chispa. De pronto el inspector cree recordar algo.

– Usted tiene una hermana, que vivió mucho tiempo en un pueblo de Tarragona.

– Lola. Hace por lo menos seis años que se vino a Barcelona.

– No aprecia mucho a su marido de usted.

– Sólo oír su nombre le causa pavor. Tiene ocho años menos que yo, pero siempre fue una viejecita resabiada y beata… No se hace querer, pero es buena.

– He hablado con ella -el inspector consulta su bloc y añade-: Vive en Vallcarca. Eso es. Lola.

La tiene muy presente, no tanto por su aspecto poco agraciado, una mujer flaca abriendo y cerrando su bolso de terciopelo negro con un ruido metálico fortísimo, como un disparo, como por su mal disimulado rencor hacia su hermana Rosa casada con un sinvergüenza. Le mostró su carnet de una Congregación de Hijas de María y le dijo no saber nada ni querer saber nada del hombre que ha hecho tan desgraciada a mi hermana, con lo lista que ella se creía, no señor, no sé por dónde andará ese rojo ni quiero saberlo.

– Casó con un campesino del campo de Tarragona que ahora es tranviario, el Pau -añade mamá-. Es cobrador en la línea treinta.

– ¿Queda algún familiar en aquel pueblo… cómo se llama?

– La Carroña.

– Eso, La Carroña. Vaya nombrecito.

– Más que un pueblo -dice la pelirroja pasando por alto la observación-, es una calle muy corta, no creo que llegue a una docena de casas. Debe quedar por allí el hermano de mi cuñado. No sé, hace años que Lola y yo no nos hablamos. Y por cierto no dejo de lamentarlo, no por mí ni por ella, sino por David. Mi hermana tiene una hija de la misma edad que David, quizá un año menos, y desde pequeños se querían mucho… ¿Por qué me pregunta usted todo eso? ¿Acaso cree que Víctor puede estar escondido en La Carroña? Pues olvídese. Aun en el caso de que alguno de los dos hermanos, y pienso sobre todo en mi cuñado Pau, el tranviario, que está un poco loco pero es un pedazo de pan, pues aunque él hubiese querido esconder a mi marido en su casa, Lola no lo habría permitido de ninguna de las maneras. ¡Menuda es mi hermana! Pero ustedes ya habrán investigado eso.

– Hay un informe de la Guardia Civil.

Chispa abandona el frescor de las baldosas y cabeceando cansinamente se dirige hacia su manta, se deja caer y cubre el Dupont con la pelambre de su barriga. Empieza a gemir. Espatarrado y con la cabeza ladeada, parece muerto.

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