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– ¡Ondia, qué mechero más fermi! -dice David-. ¿Me deja probarlo?

El inspector se lo da, David le enciende el cigarrillo en silencio y cuidadosamente, y luego lo prueba dos veces, demorando la yema del pulgar en la rosca dorada y en la tapa impulsada por el resorte, regalándose los oídos con el clinc al cerrarse. Fantástico, cuando sea mayor tendré uno igual, pero auténtico. ¡Clinc!

– Y bien -dice el inspector, recuperando el encendedor-. Aún no me has contestado.

– Revisión médica. Lo que tardará, quién lo sabe. Depende de cómo encuentre el doctor Isamat a mi hermanito, el que ha de venir. Si quiere esperarla…

– Dile que volveré mañana, tengo algo que le interesa.

– Si me acuerdo se lo diré.

El inspector guarda silencio. No parece tener nada más que añadir y de mala gana inicia la media vuelta, aunque le gustaría quedarse y esperar. De pronto ve algo detrás de David que le va a permitir demorarse un rato más: debajo de la mesa, el chucho que según él ya debería estar muerto y enterrado se dispone a abandonar con gran esfuerzo la manta donde yace, da unos pasos vacilantes y se vuelve a echar sobre las baldosas con un crujido de huesos.

– No te da la gana de entender que este pobre animal es una pesada carga para tu madre, ¿verdad?, no serás capaz de admitirlo ni aunque le veas agonizando, ¿no es eso?, no te sale de las narices. Me consta lo mucho que apena a tu madre verle en ese estado. Si tú no quieres tomar la decisión, deja al menos que otros lo hagan. Lo más conveniente…

– ¿Acaso no es lo mismo? -inquiere David-. ¡Ya sé qué es lo más conveniente! ¡Ya sé que ella piensa también en matarlo, se ha dejado embaucar por usted!

– Tu madre y yo creemos que estás prolongando su agonía, porque eres un chico caprichoso y testarudo, sencillamente. Mira al pobre bicho, no puede ni respirar…

Chispa se incorpora y viene a desplomarse a sus pies, apoyando el morro en el zapato. El inspector flexiona la pierna y lo aparta; no puede decirse que le haya propinado una patada, pero la flexión de la pierna, aunque suave y retardada, y el gesto levantisco del pie, llevan el impulso reprimido de la patada y David se da cuenta y piensa mira el hijoputa, ¿cómo puede darle una patada a un perro que dice que se está muriendo? Casi al mismo tiempo se fija en su mano, la del brazo en cabestrillo, en la contracción de los dedos al desentumecerse, un gesto crispado y lento, como si empuñara su arma y apretara el gatillo. Y entonces, como a la luz de un relámpago, David ve la boca del revólver acercarse a la oreja del perro y vomitar la bala que atraviesa su cabeza.

– Una vez más -gruñe el inspector-, y lo digo pensando sobre todo en tu madre, te pido que reflexiones, muchacho.

– ¿Y a usted todo eso qué más le da? De todos modos -comenta David con tristeza mirando a Chispa- el pobre se me morirá algún día, ya lo sé, porque tiene pulmonía galopante, pero no hace falta que nadie le ayude… La puede diñar mañana mismo, pero lo hará él sólito…

– No estés tan seguro. Quién sabe lo que puede durar en ese estado.

– Lo cuidaré hasta que muera.

– No presumas de buenos sentimientos conmigo. Si de verdad tuvieras buenos sentimientos, te ocuparías menos de este animal y más de tu madre. ¿Por qué no la has acompañado al médico? -se inclina sobre David y le golpea repetidamente el pecho con el dedo de la mano entumecida que asoma apoyada en el cabestrillo, añadiendo-: Un día hablaremos tú y yo muy en serio. Ya puedes ir preparándote.

– Me la refanfinfla, oiga.

– Ya lo veremos. Y has de saber que todo eso te lo digo por tu bien. Adiós. Volveré mañana por la tarde, díselo a tu madre.

Morderás el polvo, guripa, masculla David viéndole alejarse por el callejón con su paso muelle y aquel aire entre indolente y alertado en su nuca y en sus hombros altos.

Por la mañana temprano, arrebujada bajo un cielo aplomado y espectral, la ciudad que se extiende allá abajo parece un espejismo chafado reverberando su descalabro de grises frente al mar, un decorado maltrecho que acabaran de repintar los ángeles nocturnos, esos que remiendan nuestros sueños al despuntar el día. A la misma hora, en los precarios alambres del tendedero junto al tajo se posan robustos gorriones y con su pico se expurgan los parásitos y la espuma negra de la noche.

