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– Pues sí que lo he visto. Antes de apretar el gatillo he visto escupir el salivazo de fuego, y antes de eso incluso he visto la luz diminuta del fulminante brillando ante mis ojos, pero entonces ya no apuntaba a mi cabeza, tenía la culata agarrada con las dos manos y apuntaba a la sirenita del culo, me parece.

¿Te parece? ¿Qué pasó, muchacho? No llores. Queremos la verdad.

No lo sé.

Dos tiros. Por qué.

Se me escapó…

¿Dónde apuntabas?

No lo sé, señor policía.

Te estás ganando una tanda de hostias que pa qué.

¿Dónde apuntabas?

A muchos sitios, a muchas cosas… Primero apunté a un calendario, después a una fotografía del tío Ramón pegada a la pared con chinchetas, después a la mano de mortero que me ha endilgado alguna vez, después al salacot colgado en el respaldo de la silla y después a mi cabeza…

¿De verdad querías pegarte un tiro, desgraciado?

No, señor. Sólo lo pensé. Primero lo probé conmigo, apuntándome… Quería saber qué se siente con el cañón apretado entre los ojos.

Y no habías quitado el cargador.

No lo había quitado, no señor. Tenía que hacerlo con el cargador puesto, y sin el seguro. Todo de verdad, tenía que ser así. Todo inventado, pero de verdad, con pólvora de verdad y balas de verdad… Bueno, todo menos las lágrimas.

Tendrás tiempo de llorar en el reformatorio todo lo que quieras. Así que no empieces otra vez.

Sí, señor. Está bien.

¿Y cuándo te echaste a llorar, antes o después de disparar?

Antes. Pero no lloraba de rabia, por eso no supe muy bien lo que hacía. Lloraba como de pena de mí mismo, de mi mala suerte, señor. Por eso se jodió la cosa.

¿Y por qué el segundo tiro, si dices que el primero se te escapó? Querías matarlo, está bien claro. ¿Por qué?

– Se me escapó, David, por eso se jodió la cosa. Se había girado hacia mí y la segunda bala podía haberle matado…

– Si lo habías decidido, ¿cómo no lo hiciste antes, bobo, mientras le afeitabas? -dice David en un susurro de su voz que vuelve como un bálsamo-. Más fácil no podías tenerlo. Un tajo con la navaja en la yugular y sanseacabó, y quién habría sospechado nada. Una pifia de aprendiz de barbero.

– También lo pensé. Más de una vez. Pero ya estaba apuntando al culo…

– Ya. Pumba, a la sirenita que sonríe y que tantas veces se había sentado en tu cara… Perdona, no quería hacerte recordar todo eso.

– No importa.

– Dime una cosa, Pauli. ¿De verdad fallaste el tiro?

– No lo sé. Apuntaba a la sirenita, lo había hecho otras veces. Pero no quería apretar el gatillo, eso no, creo que no…

– Crees que no. Y fallaste.

– Le di en la otra nalga.

– Pero ellos creen que no fallaste.

– Sí.

– Pues déjales que lo crean, porque eso es lo que tenías que haber hecho: no fallar.

Pumba. La primera bala se aloja en el glúteo y penetra unos doce centímetros, moviéndose ya más despacio, ahogada en la efusión de sangre del desgarro. Y la segunda se estrella en el lavabo. Tanto tiempo limpiando y engrasando la pistola con estas manitas suaves y diligentes, tantas veces levantando el arma con el punto de mira buscando el agujero del trasero del guardia urbano, una puntería tan sigilosamente perfeccionada, tan furtivamente ensayada y ensalivada y paladeada. Y fallaste, pobre capullo. Parece mentira.

– Bueno. Otra vez será.

Entre todos los ruidos que agobian día y noche su percepción herida, el zumbido del Spitfire cayendo herido de muerte sigue siendo un bálsamo que se vierte puntualmente en sus oídos.

¡Achtung! ¡Hände hoch!

Abre los ojos de golpe y se incorpora en el camastro apoyándose en el codo. Advierte con alivio que conserva el mechero del inspector apretado en su mano derecha. Abatido por las baterías alemanas, el motor aún ronronea. La columna de humo que se eleva de la carlinga es más delgada y más negra, y la actitud de los dos soldados que lo apuntan con sus armas parece más enrabietada. David apoya la mejilla en la palma de la mano y entorna los ojos, buscando entre centellas la mirada insumisa del piloto.

