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Tres horas después, Paulino deposita muy despacio su gordo trasero en una butaca del cine Delicias.

– Por el modo de sentarte, se diría que tienes un cardo en el culo -se burla David-. El día menos pensado este bujarrón te mete un palo de escoba.

– Estoy bien -susurra Paulino, pero le vuelve el hipo y está sorbiéndose algún sollozo-. Esta vez sólo me ha dado en las nalgas con el matamoscas…

– Todo eso se veía de venir. ¿Pero por qué sigues yendo a su casa, gilipollas?

– Me paga bien por afeitarle, me compra pasteles, me deja la pistola para que se la limpie… ¿Qué puedo hacer, David?

– Bueno, pues oye, que te zurzan. Déjame ver la peli.

Al rato Paulino deja de gimotear, aunque no controla el hipo.

– Qué olor más bueno -dice-. Son tus manos. Huelen a panecillo de Viena.

– Es por el revelado de fotos -gruñe David.

Se deja resbalar en la butaca, pone los pies en la fila de delante y entorna los párpados para fijar mejor el gesto felino del joven agricultor al ladearse y desenfundar el revólver.

– ¿Quién hace de Jesse James?

– Tyrone Power -dice Paulino-. Es ese moreno. Tiene la nariz respingona y una sonrisa que ¡buenooo…!

– Demasiado guapo para ser un pistolero del Oeste.

– Nadie es nunca demasiado guapo, ¿no te parece, David?

– No sé. Qué más da.

– ¿No te gusta la peli?

– Sí, no está mal.

– Entonces ¿qué te pasa? ¿Te sientes un poco triste por lo que el tío Ramón me ha hecho…?

– Mira esto. Resulta que Jesse James era un pobre campesino.

– ¿Y eso te extraña? En el Oeste todos eran vaqueros o campesinos.

– Míralo. Demasiado guapo. Está mejor con el pañuelo tapándole la cara, dejando ver solamente los ojos.

– Si tú lo dices. ¿Quieres cacahuetes?

– No.

– ¿Quieres un poco de sidral?

– No.

– ¿Quieres meterme el dedito, por favor?

– ¿Qué has comido?

– Judías con tocino.

– Ni hablar. Luego va uno con el dedo oliendo a pedo todo el día.

– Te regalo un frasco casi entero de loción Varón Dandy que le he birlado al tío.

– ¿Lleno?

– Casi.

– Vale. El Varón Dandy y todo lo que llevas encima ahora mismo.

– Cómo te aprovechas, cabrito. No hay derecho.

– ¿Qué llevas?

– Setenta y cinco céntimos, el cortauñas, el sidral y un plumín nuevo que guardo en la caja de mistos…

– Venga. Pero sólo meter y sacar.

– Dos veces.

– Una sola vez y vas que chutas.

– Ondia, chaval, qué abusón eres.

– Lo tomas o lo dejas.

Primer sábado de mes, cine Delicias, noticiario No-do, una de guerra contra los japoneses y una del oeste, otra vez el No-do y empieza de nuevo la guerra y ellos allí despatarrados en la butaca, esperando. Pero ni rastro de Fermín con el sobre.

Sigúeme, dice David, y salen al vestíbulo, burlan la vigilancia del portero, suben a la primera planta y buscan la cabina de proyección. David golpea con los nudillos una puerta pequeña, que se abre suavemente no más de un palmo. El zumbido del proyector, el traqueteo de las ametralladoras en una playa del Pacífico, los aullidos de los japoneses ensartados en las bayonetas, o cayendo a plomo de las palmeras, ahogan la llamada en la puerta. David se dispone a golpear de nuevo y más fuerte, cuando dentro se oye una voz de mujer, pastosa y dulce, como si hablara comiendo un plátano, se le ocurre decir a Paulino: una voz que parece salida de la película. La novia de un soldado de Guadalcanal, añade en un susurro. Qué dices, no hay mujeres comiendo plátanos en una película de guerra, capullo, dice David. Entonces es la novia del proyeccionista. Escucha. Paulino sujeta su brazo impidiendo que llame. La voz afrutada y glotona se oye de nuevo:

Antes de comerme tu pajarito, enséñame las ocho pelas, cariño. No creerás que con un café con leche y medio bocadillo de sardinas ya me has pagado.

Luego. No seas tan desconfiada.