Más tarde ella sale por la puerta principal con la cesta de la colada en la cadera y cruza el jardín abolido, pasando entre rosales y adelfas que su nostalgia cultiva todavía en la memoria, en dirección al barranco donde David, sentado en el borde junto a Chispa, balancea los pies en el vacío y habla solo.

Derramadas glicinas sobre muros derruidos que un día cercaron el jardín atraen su mirada, después los ojos remansados buscan de nuevo a David, que farfulla en voz baja y agita los pies como si chapoteara en aguas remansadas. En tiempos más amables, los hijos de la costurera habrían pescado muchos peces aquí, si no en compañía de su padre, sí del abuelo de Mataró, que tenía cañas y sedales.

Al otro lado del torrente, en la zona no urbanizada al pie de la colina, una muchacha descalza que viste una chaqueta de pijama a rayas, que debe ser de su padre, también pone a secar la colada en campo abierto. David distingue sobre las matas de ginesta una falda amarilla con bolsillos verdes, una blusa de color azafrán y dos braguitas de color rosa. El sol se abre paso entre las nubes y enciende el amarillo de la ginesta y los cabellos dorados de la muchacha.

– Vas a llegar tarde a la parroquia -dice mamá con una pinza entre los dientes, sacando la ropa lavada del cesto-. ¿El señor Marimón no te dijo que esta mañana tenía una boda?

– Voy -dice David mirando cómo Chispa se esfuerza inútilmente por soltar su cagarruta-. Ayer vino el guripa otra vez. Olvidé decírtelo.

– Está bien.

– Volverá esta tarde. Llevaba una carpeta con papeles.

– ¿Una carpeta?

Sí. Una carpeta y mucha mala hostia, bisbisea David para sus adentros. Maldito poli hijoputa y cabrón y mamón y bestia.

– No te oigo, hijo, pero como si te oyera. La has tomado con ese hombre, vaya que sí.

David se incorpora.

– Qué va. Discuto con mi hermanito. Tú también lo haces.

– Yo no discuto con él. Nos entendemos. ¿Y no crees que sería mejor esperar a tenerle aquí, si tanto te gusta discutir con él?

– Un día papá me dijo: aprende a mirar lo que todavía no ha llegado, y entenderás muchas cosas.

– ¿Eso te dijo?

Muy cuco, el señor Bartra. Escucha eso. La pelirroja está tumbada bocarriba en la cama y me sostiene en alto con sus manos que ahora son como peces rojos, mientras a su lado David nos mira estupefacto y también Paulino haciendo sonar sus maracas de colores. Mal momento has escogido para venir a este mundo, hijo mío, me siento muy débil y muy sola, he tenido que dejar de trabajar y no sé si me subirá la leche y en casa sólo hay dos boniatos resecos y un poco de bacalao para daros de comer…

¿Por qué no te estrangulas con tu cordón umbilical y nos dejas en paz, feto empreñador?, masculla David caminando con Chispa por el borde del barranco, la correa colgada del cuello y la vista fija en la blusita y la faldita amarilla extendidas como un tierno cuerpecillo en éxtasis sobre la ginesta, al otro lado del torrente. La muchacha ya se ha ido. El perro sigue a David con el hocico pegado al tobillo moreno y fino, husmeando afinidades afectivas.

– Espera, tenemos que hablar de tu perro -dice mamá desplegando una sábana-. Hay que tomar una decisión, hijo.

– Yo no quiero hablar de eso. Ahora tengo prisa.

Deja a Chispa en casa y enfila el sendero hacia la Avenida. Más allá del barranco pasa al otro lado y se dirige hacia la loma donde se seca al sol la colada de la muchacha. ¿Tú qué harías en mi lugar, microbio? Tiene una pulmonía crónica, eso es lo que tiene, sólo eso, y estoy seguro que se podría curar, tampoco es tan viejo… ¿Qué harías, dejarías que lo llevaran al matadero? Yo sí, yo tengo mis sentimientos, chaval. ¿Es que tú no tienes sentimientos? ¿Qué sabes tú de sentimientos, si no has salido del cascarón, gusano peludo que envenena la sangre de mamá? Lo que necesita Chispa son cuidados y compasión. Con tu dichosa compasión lo estás dejando morir de la peor manera que se puede uno morir, poquito a poquito, pasándolas canutas. Lo estás masacrando, hermano, lo estás martirizando con un tormento chino que ni los dakois de Fu-Manchú. Eres peor que ese poli que ronda a la pelirroja, mira lo que te digo. ¡Pues claro que lo soy, piojo de mierda! ¡Qué te habías creído! ¡Soy mucho peor!

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