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Antes de saltar a la Avenida, camino de la parroquia de Cristo Rey, David se para un rato frente a la mata de ginesta para ver de cerca la falda con bolsillos verdes secándose al sol. Es muy corta, de niña, confeccionada con una tela tosca y desleída. Una avispa se pasea por el dobladillo de la falda, y la rodilla de David da un respingo. Lleva metida en el cuerpo esa excitación que tan bien conoce y que anuncia la impostura.

¡Que sí! ¡Que soy peor que la peste!

El inspector Galván ha tocado el timbre y aguarda frente a la puerta de día, pensativo y con la mano yerta hundida en la mata de margaritas. En la otra mano, liberada ya del vendaje y del cabestrillo, lleva la carpeta azul. Se abre la puerta, dice unas palabras, muestra la carpeta, y adentro.

– Tengo que agradecerle la molestia… -empieza mamá.

– Me tiene a sus órdenes, señora Bartra.

– ¿Lo dice en serio? -la pelirroja sonríe con la mano en el escote de la bata-. Siéntese, haga el favor.

Ella lo hace en su sillón de mimbre y sin más cumplidos empieza a hojear el expediente con la carpeta en el regazo y el cigarrillo humeando en sus dedos, indiferente a las miradas del inspector, que permanece sentado muy tieso en el otro sillón. Pero enseguida suspende la lectura para sonreír otra vez y disculparse por no atenderle como es debido. Trocitos de hilos de coser de varios colores, adheridos a su bata como finísimas culebrillas, llaman la atención del policía. En uno de los bolsillos asoman los ojos de unas tijeras. Sobre la mesa camilla hay un servicio de café con dos tacitas y un tazón lleno de terrones de azúcar.

– Es que estaba deseando leer esto…

– Lo comprendo.

– Espero que la casa no huela mal -comenta ella mirando a sus pies las baldosas recién fregadas, el perro dormitando en su rincón con un penoso jadeo y a su lado el cubo de zinc con una bayeta dentro-. Me he pasado el día fregando los vómitos del pobre chucho, no sabe usted cómo tengo los riñones. Con decirle que estoy empezando a pensar seriamente en su ofrecimiento de llevárselo…

– Sería lo más conveniente. ¿Habló con su hijo?

Pero ella no contesta porque de nuevo se ha enfrascado en la lectura de los informes. El inspector calla y la observa. La cabeza de mamá, con su hermoso pelo rojo alborotado lleno de cintas negras, se inclina devotamente sobre las supuestas fechorías de Víctor Bartra. Y por debajo de la carpeta, en el regazo, sus rodillas muy juntas y enrojecidas parecen sonreír.

Unos minutos después cierra la carpeta con los papeles dentro, da una última y furiosa calada al cigarrillo y lo aplasta en el cenicero.

– Esta ficha y este expediente son un insulto a la inteligencia de mi marido -dice serenamente-. A su integridad moral y a sus ideales. Es una burla.

– Bueno, a juzgar por algunos puntos de su declaración -dice el inspector-, habría que ver quién se burla de quién. Pero dejemos eso, señora Bartra. Comprendo que defienda usted sus ideas…

– No se confunda conmigo, inspector. Yo defiendo a mi marido y respeto su ideal, pero no soy su bocina ideológica, ni de él ni de nadie; yo soy la mujer que cría a sus hijos, la costurera, la cocinera, la fregona. ¿Le parece poco? Supongo que usted piensa, como todos los de su bando, que me siento vencida y sola, y que lo estoy pasando tan mal que ya no comparto el ideario de Víctor…

– Creo que ha sufrido usted mucho e injustamente, eso es lo que creo.

Ella vacila un instante antes de proseguir.

– Y ustedes ahora se burlan tranquilamente de todo eso, es la consigna nacional, la política de la mirada impasible y centinela y unas manos tranquilas y viriles, bien puestas sobre el pomo de la espada, toda esa parafernalia y esa retórica. Conozco la canción. Pues sepa una cosa: si no fuera por algunos de esos ideales de mi marido, yo creería que nada en absoluto se me ha perdido en esta vida.

– No diga eso. Usted sabe que hay muchas cosas por las que vale la pena luchar…

– Deme un cigarrillo, haga el favor.

