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Pues a lo mejor me daba gusto.

– Se aman apasionadamente -murmura Paulino.

– ¡Y un huevo! ¡Cállate de una vez!

Otra ráfaga de fusilería se lleva la voz encelada del proyeccionista y arrecian los gritos y las órdenes de ataque, y acto seguido un silencio y un rumor de sedas, el siseo de las olas yendo y viniendo en la rompiente de la playa sembrada de cadáveres bajo la luna del Pacífico.

– ¿Qué es eso? Le está quitando las medias -susurra David.

– Si no lleva medias -dice Paulino-, ¿que no lo has visto? Además, las novias no se dejan quitar las medias.

No me toques con esa venda tan gorrina, dice ella. ¿Qué te han hecho en esa mano?

No te lo vas a creer, Merche. Primero aquel par de animales me quiso asustar, eran subinspectores. Sobre la mesa había unos alicates nuevos con los brazos pintados de rojo, pero en ningún momento esgrimieron eso. Uno de ellos, el gordo, me sacudió con una cuerda mojada, aquí y aquí, mira, y luego me dio en el ojo. Estaban los dos muy cabreados, con una idea fija, y es que habían encontrado una llave en mi bolsillo y pensaban que era la llave de un buzón particular donde yo recogía propaganda política y mensajes, lo mismo que había hecho el señor Auge, eso decía aquel hijoputa… Me cansé de decirles que era la llave del botiquín de la cabina de proyección, este botiquín que ves ahí, pero ellos ni caso. Y uno va y me dice oye, cabrón, te conocemos, tú eras el niño bonito de los faieros, tú frecuentabas un bar de la calle de la Cera, un nido de ratas anarquistas, y estás conchabado con otros del Sindicato del Espectáculo que reparten de un cine a otro Solidaridad Obrera en las sacas de las bobinas, lo sabemos. Y yo que le digo pero qué dices, anda vete a tomar por el culo, subinspector de los cojones, eso es agua pasada, tú eres un montón de mierda y yo soy el niño bonito que se folla a tu hermana, así mismo se lo dije… ¡Estás loco, pichuli!

Es que yo, cuando me ponen a parir, no me sé controlar, nena, soy capaz de todo… Entonces el otro subinspector va y saca su pistola, me tenían sentado con las manos esposadas sobre una mesa, la saca y me atiza en esta mano con la culata. Vi las estrellas, Merche. Pero lo que no te vas a creer es lo que pasó luego.

Ay, mira, no me lo cuentes. ¿Ves lo que pasa cuando te engallas con la autoridad y encima mientes?

Yo no mentí, la llave era del botiquín. Quítate la falda, venga, así…

Eh, cuidado, no me escoñes la cremallera… Estás hoy muy excitado, ¿eh, cariñito?

– Es su novia, chaval, seguro. ¿No ves que está colada por él?

– Y tú estás agilipollado, Pauli. ¡Déjame oír, ostras!

Entonces, si no mentías, ¿por qué no les dijiste que vinieran a probar la llave en el botiquín, y habrían visto que eras inocente y no te habrían zurrado?

Merche, mi vida, ¿es que no sabes cómo las gastan? Querían asustarme y que cantara otra cosa. ¿Qué cosa?

Un momento, que no sé cómo se está rebobinando la película… Vale, marcha bien. Pronto se acabará el rollo, así que espabila, bonita.

También podías haberte lavado un poco, niño, que me vas a poner de grasa hasta el coño…

Entonces se abrió la puerta y apareció otro polizonte, un inspector, su cara me sonaba, lo había visto una vez en la puerta del cine hablando con el viejo Auge. Ordenó a aquellos cafres que se apartaran de mí, me saludó amablemente y me ofreció un cigarrillo… ¿Sabes aquello del poli bueno y el poli malo que sale siempre en las películas? Pues él era el bueno. Se sentó a mi lado y dijo: Tú eres amigo de la señora Bartra, ¿verdad? Sólo la he visto una vez, le dije, y es la verdad. Me miraba fijamente, creí que me haría un montón de preguntas, pero no. Se levantó y dijo disculpa a estos subinspectores, son buenos funcionarios que cumplen órdenes de sus superiores, como yo, como todos los que estamos aquí. Que estaba muy ocupado y no podía dedicarle mucho rato a mi asunto, y que lo lamentaba porque conocía bien a esos dos, son muy brutos y no hay quien los sujete, dijo, de modo que si tienes algo que declarar mejor lo haces ahora conmigo… Que no miento, le dije, esta llave es del botiquín de la cabina, yo no hacía más que repetir eso, y el tío se cansó y se fue.

