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– Una pregunta, por curiosidad, señor Quirós. ¿Tiene usted hijos?

– No, señora. Pero… no me hace falta tenerlos para saber esto… Yo… he vivido lo suficiente. Lo que pasa es que usted…

– Soy optimista, ya.

– Y joven. No me mire así -añadió Quirós con la boca deformada por el espárrago, errando al juzgar la expresión que ella puso-. Solo le he dicho que es joven.

– Viniendo de usted, suena ofensivo -bromeó ella, pero la brusca seriedad de Quirós le hizo comprender que las ironías no se detenían lo suficiente en su cabeza. Se apresuró a sonreír para que él supiera que no hablaba en serio-. No tendrá usted hijos, pero habla como cualquier padre.

A partir de ahí, un hueco de silencio.

Ya era tarde. Dormiría. Deseaba conciliar un sueño rápido, seguro, circunscrito como un pulgar metido en la boca. Apartó la colcha y la sábana. Hacía calor, pero prefería mantener la ventana cerrada y cobijarse bajo la colcha. Siempre dormía así, era muy friolera. Leería un poco, apagaría la luz, rezaría, se dormiría.

El teléfono móvil dio un brinco.

– Hola -le dijo.

– Tengo por lo menos cuatro llamadas tuyas perdidas.

– Sí, he intentado llamarte varias veces, a casa y al móvil.

– Lo siento, estaba sobando. -Escuchó su risa, nítida como un disparo-. Tuve un día agotador, y al llegar a casa desconecté todos los circuitos que me unen al mundo. Los robots también descansamos de vez en cuando. ¿Cómo va todo?

Ella le contó que su alumna seguía sin dar señales de vida. Pero (atención: redoble de tambores) ya había llegado el detective de Madrid que Olmos le había prometido, un profesional con amplia experiencia. A la mañana siguiente explorarían la carretera por la que se suponía que la muchacha se había marchado. Tras decir todo aquello cerró los labios y abrió los ojos, recogió las piernas sobre la cama, se apartó el cabello.

– Me alegraría que todo terminara felizmente -dijo Pablo-, aunque, por otra parte, tengo ganas de que se enreden un poco las cosas… -Una risita-. Ya sabes, en verano este país se queda como muerto: no hay noticias de política, apenas hay deportes… Y ella es la hija de Olmos, caramba. Pero no me tomes en serio, doña Nieves. Estoy estresado.

– No te tomo en serio -le dijo. Cambió de postura. Flexionó una rodilla, puso el pie bajo la otra pierna.

Siguieron charlando por turno: un eslabón, otro, una cadena lineal, simple, un cinturón de argollas, ni siquiera brillante. En un momento dado ella añadió, sin especial énfasis:

– ¿Sabes? Te llamé esta tarde al periódico y me dijeron que te habías ido ya. Y desde entonces tienes el móvil desconectado.

– Sí, estaba en casa de Joaquín. Y acabo de recordar que al maldito móvil le fallan las pilas, como a mí.

– ¿Estuviste en casa de Joaquín Hinojosa hasta ahora? -Corrió por la habitación, descalza, y regresó a la cama con papel y bolígrafo. -Sí, también él se ha quedado de rodríguez. Me tomé dos… no, tres cervezas… ¿Ya me estás fiscalizando?

– No. Me fío de ti. -Intentó que su sonrisa tuviera sonido. Apoyó el papel sobre la mesilla y escribió: «Preguntar a Joaquín Hinojosa». Anotó la fecha, subrayó el nombre-. Vaya par de gansos que estáis hechos, celebrando que vuestras chicas se van…

– Es el derecho al pataleo que nos queda a los maridos abandonados. ¿Me echas de menos?

– No.

– Yo a ti sí. Qué mala eres. Encima te burlas. Pues tape el auricular, doña Nieves, porque le voy a contar uno de los chistes más bestias que haya oído nunca. Es de Joaquín. -Vale, aceptó ella. Últimamente, a él le gustaba arrojarle obscenidades y ver cómo las atrapaba con la boca abierta, mostrando dientes, rubor y risa al mismo tiempo-. Una chica entra en una tienda de animales y dice que quiere comprar un perro que se llame Fucky. El vendedor le dice que no tienen ningún perro así. Entonces la chica señala un macho grande, moreno, de rabo corto…

Subrayaba el nombre una y otra vez. Le fabricó un pedestal de líneas azules. El chiste no le hizo gracia, pero rió de igual forma. Cuando comenzaban a despedirse se le ocurrió otra cosa.