– ¿Otro? Acaba usted de apagarlo.

– Mire, con el humo se me aclaran mejor las ideas -dice ella con acritud. Y bajando el tono, añade-: Disculpe, no le he ofrecido a usted nada…

Alrededor de las siete de la tarde, antes de que empiece a oscurecer, cuando el sol ya en el ocaso tiñe con un esmalte bermellón sus uñas, siempre amarillas a causa del sulfito de sosa del revelado, David regresa del estudio del fotógrafo y encuentra a Paulino Bardolet esperándole al borde del barranco con las maracas en la mano. Advertido por su amigo de la visita del inspector Galván, se acerca a la ventana pisoteando atolondradamente las margaritas. A través de la celosía lo primero que distingue sobre la mesa camilla es el mechero Dupont y el paquete de Lucky, las viejas tacitas de café con la grafía china y el tazón rebosante de terrones de azúcar, y enseguida ve al inspector sentado muy tieso en el sillón y bebiendo su café a sorbitos. Los ojos de acero asoman por encima de los bordes de la tacita, fijos en la pelirroja. El café es obsequio de la casa y al mismo tiempo obsequio del visitante.

– Así todos contentos -gruñe David poco después en el barranco, esgrimiendo su cortaplumas-. El otro día le oí decir a mamá que gracias a este tío en casa se habían acabado los recuelos y la achicoria. Los terrones de azúcar también son un regalito suyo, los manga en los bares.

– ¿Por qué no has querido entrar? -pregunta Paulino.

David calla y piensa. ¿En qué momento de la conversación sentiría la pelirroja la conveniencia de responder a los favores de este hombre, por qué no ha controlado el impulso irreflexivo o el deseo de hacerle pasar y de invitarle a una taza de café? Precisamente acabo de hacerlo, inspector, ¿le apetece una tacita? Siéntese, haga el favor. ¿Cuántos terrones? ¿Sería usted tan amable de ofrecerme un rubio? No debería usted fumar, señora Bartra, y menos en su estado

– observando con aire en apariencia distraído el borde de la bata floreada, un poco deshilachada por delante, cuando ella ya le ha servido el café y se sienta con expresión de cansancio.

– No te hagas mala sangre, hostia -dice Paulino, caminando unos metros por delante y haciendo sonar las maracas suavemente, apenas un siseo-. No es la primera vez que el guripa se cuela en tu casa.

– No. Pero es la primera vez que ella lo invita a sentarse y a tomar café. Es muy distinto, chaval.

– Muy distinto -repite Paulino siguiendo el cauce seco del torrente. Coge las dos maracas con una mano, abre la navaja barbera y rodea sigilosamente agachado el tronco hueco y pelado de una encina semienterrada-. Acaba de asomar la jeta, pero ya no la veo. ¿Tú has visto algo?

– El culo de mi padre chorreando sangre. Eso es lo único que he visto.

– Hoy no pillaremos ni una, ya se ha ido el sol. ¿Vamos a la Montaña Pelada? Te enseñaré la cueva del Mianet, el vagabundo que lleva espejitos en los zapatos…

– Bueno.

Antes de irse, David se acerca a la casa y se agacha bajo la ventana. No lo hace por escuchar lo que dicen: lleva metido en los oídos un bosque de jilgueros. Con la punta de las uñas tocadas por una luz sanguínea empuja suavemente los batientes y la ventana se abre despacio, dejando entrar en casa, por encima de las cabezas de la pelirroja y del poli, el antiguo rumor del torrente.

– Larguémonos de aquí, gordi.

– ¿Y si rompiera a trocitos toda esta infamia?

– Puede hacerlo. Es una copia -dice el inspector Galván con la voz de terciopelo. Acaba de encender el cigarrillo de mamá con su Dupont y ahora enciende el suyo. Deja el mechero sobre la mesa y sus ojos se demoran en los calcetines cortos y blancos y en los zapatos de gruesa suela de corcho que calza la pelirroja-. No debería usted llevar esos zapatos.

– ¿Qué tienen de malo?

– No me parecen apropiados en su estado. Podría caerse.

Ella cierra la carpeta azul sobre sus rodillas y bebe un sorbo de café. El policía rompe un silencio embarazoso.

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