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Venga. De todos modos, aunque se entere, no se lo va a creer.

Más tarde, el burbujeo de la gaseosa en los oídos deja paso a la mórbida porfía del serrucho, y éste a su vez deja paso a las aguas remotísimas del torrente retumbando como un trueno subterráneo en Dios sabe qué noche de los tiempos. Aun así consigue descender a un estadio más profundo del sueño, siempre con el encendedor Dupont apretado en el puño y ahora viendo a un hombre joven con las solapas de la americana alzadas y el pitillo en los labios, igual al que vio un día en los urinarios del cine Delicias, en el instante en que, con un golpe seco de la palma de la mano, introduce el cargador en la culata de una pistola. Es nuestro hermano Juan con bastantes años más, y ya no huele a pólvora fétida ni hay polvo en sus ropas ni le sale de la pierna cortada ningún hueso astillado. Seguro que lleva una pierna de madera, pero qué elegante con las sienes plateadas y la pistola en la mano, parece un figurín salido de una peli de gángsters.

¿Qué barrabasada estás tramando con la ayuda de este fantástico encendedor? dice Juan al retirarse torvamente del sueño de David. Piénsalo bien antes de atacar, hermano.

A eso de las dos de la tarde, los sábados y los domingos, una muchacha rubia de ojos oscuros y piel aceitunada recorre el sendero paralelo al torrente montada en una bicicleta de hombre. Lleva una falda amarilla con grandes bolsillos verdes, una blusa de color azafrán y una boina roja. La muchacha pedalea en dirección a las cercanas huertas con mucha energía, inclinada sobre el manillar. La calina que desprende el torrente a esa hora emborrona su silueta volcada sobre la bici y la hace flotar en el aire y ondular como si fuera un reflejo en el agua, una temblorosa apariencia. Sujeta a la barra del cuadro con dos correas, la funda negra de un violín asoma entre las oscuras rodillas que suben y bajan alternativamente, al pedalear.

– ¿Has visto eso, gordi?

La bici roja y la melena dorada desaparecen detrás del cañaveral como una llama que parpadea y se apaga en medio de una efusión verde y jaspeada.

– Ye muy guapina -dice Paulino en cuclillas, terminando de sacudirse la arena del pantalón.

David vuelve en sí abriendo el paraguas bajo el sol, y Paulino se incorpora y se queda a su lado estirando los brazos pegados al cuerpo y con la cabeza enhiesta. Durante un buen rato mantienen ambos una rígida inmovilidad de reclutas, desvalidos y tozudos, cobijados bajo el paraguas negro en medio del canto de las chicharras, y mirando al suelo. No llueve, pero sobre la tumba lloverá siempre: la lluvia soñada aquí, en verano, es más pertinente y duradera. Estaría bien que tuviera una lápida en su nombre, piensa David conteniendo las lágrimas, y que la lluvia lavara de vez en cuando el nombre, y en el otoño lo cubriera con un manto de hojas… Como si le adivinara el pensamiento, Paulino dice:

– ¿No quieres ponerle una cruz con una inscripción?

– No -gruñe David-. Sólo es para saber dónde está.

– Entonces, tú crees que está enterrado aquí…

– Cómo quieres que lo sepa.

Paulino se queda pensando bajo la sombra del paraguas que ambos comparten.

– De todos modos estaría bien -dice por fin-. En las tumbas del desierto siempre hay una cruz con una inscripción…

– ¡Pero qué inscripción ni qué cruz ni qué hostias en vinagre, gordi, qué cosas se te ocurren! ¡¿Quieres que el guripa se entere?!

Paulino se encoge de hombros y guarda silencio. Certeza o quimera, posibilidad o encantamiento, Chispa está aquí, bajo la inocente blancura de la arena removida, no hay más que mirar y creer, y eso es lo que hace Paulino. Al cabo de un rato, sin descomponer su posición de firmes, dice en voz baja:

– ¿Quieres que le recite una poesía?

– No te oigo. Todavía tengo gaseosa en las orejas.

– ¡Podrías darme un traguito!

– No sabes lo que dices, chaval. ¿Alguna vez te has parado a escuchar de cerca el ruido que hacen las burbujas de la gaseosa cuando la echas en un vaso? Hace ¡chssssss…! Pues ese ruido es el que tengo en los oídos, pero multiplicado por mil.

