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– Si se acordara usted -murmuró, trémula- del título de los libros que le prestó…

– Eran cuentos, creo… Ediciones del ayuntamiento, o de esas que uno mismo hace imprimir… Guerín no publicó gran cosa. Pero lo miraré más despacio. Si puedo, el lunes hablaré con un concejal para que te consigan ejemplares… ¿Y dices que un detective está investigando su desaparición?

De repente Nieves Aguilar se entregó al llanto.

Le pareció que lloraba mucho tiempo sin que nadie la consolara, la cabeza inclinada hacia delante, las manos aferradas al bolso.

9

Sueño había aparecido en lo alto de una colina, cimero, luminoso. Quirós trepaba a toda prisa mientras el perro lo contemplaba con ojos conmiserativos y azules. Era una mirada extraña que, a no dudar, quería decir algo: Nunca me atraparás. O más extraño aún: Es mejor para ti que nunca me atrapes. Despertó apretando un burujo de sábanas. Era sábado. Su reloj se había parado pero, a juzgar por la luz, no debían de ser aún las ocho. La ventana seguía trabada. Encajó el picaporte, forcejeó. Luego lo dejó estar. Se sentía deprimido, quizá tenía la tensión baja.

En la terraza, el chico acababa de instalar tres o cuatro mesas entre bostezos. Quirós desayunó a solas, abrevando los pulmones de aire de mar. Luego sacó el teléfono y pulsó un número. Le habían dicho cuándo podía llamar para recibir respuesta.

– Tras la muerte de su madre tuvo una época de pesadillas -dijo don Julián-. Sus gritos me despertaban, y al entrar en la habitación la encontraba de cara a la pared, como si la pared pudiera protegerla mejor que yo. La abrazaba y su corazón me golpeaba el pecho: bum, bum… Me parecía tener dos corazones. Entonces me contaba que todo le daba miedo: la lámpara en forma de cisne, su ropa doblada sobre la silla, su muñeca… Creía que los muebles crujían por una especie de mecanismo de poleas. Yo la abrazaba hasta que volvía a dormirse, pero, sobre todo, a callarse. Ahora me he puesto a recordar esos momentos. Dice mi hijo el físico que la luz de ciertas estrellas nos llega cuando ya han desaparecido. Hazte idea, Quirós: una luz del pasado. A mí ahora me visita esa luz. Y me pregunto si mi luz llegará a ella algún día. Mi hermano, el obispo, afirma que el amor de Dios es un espejo que se refleja en otro. ¿Sigues ahí, Quirós?

– Sí, señor -dijo Quirós.

– Recuerdo hasta el nombre de la doctora que le hizo pruebas psicológicas: la doctora Reuben, de Valdelosa. Me dijo que era inteligentísima pero demasiado imaginativa. Y Cevallos, su guía, lo mismo. También le encontraron una deficiencia de magnesio, como a su madre. Es un problema hereditario: a su madre le daban calambres y se quedaba inmóvil. Nadie lo sabía salvo yo. Con ella no nos pasó, por fortuna. Pero siempre fue una niña difícil. Todo esto te lo cuento porque a alguien tengo que decírselo, y sé que a ti puedo decirte cualquier cosa, Quirós.

– Sí, don Julián.

Las interferencias eran humo: a veces Quirós no veía bien las palabras de don Julián; otras, las perdía por completo.

– Por otra parte… Estoy a la espera de que Correa me llame. Creo que hemos encontrado al hombre ideal para que se encargue de todo. Es inspector de la brigada de desaparecidos, un tipo de fiar. En el ministerio me han dicho que trabaja con discreción, que es lo que importa. Tienes aún el colgante, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Pues se lo entregarás a él, y solo a él. Ya te avisaré cuando llegue al pueblo. -Quirós sentía frío en la cabeza. Se puso el sombrero durante la pausa-. Ahora dime, Quirós. No te quedes con nada por dentro. Dime.

Quirós no tenía nada por dentro. Contemplaba el escaparate de una pequeña tienda para turistas enfrente del hostal, en la cuesta que llevaba a la playa La cinta del sujetador de un bikini se había desprendido de la percha y le daban ganas de romper el cristal y colocarla en su sitio.

– Si le soy totalmente honesto, don Julián…

– Ni hablar de cauces oficiales, si eso es lo que me vas a decir -tembló la voz del auricular-. No pienso dejar este asunto en manos de los patanes de la Guardia Civil de un pueblo. No quiero ver el rostro de mi hija colgado por todas partes y a los pueblerinos apuntándose como voluntarios para buscarla. No quiero que los periódicos, revistas y reality shows hagan su agosto con mi hija. Nadie debe enterarse de esto, y menos que nadie la policía. Por eso he hablado con la policía. -A Quirós no le sorprendía la contradicción: era propia del mundo de los ricos-. Conozco, incluso, a un productor que haría una película sobre el tema… -Zumbidos, palabras evaporadas-… ha sido degradada.