¿Y ya está?

¡Qué va! El gordo y el flaco siguieron jodiéndome media hora más. Y luego me soltaron. Ni un vaso de agua me dieron. Ah, se me olvidaba la cabronada más cabrona que tuve que aguantar… Oye, qué buena estás, ladrona.

¿No tenías tantas ganas? Pues a qué esperas.

Es un minuto, prenda, mientras empalmo este rollo.

¿Qué es esto?

El ojo de gato que abre y cierra el foco de la linterna. No lo toques. Tócame a mí, ricura, agárrame esto… Pero espera, que ahora viene lo mejor. ¡La repanocha! Fíjate, estábamos todavía allí en aquel sótano, yo cagándome en todo y con esta mano hecha polvo, cuando se abre la puerta y entra otra vez el inspector Galván, fumando un cigarrillo, y al verme dice ¿qué hace éste aquí todavía?, he hablado con el Jefe y no interesa, ya lo estáis soltando. Y él mismo me quita las esposas, me acompaña hasta la puerta y me tiende la mano. Adiós, hombre, me dice, un mal día lo tiene cualquiera, pero cuidadito, pórtate bien, y entonces va y me gira esta mano tan machacada, que me dolía la hostia, y fíjate en eso, oye, me gira la palma hacia arriba y la mira atentamente como si leyera las rayas de la vida igual que hacen las gitanas. Eso creí yo, pero no. ¿Sabes lo que hace?

Con la oreja pegada a la puerta, David se figura la mano magullada de Fermín entre las manos del poli: el rabo de una lagartija se agita en la palma encharcada de sangre.

¿Cómo voy a saberlo, pichuli?

No te lo vas a creer. Yo pensé que quería comprobar si me habían roto algún hueso, pero lo que hizo fue quitarse el cigarrillo de los labios y sacudir la ceniza… No tenemos cenicero, dijo sin una sonrisa, como si la jodida broma le disgustara a él más que a nadie. ¡Mi mano le sirvió de cenicero! Y no contento con eso, una vez hubo sacudido toda la ceniza, aplastó la brasa en mi mano. Como lo oyes.

¡Vaya tío mala leche!

Pero no me oyó una queja, no le di ese gusto.

¡Santo cielo, rey mío, ¿cómo pudiste soportar el dolor?! ¿Y por qué te hizo una cosa tan horrible?

La costumbre que tienen de hacer estas animaladas, supongo. Porque son así. Ves a un tío de ésos por la calle y te crees que son personas normales, pero qué va. Bueno, ven aquí, reina mora, arrímate a esta sardina…

Llegan más barcazas de desembarco y rugiendo y chapoteando encallan en la rompiente de Guadalcanal, David ve la escena con todo detalle. El nido de ametralladoras japonés ha enmudecido.

– No soy ningún héroe, tan sólo soy un individuo -dice un soldado de bruces en la playa-. Estoy aquí simplemente porque alguien tenía que venir. No quiero medallas. Únicamente quiero acabar con esto y volver a casa.

Apiñados y cargando con todo el equipo, bajo los cascos de acero las caras asustadas de los infantes de Marina reciben rociadas de espuma de mar y señales de muerte junto con el olor y el sabor del carmín en los labios de la novia o de la puta, la foto en la cartera del soldado muerto, los muslos blancos y liberados ya de la falda y la mano chamuscada por el cigarrillo apretando la nalga… Entonces golpea con los nudillos, y esta vez lo oyen.

– ¡¿Quién puñeta es?!

– ¡Soy yo!

– ¿Quién es yo, coño?

– ¡Soy el hijo de la señora Bartra!

El zumbido del proyector y voces de mando, maldiciones y otra vez tiros y una risa femenina que no es de la película. Se abre la puerta y asoma la cabeza despeinada del proyeccionista.

– ¿Cómo te han dejado subir, chaval? ¿No sabes que está prohibido?

– Mi madre quiere saber qué pasa con el sobre de este mes

– susurra David.

– Se acabó. No habrá más entregas. Al menos no por mediación mía. Díselo a tu madre.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada que a ti te importe -gruñe Fermín-. Dile que si recibe más noticias, ya no será por el mismo sistema. Y no hace falta que vengas.

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