– Pablo, ¿me harías un favor?

– Los que usted mande.

– Ese detective que ha contratado Olmos… No es que no me fíe de él, ya te he dicho que parece muy experto…

No necesitaba poner excusas y lo sabía. A Pablo Barrera le encantaba averiguar cosas sobre otros, aunque fuesen cosas sin importancia y otros sin importancia. Escuchó de nuevo el estampido de su risa.

– Averiguaré todo lo que pueda sobre ese sujeto -le dijo él-. Te quiero.

– Yo también te quiero.

Cuando colgó, se preguntó por qué lo había hecho. Obrar de aquella forma a espaldas de Quirós le parecía poco menos que traicionarle. ¿Y por qué había involucrado a Pablo? Luego razonó que no estaba haciendo nada malo. Solo quería saber qué terreno pisaba con el detective.

Y, mientras doblaba y guardaba en lugar seguro el papel, su culpa se le antojó ínfima en comparación con las posibles culpas de otros.

Puso el despertador temprano, apagó la luz, rezó para que la iluminaran las estrellas de la fe, la esperanza y la caridad, se metió en la cama, se veló con la sábana y la colcha, decidió no abrir los ojos, ni pensar en la habitación extraña donde yacía, ni en la oscuridad que la rodeaba como si flotara en medio del mar.

7

Que día tan bonito -dijo Nieves Aguilar. Salieron a la hora de las miradas. Fueron mirados por viejos sentados junto a puertas, camareros soñolientos, mujeres con bolsos erizados de pan, hombres con cestas de mimbre. A Quirós, los niños en pantalones cortos y las ancianas le recordaban los pueblos de su infancia; las tiendas, carteles y bombillas de fiesta hacían pensar a Nieves Aguilar en una capital moderna.

– Un día precioso -insistió ella. Se había detenido a untarse crema protectora en brazos y piernas, haciéndolos refulgir-. El aire huele a flores.

Quirós no olía a nada en concreto. Caminaba despacio pero incesante, mirando hacia abajo. Veía sus zapatos hollar las baldosas, varios excrementos secos (advirtió a la mujer), su propia sombra de costado y la de la mujer, casi diminuta, como algo adherido a él. El sol, irguiéndose sobre los tejados, veía a Quirós.

Al principio decidieron atravesar el pueblo por el centro. Sin embargo, las calles se hicieron confusas. La señal de «Casco Histórico» se alzaba en las cuestas apuntando hacia una esquina, pero, cuando la doblaban, una señal idéntica los dirigía a otra esquina esperanzadora. Quirós optó por dar un rodeo bordeando las afueras. Llegaron al taller de reparaciones, atravesaron la calzada y continuaron por el arcén izquierdo. Las casas dejaron paso a las paredes sueltas, y estas al campo, pero el pueblo, semejante a un cuerpo acostado con los miembros extendidos, no desapareció del todo: atrás quedaban torso y piernas; persistían brazos de labrantíos, dedos de pequeñas granjas. De vez en cuando el sol encendía el parabrisas de los coches con un destello cegador. Quirós sacó las pequeñas gafas de su estuche y se las puso. Nieves Aguilar le seguía como su reflejo o su sombra. De repente dijo:

– Debería ir a la policía.

– Vamos, no exagere. -El bigotito de Quirós se alzó por las puntas-. Solo son una panda de gilipollas… Además, no van en serio.

– ¿No van en serio? Le han enviado un anónimo amenazándole. ¿A qué llama usted ir en serio?

Quirós pensó, no por primera vez, que no tenía que habérselo contado. Según el chico del acné, el papel había aparecido sobre el mostrador de recepción aquella mañana. Por fuera tenía escrito el nombre de Quirós. Al desdoblarlo, saltaba a los ojos una amenaza burda, explosiva, rodeada de esvásticas negras. No le sorprendió, incluso lo había estado esperando. El asunto no le preocupaba lo más mínimo, hasta se le antojaba una especie de broma. Pero no debí decírselo, pensaba.

– Insisto en que debería denunciarlos.

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