De eso nada, monada. Encima que te hago rebaja…;

David y Paulino perciben el olor a acetona y, asomando el ojo, ven parte de la cabina, un espacio de apenas tres metros por dos, con la pareja de proyectores marca Erneman y el suelo sembrado de negros tirabuzones, restos de película que ahora aparta con el pie el joven proyeccionista en camiseta, sentado en la saca de las bobinas y trasegando de una botella de cerveza. Lleva un sucio vendaje en la mano y tiene un ojo morado y señales de golpes en los brazos. Frente a él, sentada en una silla baja, una mujer joven y morena de labios muy pintados, con una falda muy ceñida y una blusa abierta que deja ver un sujetador negro, come a dos carrillos media barrita de pan con sardinas y sostiene sobre las rodillas un platillo y una taza. Se ha quitado los zapatos de tacón alto y los tiene a su lado. Tras ella, el ventanuco abierto sobre la Travesera de Gracia deja entrar chirridos de tranvía y alguna bocina.

Acabo de cambiar el rollo, chata, dice Fermín con la voz zalamera, así que tenemos veinte minutos. Venga ya, termina de endrapar, te vas a poner como una vaca…

Sin avasallar, guapo. Y no seas tan roñoso, caray.

¡Pero si cada polvo me cuesta un ojo de la cara!

¿Y la compañía que te hago, rey mío? ¿Qué me dices de la compañía?

Hacía dos meses que no te veía, ladrona. ¡Aggg…!

Despacito, ¿eh?, se ríe la mujer. Vas tan caliente que un día vamos a provocar un incendio, con tanta película como hay aquí.

Tienes esa jodida cicatriz de la rodilla más roja que de costumbre.

¿Sabes por qué, ladrón? Porque nada más verte me enciendo…

Sí, que me lo voy a creer. Es una cicatriz muy fea, la verdad.

¡Pues anda que lo tuyo! ¡Estás hecho un Cristo! ¿Qué te ha pasado en el ojo y en esa mano?

Por meterme donde no me llaman, niña, gruñe Fermín, y su voz queda un instante ahogada por una explosión de varias granadas en un nido de ametralladoras. David y Paulino le ven girarse y se echan atrás evitando ser vistos: el proyeccionista acaba de ver que la puerta está entreabierta, y le da una patada, cerrándola, pero aun así, ya cuando remite en la playa el fragor de la batalla y son más débiles los agónicos espasmos guturales de los soldados japoneses, las voces llegan claras y melosas a través de la puerta:

Pero estás igual de guapo, así que tranquilo, dice ella, y Paulino cree advertir en esa voz, más allá de la masticación y el chupeteo, una pulsión romántica.

– Es su novia -dice.

– Capullo eres -responde David-. Escucha y calla.

Quítate el sostén, anda, paloma…

Antes dime quién te ha puesto este ojo a la funerala.

¿Eso? Por hacerle un favor a un compañero.

Cuéntame.

No serás por casualidad amiga de ningún policía.

¿Por quién me has tomado, rico? Yo no quiero tratos con la bofia.

¿Sigues teniendo un pezón más grande que el otro, chata? Déjame verlo mientras terminas de comer…

¿Qué asunto te traes tú con la autoridad? No me gusta eso, ¿sabes?

¡Una chorrada! El lunes por la mañana me vine a montar la película y se me presentan dos guris con una serie de preguntas sobre el viejo Auge, un acomodador, tú le viste alguna vez. Les dije lo que sabía de él: que se había puesto enfermo, que era un buen hombre. Los tíos van y me trincan y me llevan a Jefatura, en la Vía Layetana, me meten en una especie de sótano y de buenas a primeras me aplican el tercer grado… ¿Sabes qué es eso, muñeca? Un interrogatorio de la hostia. No me enteré de la mitad de las preguntas… Yo siempre me entero de la jodida mitad de las cosas, soy un poco así.

Un poco choricete sí eres, Fermín. Y bastante bruto.

Total. Yo sólo le estaba haciendo un favor a alguien. Un favor algo especial, eso es verdad. Nada malo, pasarle noticias de una persona querida… Oye, deja que te quite el sostén, ratita, así por lo menos me entretengo mirándote…

Quita esas manos tan guarras, chato.

¡Pero bueno, reina mora! ¡¿A ti hay que acariciarte con guantes o qué?!

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