¿Por qué sonríe, teniente?

¿Qué otra cosa puedo hacer en una fotografía?

¿No teme que le vayan a disparar?

Me da lo mismo. No sabes lo aburrido que es estar en una foto sin hacer nada. O lo que es peor, sirviendo de propaganda al Tercer Reich en la portada de una revista, como si fuera un trofeo. Saldré a estirar un poco las piernas.

Con gesto cansado y expresión displicente, el teniente Bryan O'Flynn deja caer los brazos entumecidos y se golpea los muslos con los puños, luego se quita el gorro y las gafas, afloja el foulard en su cuello, frota con él un mascarón de la frente y se sienta al borde del camastro cruzando las piernas. Lleva una rosa blanca en la mano chamuscada.

Well, veamos qué es eso tan importante que tiene que decirme tu padre. El teniente huele la rosa y sonríe. O Rose, thou art sick! La llevo para hacerle rabiar un poco.

¿Mi padre va a venir?, se oye decir David.

No tardarás en verle sentado en esta cama, soltándonos su aliento podrido de cloroformo. Pero antes de que venga y te ponga la sábana perdida con su legendaria hemorragia, me gustaría charlar un rato contigo.

Muy bien.

Quisiera saber qué te contó de mí la red-haired.

¿Quién?

¡La pelirroja! ¡Tu madre!

David recela entrecerrando aún más los ojos. Los contornos de la rosa blanca se desvanecen.

¿Qué me contó de usted? Nada.

Tu padre, entonces.

Casi no me acuerdo. No fue gran cosa, y hace mucho tiempo… Que lo guió a usted desde Francia, hará cuatro o cinco años, después que derribaron su avión por primera vez, y que estuvo aquí en casa mientras en el Consulado Inglés le arreglaban los papeles para viajar a Gibraltar, porque allí tenía que entregar un maletín con la pieza de un submarino alemán.

¡Fantastic! Bien podrías tú decir, little boy, lo mismo que dijo el poeta: Once a dream did weave a shade O'er my Ange-guarded bed, o sea, un sueño tejió una sombra sobre mi lecho que el ángel guarda. Sin embargo…

¡Que te follen, Bryan O'Flynn!, ruge la voz devastada de papá debajo de la oreja del Dr. P. J. Rosón-Ansio.

…Sin embargo, lo que tu padre no te contó, luego veremos por qué, es que al partir hacia la base de Gibraltar, no me llevé el maletín. Aquel día le dije a tu padre que, por razones de seguridad, puesto que la policía franquista me vigilaba de cerca, era mejor que el maletín con su valiosísima pieza del submarino se quedara aquí. Ya vendría alguien a recogerlo más adelante, tal vez yo mismo, le dije. Lo que no sabía tu padre es que al irme de esta casa la pieza del submarino ya no estaba dentro del maletín… Well, en realidad nunca estuvo allí.

David ha de entornar los párpados mucho más si quiere ver y entender. Debajo de la gran oreja del otorrino no hay nadie. En la mano negra del piloto, el perfume de la rosa y el tufo de las uñas quemadas se mezcla, dejándole confundido. Pero sólo un instante:

Nunca existió esa pieza de submarino, ¿verdad, teniente?

Verdad. Fue una especie de broma. Look, todo empezó con una mentira que le dije a tu padre durante el paso de los Pirineos, al ver cómo le gustaba el drink. ¡Muchacho, qué manera de empinar el codo! En el maletín yo llevaba documentos y dos botellas del mejor vino francés, Château d'Yquem, era el regalo de una dama y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie, y menos con aquella esponja que caminaba delante de mí y ya había liquidado él sólito dos botellas de coñac. Le estaba muy agradecido a tu father por ayudarme a cruzar la frontera, pero cada cual guarda fidelidad a los recuerdos más gratos a su manera, I am sorry. Así que me inventé la pieza del Germany submarine fabricado con un nuevo metal cuya composición era de gran interés para la Armada británica, asegurándome de este modo que nadie abriría el maletín…

¿Eso es todo?, decepcionado David.

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