Hay algo más. Y es que… yo buscaba un pretexto para volver a esta ciudad.
¿Y por eso dejó en casa el maletín con las botellas de vino?
Tampoco las botellas estaban ya en el maletín. Una nos la habíamos bebido tu madre y yo cenando, una noche que tu padre se ausentó. La otra me la bebí on my own al día siguiente, estaba algo triste. Puesto que mi intención era dejar el maletín aquí, las dos botellas y los documentos fueron sustituidos por dos pedazos de hierro, un par de bielas oxidadas de bicicleta que encontré entre los desperdicios arrojados al barranco… Ya te he dicho que necesitaba una excusa para volver.
¿Volver para qué, teniente O'Flynn?
El piloto deja que la pregunta se diluya en la oscuridad. David escruta su cara pecosa y larga, suspendida en el aire y desdibujada, como entrando o saliendo de una nube. Por debajo, la mano renegrida que sostiene la rosa blanca parece una triste garra.
¿Por qué necesitaba un pretexto para volver?, insiste David.
Well, supongo que tienes derecho a una respuesta. El teniente O'Flynn huele la rosa antes de proseguir. Porque así tu padre, que debía regresar a Toulouse para ocuparse de otros asuntos, no habría de recelar de mi vuelta, si llegaba a enterarse. Se supone que yo venía a recuperar el maletín, you understand? Solamente eso y nada más que eso. Digamos que jugué con trampa, pero lo hice por el bien de tu brave father, para no crearle más tensión de la que ya soportaba habitualmente… Afrontaba muchos peligros, dentro y fuera de España, y por eso hay que disculparle que bebiera un poco más de la cuenta, o que a menudo se enfureciera por nada. Yo solamente quería saludar a tu madre, nos habíamos hecho muy amigos. Supongo que también tienes derecho a saber eso… En fin, lo que ocurrió después fue que yo no pude pilotar nunca más un Spitfire, mira mis manos, así que me asignaron otras misiones, la guerra continuó y pasó mucho tiempo antes de que pudiera volver. Se me presentó una buena ocasión a primeros de junio del año pasado, pocos días antes del desembarco de Normandía, pero finalmente no pudo ser y tuve que esperar hasta hace escasamente…
¡¿Por qué no te callas de una puñetera vez, heroico piloto de combate?!, truena de nuevo la voz diabólicamente explosionada, difusa en la oscuridad. ¡Bocazas! Ya puesto en ello, podrías añadir que le escribiste a Rosa cuántas y cuántas cartas después que te fuiste. Supongo que eso también podrías decírselo al chico, al fin y al cabo él tuvo en sus manos esas cartas antes de quemarlas por orden de la pelirroja, que por cierto ya las había roto en mil pedazos… ¡Anda, díselo!
Papá está sentado sobre una nalga en el otro extremo del camastro y sostiene la botella apretada entre los muslos -en una postura, curiosa en él, que sugiere cierto recato e indefensión-, mientras enciende la colilla con un fósforo sin quitarle el ojo al teniente sentado frente a él. Ahora sí que no, ahora de ningún modo está digno y presentable. En su cara abotagada las facciones manifiestan un desorden peculiar, un trastrueque como el que la pelirroja soporta en la cocina de casa: no sólo los dientes no están en su sitio, tampoco la nariz asoma donde debe, ni aquellos pliegues tan viriles en las mejillas, ni la mirada penetrante ni el risueño desdén que siempre había rondado sus cejas altas y espesas. Lo único que está en su sitio es el tajo en la nalga. Es un duro golpe comparar su lamentable aspecto con el del piloto irlandés de sus sueños, pero David se muerde la lengua y no dice nada, piensa solamente que si por lo menos papá pudiera presumir de otra clase de herida en otra parte del cuerpo, si por ejemplo llevara un vendaje en la frente, o el brazo en cabestrillo con su propio foulard, o un parche de cuero negro en el ojo, tal vez aún habría alguna posibilidad de mantener cierto decoro…
¿O acaso no es verdad?, añade papá arrojando la cerilla encendida por encima del hombro. Anda, cáscaselo todo al hijo de la costurera.
