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La esposa de Aldobrando era Marta.

Cuando se divorció de Aldobrando, Marta se fue a vivir a una casita frente al mar en lo alto de un acantilado. Allí la visitó Quirós una tarde por orden de Aldobrando, ya que en aquella época, años antes de liquidarlo, trabajaba para él.

Ella misma le abrió la puerta. Era una mujer pequeña pero bien proporcionada, rubia, de ojos azules, vestida con una especie de traje de noche que le desnudaba la espalda. Parecía algo mareada. Quirós se quitó el sombrero. Dijo que venía de parte de su ex marido con un encargo específico: llevarse todo lo que le pertenecía. Separación de bienes, ni más ni menos. Marta ya lo esperaba, lo hizo pasar.

– Adelante -le dijo-. Estaba celebrando que estoy sola, pero no me gustaba celebrarlo a solas.

En el salón se oía una samba. ¿Le apetecía otra? ¿Otra qué? Caipirinha. Bebía caipirinhas. Pero él no podía permitírselo en horario laboral. Traía una lista. Empezó a recorrer la planta baja apartan do los objetos cuando los veía: un cenicero, dos cuadros de chicas con los ojos cerrados, discos, libros. Llévese también esa mierda, señaló Marta un dibujo enmarcado que dividía el cuerpo humano en zonas, como el de una res, y lo numeraba. «Dónde azotar sin peligro», rezaba el titulo; las nalgas recibían el número uno. Como no venía en la lista, Quirós lo dejó de lado. En cambio, se fijó en el pisapapeles con forma de ángel. Años más tarde lo usaría para matar a Aldobrando, pero en aquel momento se limitó a apartarlo. Aldobrando le tenía especial cariño. Todos los «esnupis» eran iguales: se entusiasmaban con objetos ridículos. Entonces, mientras dejaba el ángel junto a los demás objetos, sintió un llanto a su espalda.

No. No debía recordar a Marta.

Marta era una de esas cosas pulcras de la vida que se manchan con la memoria. Tenía que apartarla de su cabeza. Sabía que le resultaría difícil, ya que se había topado, precisamente, con los recuerdos reencarnados. Pero debía intentarlo.

La calle en la que se encontraba era muy ancha. Un perro se escabulló por una esquina. Era blanco como una sábana, pero no era Sueño ni podía serlo. Al fondo, en una pared, una puerta cerrada y un letrero con horarios. Había llegado. Era la entrada trasera del ayuntamiento, donde le habían dicho que acudiera. Le pareció que tardaba una eternidad en alcanzar aquella puerta. La abrió, se introdujo en un pasillo oscuro, desde una habitación le llegó una voz:

– ¡Me cago en la hostia, si es el pringado de Quirós!

Supo quién era antes de volverse.

12

Nieves Aguilar tenía hambre. Ya había devorado casi todas las lonchas de jamón de York. En ese instante se comió la última, y su estómago se lo agradeció con suaves maullidos. El hambre significaba que estaba bien. La salud consistía en desear. Tenemos salud cuando empezamos a pensar que nos faltan otras cosas, se dijo.

Recordaba una historia de Soledad. Una muchacha asistía a una fiesta en su propia casa: la ofrecía su padre a los altos cargos de la empresa de la que él mismo no era sino otro alto cargo. Resplandores amarillos revelaban escotes, trajes negros, camareros con pajarita, un buffet, una orquesta tocando valses. A primera vista, una fiesta más. Pero había detalles raros. Cierta ordenada agrupación de canapés, por ejemplo. Los círculos de caviar en rojo y negro estaban colocados como fichas de damas, los bocadillos formaban el nombre del presidente de la empresa (señor Astán) y las croquetitas de salmón dibujaban signos incomprensibles. Todas las mujeres eran flacas y los hombres gordos y sudorosos. Su madre iba de un lado a otro espetando órdenes a los camareros, y su figurita escuálida (también ella era delgada) se reflejaba en los amplios ventanales del salón poligonal.