– Le oigo mal, don Julián.

– ¿Y ahora?

– Mejor.

– Tengo que hacerte una pregunta, Quirós.

– Y yo otra a usted. Pero pregunte usted primero.

– Quiero saber tu opinión sobre lo sucedido. No me ocultes nada. Eres mi empleado, pero ahora quiero que te sientas como un amigo. Abre tu corazón.

Silencio.

– Pues… Se me ocurren muchos motivos por los que una chica de quince años perdería un colgante, don Julián…

– ¿Pero?

– La cadenilla está rota.

– Ya.

Silencio.

– Yo ya estoy preparado para todo, Quirós, incluso para que el teléfono suene y alguien me pida dinero. Para todo, también para lo peor. «Si me buscas, me hallarás muerta», recuerda su nota… Pero no, me corrijo, no para todo: no estoy preparado para decírselo a nadie. Ahora, tu pregunta. -Quirós solo quería saber si podía dejar aquel trabajo. Estaba deseando regresar a Madrid. Pero escuchó la negativa casi antes que las palabras-. Ni lo sueñes. Eres más imprescindible que nunca. Debes seguir con la profesora. No te contraté solo para que buscaras a mi hija, ¿recuerdas? También para que impidieras que esa mujer le diga a otros lo que no debe. Si te largas, se pondrá nerviosa y hará cosas por su cuenta.

– Es una persona discreta. El que me preocupa es el marido…

– Pues es de quien menos debes preocuparte. Tengo a unos cuantos hombres muy pendientes de él. Si se le ocurre publicar algo, lo eliminaré. Mi padre afirmaba que hasta el ángel de la misericordia es despiadado con los que provocan escándalos. En cuanto a ella… ¿Qué le has dicho?

– Que fui a denunciar la desaparición a la Guardia Civil.

– Pues asegúrale que la policía está trabajando y pídele que sea discreta.

– Es discreta, don Julián. Ella…

– Procura que continúe siéndolo.

Cuando colgó, la terraza seguía vacía. Entró en el hostal. El chaval del acné le entregó un papel. Acababan de dárselo dos chicos, dijo. No hubiese necesitado leerlo: era más de lo mismo. A Quirós las amenazas no le importaban, porque se había ganado la vida a costa de venderla muy barata. Puestos a ser sinceros, lo que de verdad le importaba era que la mujer no se enterase de aquel segundo anónimo. Así era Quirós. Hizo trizas el papel y salió a la calle. Todavía era pronto para llamar a Pilar. Todavía era pronto para que la mujer bajara. Sin embargo, aunque gris y sucio como un viejo pobre, no era pronto para el mar. El mar sí estaba. Decidió caminar un rato a su lado.

El paseo se hallaba vacío. En la playa, hombres en traje de faena escamondaban la arena con aspiradoras. A lo lejos flotaba un barco. Esta vez no era un velero sino un barco, Quirós podía distinguir sus amuras. Había carteles colgados de las farolas que anunciaban que aquel sería el día de la fiesta. Quirós seguía deprimido. La grisura de la mañana le traía recuerdos de su infancia. Y, sin embargo, habían sido tiempos felices, o no demasiado infelices: ayudaba a su padre con las tuberías y cisternas, jugaba a la pelota con los niños de su barrio, fumaba a escondidas en su cuarto; su prima, que era asturiana y mayor que él, le dijo un día que podía tocarla si deseaba. Y vaya si la tocó.

Sobre el muro del paseo, entre palillos planos de helados, vio un cubo de plástico y una pala. Se detuvo a mirar aquellos objetos porque recordó haber visto otros muy similares en la habitación de dos niños a los que había asesinado. Eran los hijos de un juez, un tal Conrado, o Currado. Había absuelto a quien no debía y condenado a quien menos debía aún. A Quirós le dijeron que no podía hacer excepciones con su esposa y sus hijos. Entró una noche en casa del juez y se aseguró de que el matrimonio dormía. Luego echó un vistazo en el cuarto de los niños. Eran pequeños, no más de ocho años el mayor. El mayor dormía abrazado a un oso y su hermano a una pistola. Ambos tenían las piernas muy abiertas, el mayor a lo largo de la cama y su hermano de través. Cerca de la cama del menor había un cubo y una pala. Quirós lo recordaba porque se le antojó curioso descubrir tales objetos en un lugar que no daba a ninguna costa sino a una urbanización del nordeste de Madrid. Los niños dormían profundamente. Quirós cerró la puerta en silencio, cogió la lata de gasolina y terminó de vaciarla en los escalones del portal. Aguardó a dos calles de distancia para asegurarse de que nadie saldría con vida. Salieron llamas, pero los bomberos lograron matarlas cuatro horas después. El humo sobrevivió algo más.

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