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De pronto, como ocurre con todas las personas que no pueden hablar, al guarda pareció invadirle la perentoria necesidad de expresarse. Cinco minutos después Quirós había logrado percibir toda su vida: trabajaba en el cementerio las mañanas laborables, habitaba una chabola de tejado de zinc en la carretera de Amargo, le llamaban Teo, que no era diminutivo de Teófilo sino de Teologales, lo cual le demostró enseñándole el DNI. Quirós le dio las gracias y se alejó.

– ¿Nos vamos? -oyó.

Por fuera había pintadas obscenas. También lenguas de hollín y un olor a animal muerto, como si, en vez de salir, hubiesen entrado en alguna tumba. Teologales gesticuló un adiós.

– Es sordomudo -dijo Quirós-. De todas formas, creo que no ha visto a Soledad.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó la mujer.

– La desviación. ¿Vamos hacia Ollero o seguimos hacia Amargo?

Un coche blanco bajaba por la carretera de la sierra. De una de las ventanillas Quirós vio emerger una mariposa o un papel: revoloteó, lanzó destellos, desapareció. El coche era viejo pero le habían transformado el motor y rugía como una moto. Al llegar al cruce continuó hacia el pueblo. Cuando pasó frente a ellos Quirós vio un muslo brillar de aceite y escuchó el latigazo de un cambio de marchas ejecutado con torpeza. Al parachoques trasero le habían atado algo con una cuerda, un muñeco de peluche, quizá un perro. Volaba, brincaba, golpeaba el asfalto. La pelirroja más joven volvió la cabeza y miró por el cristal, a lo mejor para saludar, o más probablemente para asegurarse de que el peluche seguía atado por algún extremo de su cuerpo roto y sucio. El barbudo conducía, el vehículo hacía eses. Por un instante Quirós pensó que se detendrían, pero, tras otro latigazo, los vio perderse en una cuesta.

– Gente divertida -comentó Nieves Aguilar.

Quirós se disponía a decir que estaban hospedados en el hostal, pero no lo dijo. Se le ocurrió, en cambio, que el camino ya estaba decidido: tomarían por el desvío de la sierra.

El sol caldeaba el aire como la luz de un estudio cinematográfico. Al fin fue el sol quien le ayudó a encontrar lo que buscaba. Era una cartulina pequeña, una foto polaroid. Había caído bocabajo mostrando el lado negro. Tenía que ser ese el objeto que habían arrojado por la ventanilla, porque aún no estaba sucio de tierra. Quirós le dio la vuelta.

– Bah -dijo.

– ¿Qué esperaba encontrar?

A la pelirroja maquillada, con la boca abierta, pensó de mal humor. O al barbudo travestido. Pero lo único que dijo fue, de nuevo: «Bah». Arrojó la fotografía a los matorrales y siguió caminando en dirección a la sierra. Los grillos, escondidos, protestaban por el calor. Quirós se abanicaba con el sombrero mientras escuchaba a la mujer.

– ¿Sabe? Lo de la foto me ha recordado otra historia de Soledad. Se titula «Jennifer Budoski». Trata de un joven labrador que, al regresar a casa después de trabajar, halla un papel tirado en el camino. Intrigado, le da la vuelta. Es una foto. El padre se extraña de su tardanza, sale a buscarlo y lo encuentra poco después, desmayado. Llaman al médico, que lo examina y cree que ha sido un desmayo por el calor. Pero la hermana pequeña le ha visto mirar a hurtadillas una foto que guarda en el bolsillo. Él se niega a mostrarla, dice tan solo que se trata de una estrella de Hollywood. Le preguntan quién y responde: «Jennifer Budoski». La gente del pueblo cree probable que pueda existir una actriz con ese nombre, aunque nadie ha oído hablar de ella. El joven declara su amor en un párrafo precioso. Me lo aprendí de memoria. «Así se acabe el mundo -dice-, que nunca jamás dejaré de pertenecer a Jennifer Budoski. En cuerpo y alma le pertenezco. Soy de ella por siempre, para siempre. Dejo mi vida, mi familia a la que quiero, mi novia a la que amo, dejo mi libertad, me entrego a ella.» ¿Y cómo es Jennifer Budoski? Pero eso no lo decía y nunca mostraba la foto.

La carretera, sola y luminosa, parecía privada. Atenazaba la sierra como una cuerda que atara un trasero empinado y moreno, más claro en algunas zonas, como la huella que dejaría una prenda íntima. A Quirós le recordaba el cuerpo de un hombre al que había torturado cierta vez. A su pesar, seguía escuchando a la mujer.