De repente se producía el esperado acontecimiento: aparecía el presidente, un tipo de indudable magnetismo, y pronunciaba un discurso con frases lapidarias: «No hay grandes hombres sin grandes oportunidades. Ya no somos lo opuesto sino lo único». Le aplaudían. Y en ese momento el punto de vista se desplazaba hacia la madre, que estaba recordando otra fiesta distinta, el día de su boda con quien, en aquella época, era solo un abnegado oficinista. Rememoraba detalles sueltos: las palabras del sacerdote, una mancha de tarta, el cordero abierto en canal del que ella no había probado bocado. El cuento acababa con aquel cadáver de cordero. Se titulaba «La boda de la señora Boj».

Había sido el hambre lo que le había hecho recordar el cuento. También recordaba la tarde del lunes en que lo habían comentado en la cafetería. La muchacha estaba resfriada porque no se había pasado el secador por el pelo después de lavárselo, le explicó. Luego añadió:

– No es esto lo que quiero escribir. A veces pienso que no quiero ser escritora.

– Estás deprimida porque te has constipado.

– Te hablo en serio… Lo que yo quiero no lo quiere nadie. Yo quiero escribir lo que tengo dentro.

– Es lo que intentan todos.

Tras una reflexión, la muchacha precisó:

– Es que yo quiero escribir lo que soy por dentro. Y por dentro no soy la que tú piensas. Ni la que yo pienso tampoco. -Tenía hambre: había pedido un par de donuts y ella recordaba el bigote de azúcar que se le estaba formando mientras los devoraba.

No había sentido excesiva sorpresa al oírla: estaba acostumbrada a aquellas declaraciones adultas.

– Te comprendo -le dijo-. Te refieres a tu intimidad.

– ¿Sabes cuántas veces escribí esta historia de la fiesta? -replicó Soledad sin dejar de comer-. Más de quince. No sé por qué lo hice, la primera vez ya me gustó… Pero me parecía que cada vez que la escribía llegaba un poco más adentro… Quiero decir, de mí. Luego lo rompí todo y me quedé con la primera versión.

– Eres una perfeccionista.

– ¡No! -protestó ella-. ¡Las demás ni siquiera se podían leer! Y recuerdo una historia sobre una chica que vivía en su cama, sin comer ni beber, que escribí más de cien veces… También las rompí todas menos la primera…

Nieves Aguilar se detuvo a reflexionar. Era obvio que la muchacha necesitaba buenos consejos.

– No somos tan distintos por dentro como dices, Soledad. Somos seres humanos, no ocultamos tantos secretos. A tu edad puede parecer que sí, pero luego, cuando te haces mayor, descubres que la vida es bastante… Bueno, bastante aburrida. -La muchacha no sonrió. Cuando respiraba, se oían rumores de nariz obstruida-. Por supuesto que ocultamos cosas, decimos mentiras, engañamos… Engañamos a los demás, sí, muchas veces. Pero sabemos que estamos haciéndolo. La conciencia nos remuerde.

– ¡Pero yo no quiero escribir mentiras! ¡Quiero escribir la verdad!

En aquel momento, sumida en sus propias preocupaciones, no le había dado importancia a frases así. Ahora se preguntaba qué había querido decir la muchacha con eso. «Quiero escribir la verdad.» ¿Por qué nunca había indagado más? ¿Por qué, cuando no la comprendía, daba media vuelta y la dejaba avanzar sola?

Unos golpes la interrumpieron. Pensó que era Quirós, pero la puerta se abrió con una voz dulce.

– ¿Se puede? Le traigo el té, señora.

Era la camarera. Ya había hablado con ella, se trataba de una chica muy amable. Vivía en la capital, pero los veranos trabajaba en el hostal de la señora Ripio. Era diligente, y más le valía, porque Jacinto, el único hijo de la señora Ripio, el chaval del rostro con acné que la ayudaba en el comedor, parecía demasiado vago, estúpido o astuto para encargarse de sus propias tareas, y ella tenía que hacerlo todo. Se llamaba Safiya. Sin embargo, no era árabe ni nada parecido, le había explicado, sino roquedeña como su madre, aunque su piel morena, sus andares cadenciosos y la ajorca que llevaba en el tobillo hacían pensar a Nieves Aguilar, cada vez que la veía, en una odalisca.

– El señor Quirós me ha dicho que le suba estas revistillas…

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