– ¡Ostras!

Permanecen hombro con hombro en medio del lecho pedregoso del torrente, pisando el vértice removido de una lengua de arena y muy tiesos bajo el desbaratado y fúnebre paraguas, protegiéndose ambos, según lo acordado, no del sol implacable sino de una pertinaz lluvia imaginaria, un complemento climático más acorde con el cabreo y la sombría tristeza que el hijo de la costurera sufre desde hace casi un mes. Ha estado bisbiseando una ceniza amarga que le sube a la boca, y ahora prefiere el silencio y poder así escuchar el rumor de la lluvia sobre el paraguas y sobre la tierra, sobre la pequeña tumba improvisada con la ayuda inmediata y esforzada de Paulino, un oscuro montoncito de arena esponjosa y húmeda que acaban de apilar. El espectro del perro amado descansará para siempre bajo ese túmulo ignorado en las afueras de la ciudad.

Con los dedos manchados de sangre, papá se abrocha la bragueta al borde del torrente, mientras contempla con mirada descreída el renovado furor de las aguas muertas tragándose y arrastrando lejos la meada. Esto es lo que hay, hijo.

– Si ahora lloviera mucho, pero mucho mucho -dice David-, por aquí podría bajar otra vez la torrentera y llevárselo todo a su paso igual que hace años, me lo contó mi padre, yo era muy pequeño. Todo lo arrastró la torrentera, todo, hasta un sidecar con dos soldados y un camión que transportaba caballos… Ahora el agua pasaría por encima del esqueleto de Chispa sin tocarlo, todo lo más le quitaría la correa y el collar, que aún debe llevar en el cuello porque el inspector no se lo quitó.

– Un poco más arriba estaría mejor, a la sombra de un árbol

– dice Paulino-. ¿Por qué nunca me haces caso?

– No. Aquí -dice David, justamente aquí mismo, piensa: en la oscura penumbra debajo de mis pies-. Aquí lo mató, lo sé muy bien.

– Pues ahora tendrás que aguantarte, porque le quiero recitar a tu perro una poesía muy bonita que aprendí en segundo de bachillerato -carraspea mirando la tumba y entona-: Si Roma orgullosa, vencida Numancia, juzgó sepultados valor y constancia, los siglos al mundo su error demostraron; los padres murieron, los hijos quedaron.

– Muy bonito, capullo.

Caminando de vuelta a casa, David inquiere:

– Dime una cosa, gordi. ¿Alguna vez has soñado un crimen tuyo?

– ¿Mío? ¿Qué quieres decir?

– Si alguna vez has soñado que matabas a alguien.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Por mi tío?

– ¿Lo has soñado o no?

– Yo nunca sueño nada.

– Algo tienes que soñar, ondia. Todo el mundo sueña cosas.

– No me acuerdo… Bueno, sí, una vez soñé que Errol Flynn me preguntaba si tenía una espada a mano. ¡Rápido, chico, dame una espada!, me dijo plantándose de un salto frente a mí. Y enseguida de eso, me llevaba con él a los Almacenes Jorba y me compraba una bufanda de lana preciosa, y me acuerdo que era por las fiestas de Navidad… ¡Errol Flynn en persona! Qué cosa, ¿verdad? Pero nunca he soñado que mataba a nadie, eso te lo puedo jurar. Lo he pensado, pero soñarlo, nunca.

– Pues yo sí -dice David-. No que mataba, ¿eh? Soñé que alguien me decía que yo había matado a no sé quién, y yo me lo creía, decía: bueno, y qué. Lo daba por hecho. No es lo mismo que matar a alguien, pero casi, y tienes una sensación la mar de rara. ¿Verdad que lo normal sería que pensaras soy un asesino, me he convertido en un asesino?, pues no, resulta que, así de golpe, no te ves como una mala persona, no te sientes extrañado ni arrepentido ni desgraciado ni nada de eso. Te dicen oye, tú, sabemos que has matado a fulano, y te lo crees, te parece normal, y te quedas tan pancho. ¡Eres un asesino y resulta que te importa un bledo!

– No me gusta tener sueños. No me gusta nada -farfulla Paulino afectado por un ataque de hipo, cuando ya David pliega el paraguas y se dispone a entrar en casa-. Adiós, te buscaré en el Delis esta tarde.

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