Verdad, admite O'Flynn con una sonrisa tímida, rascándose el cogote. Cartas ingenuas, llenas de poesía, de nubes y de tigres y de gusanitos, de oscuros impulsos y de vuelos solitarios con su caída en barrena, la espiral de terrible simetría. La culpa de todo, muchacho, dice buscando los ojos soñolientos de David con los suyos tan azules y conturbados por mascarones y humaredas, la tiene mi pasión privada por la poesía y mi debilidad pública por las pelirrojas de origen no necesariamente irlandés…
¡Que te follen, Bryan, invicto aliado!
Roger. Mensaje recibido. Thank you.
¡No sigas con tus gansadas o te las verás conmigo!, insiste papá. ¿Por qué has tenido que contarle al chaval tus pequeñas intrigas y tus poéticas bellaquerías de petimetre de la RAF?
¿Acaso tú no pensabas hacerlo algún día? ¿Acaso no eres un father responsable? ¿Acaso el chico no tiene derecho a la verdad?
Papá está mirando el mechero dorado en la mano de David al responder: La verdad hay que merecerla. Y eso es algo que mi hijo ya está aprendiendo a su aire y de la manera más conveniente.
¿Más conveniente para quién?
¡Para la patria, por supuesto!, exclama desdoblando el pañuelo ensangrentado y aplicándolo de nuevo a la nalga en alto con sumo cuidado. Empujada compulsivamente por la lengua, la asquerosa colilla que sostiene en los labios viaja de un extremo al otro de su ligera sonrisa burlona. ¡A ti lo que te pasa, paladín aliado y piloto laureado de los cojones, es que te has enterrado en tu propia leyenda y no supiste volver para lo que realmente valía la pena volver a este país! Como tantos otros invictos de tu calaña, has olvidado la causa por la que tantas veces te jugaste el pellejo con tu bonito Spitfire…
Bryan O'Flynn levanta el brazo en demanda de atención.
Just a moment, please. ¿Me estás hablando de la causa, de nuestra común y sagrada causa? Mírate, Víctor, amigo mío, y dime lo que ves, mira tu querida botella y tu rostro espectral y sin afeitar y tu trasero rajado, tu patético disfraz de perdedor acosado, mírate y ahora dime qué es para ti la causa.
Para mí sigue siendo lo de siempre: todo aquello que no acaba de salir como esperabas. ¡Un arroz a la cazuela, por ejemplo! Pero no creas que he cambiado tanto. Escupiré siempre en la jeta y en las palabras de los poderosos, porque ésa es la gente que alfombra de cadáveres su camino hacia el triunfo y su cacareado amor a la patria.
Qué cosas dices, papá.
¡Y qué estupendo y qué pelma se está poniendo tu admirado piloto! ¿No ves que es un cabeza de chorlito? La diferencia entre tu padre y este tipo es que tu padre está empezando a considerar alguna otra forma de vida más digna, y este pimpollo de la RAF sigue creyéndose un triunfador. ¡Y no sabes tú la de horrores que nos va a traer eso!
De modo que tú no celebras nuestra gran victoria sobre el fascismo, dice O'Flynn.
Nunca levanto mi copa hasta que me la llenan.
David deja que la resonante voz de papá se funda en la sombra y mira al teniente O'Flynn. Espera un rato, medita las preguntas que nunca han tenido respuesta:
¿Y cuántos días se quedó usted en casa, la segunda vez que vino, se puede saber?
Una noche. Una sola noche, dice el teniente.
¡¿Por qué no te metes la lengua en el culo, pero ya, Bryan O'Flynn?!, truena nuevamente papá con la voz desvertebrada. ¡¿O prefieres que te endilgue en el culo el morro entero de tu famoso Spitfire?!
Ya puedes decir lo que quieras, que no me enfado. Yo tengo an exciting life, yo voy y vengo de los horizontes de fuego y esmeralda, más allá del arco iris, my friend, yo soy un piloto de combate, un soñador. Soy romántico, encantador, intrépido. Me deslizo por el cielo como el gusano se desliza entre los pétalos de la rosa, porque un solitario impulso de placer me atrajo a este tumulto en las nubes, a esta seda inmaculada…
La victoria no es más que un espejismo de estúpidos engreídos, gruñe papá mirando a David. Y exhibirla como hace este mequetrefe me parece impúdico. La verdadera victoria es esa mata de margaritas que tu madre cultiva en el portal de casa… Pero yo no soy tu madre. Ella siempre quiso vivir conforme a una ética, y por eso ahora lo está pasando mal con algunos recuerdos. ¡Así que no me vengas con hostias, O'Flynn!