– Una noche se oyeron ladridos. El joven dijo que era Jennifer Budoski, que lo llamaba. Y dijo también cosas más extrañas: que Jennifer Budoski vivía en un campo lleno de estatuas iluminado por una luz cegadora, y que sus ojos eran perlitas blancas, como de cuarzo, y que había perros y… Esta parte del cuento no la recuerdo bien. Soledad escribía a veces de forma muy rara. Creo que los perros tenían joyas en el cuello y dentaduras postizas y caminaban sobre dos patas, aunque no sé por qué… No recuerdo esta parte. Al día siguiente la familia descubrió que el joven había desaparecido. Pensaron que se había ido a Hollywood a ver a Jennifer Budoski. Y sin duda se había llevado la foto, porque tampoco la encontraron. Pero les dejó una nota: «Me voy para salvaros». Así termina.

Caminaron un rato bajo el ojo del sol.

– ¿Qué le parece? -preguntó la mujer.

Quirós se disponía a decir algo cuando la mujer dio un grito.

Después, no esa noche sino algunas noches después, Quirós se preguntó si, de alguna forma, aquel grito había marcado un comienzo o un final, un cambio, algún tipo de aviso, porque hasta ese instante las cosas se habían deslizado tan rectas y ociosas como la carretera por la que avanzaba. Se preguntó si el grito había sido una frontera entre lo que había ocurrido hasta entonces y lo que luego ocurriría. Pero todo eso se lo preguntó después, cuando la verdadera historia empezó a convertirse en ella misma.

En aquel momento lo único que hizo fue agitar la mano en el aire.

– ¿Se ha ido? ¿Se ha ido ya? -La mujer levantó la cabeza. Estaba temblando.

– Era solo un abejorro, señora…

– Perdóneme. -Nieves Aguilar sonreía dentro de su pavor-. Toda la vida me han dado miedo, no comprendo por qué… Mi marido se ríe de mí…

– Hace mal -sentenció Quirós-. ¿Se siente mejor?

– Sí, gracias. Se ha ido ya, ¿verdad? ¿Qué ocurre? ¿Qué hay?

Quirós se había agachado junto a los matorrales del arcén. Cuando se incorporó, sostenía un pañuelo abierto.

Sobre el pañuelo, un colgante en forma de estrella color verde zafiro.

8

Desearía morir, pensó alegremente Tina mientras se dirigía a la Nada. Los chuzos de luz del mediodía cosían sus párpados con alambres de oro y la música le perforaba los tímpanos. Era uno de esos días felices en que nada muy malo había ocurrido. Había despertado con dolor de cabeza tras pasar toda la noche soñando que estaba encerrada en un armario ropero, incluso recordaba haber olido el gore-tex húmedo de un anorak colgado sobre ella. La puerta tenía una rendija blanca por la que podía escapar, pero cuando tendía la mano la rendija desaparecía. Era un sueño sin importancia al que ya estaba habituada. La realidad resultó mejor: aquella mañana le tocaba fregar el primer piso, pero Fernanda, su compañera de cuarto, se ofreció a sustituirla a cambio de que ella lo hiciera a la mañana siguiente, que era el sábado de la fiesta. Trato hecho, dijo. Así aprovecharía para ir a la Nada, donde estarían reunidos los demás.

Dejó atrás el espigón y buscó un camino entre las rocas. Era un día precioso, rutilante. Los días así, Tina quería morirse. Le sucedía desde niña, era un placer tan viejo como morderse los padrastros, comer chocolate o aguantar las ganas de ir al retrete, pero mucho más difícil de explicar. No eran deseos de estar muerta sino de morir: desvanecerse contemplando el cielo o la cabellera nórdica del mar. Quien te entienda…, solía decirle su tía. Pero claro está que sus tíos no la entendían. Ni ella misma se entendía en ocasiones.

Divisó las rocas de la Nada y se abrió de piernas para comenzar la ascensión. Arriba graznaban pájaros que, si no eran gaviotas, Tina no tenía ni puta idea de lo que podían ser. El sol provocaba que su sombra caminara siempre delante de ella. ¿Por qué llamaban la Nada a aquel grupo de peñascos? No lo sabía. Era un nombre al que te acostumbrabas, como decir «mar» o «albergue». Suponía que se debía a que allí no iba a nadie, salvo Borja y el grupo. Ningún bañista, ni huésped, ni autoridad.

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