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– Me pone usted en un aprieto, don Julián -dijo al fin.

– Vamos, hombre, dime. No me enfadaré.

– Si debo ser… Si le soy totalmente honesto…

– Viva y perdida -cortó Olmos con graves y simétricos cabeceos-. Ya lo sé, no es preciso que me lo digas. Ahí está el quid, el nudo gordiano. Tú no eres padre, y por eso opinas así. Pero, para mí, «perdida» equivale a «muerta». Mi dilema no está entre la vida y la muerte sino entre hacer algo o no, y no conozco a ningún padre digno de tal nombre que no haga algo. De modo que quiero buscarla. Tiene solo quince años, aún es menor de edad, una mocosa muy creída. Cuando sea mayor, que se largue si le apetece; mientras tanto me odiará en casa y en silencio, como lo hemos hecho siempre todo en mi familia: en casa y en silencio. Viajarás mañana a ese pueblo y la traerás, pero con discreción. No quiero involucrar a la policía ni cebar a los periodistas con las aventuras de esa marrullera. -Los ojos de Olmos tenían la dureza de una conciencia reprobatoria-. Te estarás preguntando por qué te he llamado a ti para esto. -Hizo una pausa-. A ti, precisamente. -Una pausa mayor-. A ti, Quirós.

Quirós no dijo nada. Siguió inclinado hacia delante, los codos en los muslos, el sombrero en las manos, respirando por la boca abierta. Había preguntas que era mejor dejar que se las preguntasen solo quienes podían responderlas, pensaba.

– Ya sé que no eres la clase de hombre en quien alguien pensaría para un trabajo así -añadió Olmos-, pero es que ha surgido un pequeño problema adicional…

Había decidido caminar un poco antes de comer. Optó por ponerse el uniforme de trabajo. Al salir del hostal eligió conocer el centro en lugar de ir hacia la playa.

No es que Quirós caminara con mucha agilidad: ya tenía algunos años, y sus piernas, obligadas como estaban a cargar con su corpachón, zanqueaban ligeramente. Por si fuera poco, las calles de aquel pueblo parecían confabuladas para situarse cuesta arriba en la dirección en la que iba. Empezó a sudar a las dos cuestas, pero, pese a todo, no quiso quitarse la chaqueta ni el sombrero. Se trataba de su imagen, y Quirós era muy consciente de su imagen. La chaqueta denunciaba la hechura mural del torso y el sombrero remataba el farallón de un rostro pétreo, bezudo, bordado de finas venas en la nariz y mejillas y subrayado por las gafitas negras y un bigote de tiralíneas. Bajo este mascarón, una figura enorme con brazos de los que pendían manoplas de carne y pies encerrados en zapatos de puntera cuadrada. Así era Quirós. Había vivido cincuenta y ocho años con aquel cuerpo, veinte de ellos con ese aspecto, y ya estaba acostumbrado. Sabía que su apariencia producía cierto temor, pero se había ganado la vida a costa de producirlo.

Sin embargo, en las pocas criaturas que encontró durante su paseo -dos niños, unas viejas, un perro que le ladró-, comprobó que su presencia no despertaba, no ya miedo sino siquiera curiosidad. En los últimos años le pasaba igual en todas partes. Sabía que se trataba de la edad, que le rebajaba en gran medida la capacidad de provocar pasmo. Un espantapájaros gastado no asusta a las aves, le había dicho alguna vez un ex socio. Por tal motivo ya solo le ofrecían trabajos estúpidos. A lo largo de su vida Quirós había hecho de todo y lidiado con gente de todo tipo, pero ahora, ¿por qué se hacía ilusiones? Ahora tenía que vérselas con una profesora de colegio y una adolescente díscola.

No sabía por dónde ir. Durante un rato siguió con docilidad ciertas señales que indicaban: «Casco Histórico», pero tras aturdirse en un laberinto de calles curvas, cuestas que parecían montículos, ventanas morenas y casas como pequeñas cajas blancas, se desanimó y dio media vuelta. Estaba claro que el centro de aquel pueblo seguiría siendo un secreto para él. Almorzó salmonetes en el comedor del hostal servido por una camarera joven, morena, alta como un junco, con una ajorca en el tobillo formada por diminutas llaves doradas unidas entre sí. Más que la ajorca, a Quirós le interesó su camiseta, una prenda simple que no alcanzaba a cubrir el ombligo, pero gracias a la cual pudo leer, por primera vez desde que se topara con el letrero tachado, el nombre del pueblo en letras a todo color.

«Roquedal», yendo y viniendo frente a sus ojos, inclinándose, flotando sobre él, tan próximo, tan inaccesible.

2

El año anterior la familia Fuentes Waksman lo había contratado para que buscara a un perro. A Quirós el encargo le pareció humillante, pero aceptó, porque últimamente nadie lo llamaba para grandes trabajos. La casa de los Fuentes Waksman ocupaba toda una manzana próxima al Retiro y poseía un amplio jardín trasero. Una doncella recibió a Quirós en la puerta. Tenía la cara triste y ojerosa y su uniforme semejaba un luto. Dejó a Quirós a cargo de un mayordomo que, a su vez, lo hizo pasar a un salón donde aguardaba el portavoz de la familia, atildado, con la sonrisa en el centro exacto de una circunferencia de pelo grisáceo. Lo primero que le dijo fue que, en realidad, no tenía que buscar a ningún perro.

Esta declaración no sorprendió a Quirós. Llevaba más de dos décadas trabajando para los ricos y sabía que en el mundo de los ricos sucedían cosas contradictorias, inefables, desconocidas para la mayoría de los mortales. El mundo de los ricos era un mundo de signos invertidos, donde lo blanco a veces era negro o donde alguien era contratado para buscar a un perro con la condición expresa de que nunca lo encontrase. Era difícil trabajar para los ricos, no servía cualquiera. Se necesitaba carecer de imaginación y curiosidad, ser duro y hasta rocoso, tener alma de herramienta. Quirós resultaba apropiado, a los ricos les encantaba utilizarlo.

El asunto consistía en tranquilizar a Aitana Fuentes Waksman, la pequeña de la familia, a cuyo cargo estaba el animal el día en que se había extraviado. Los padres pensaban que la presencia de Quirós y algunas promesas fáciles le devolverían la felicidad. En cuanto al perro, le explicó el portavoz, no importaba lo más mínimo. Se trataba de un chucho sin raza concreta, bastante estúpido, que ni siquiera servía para montar a una perra y legar sus genes a cachorros puros y viables. Le enseñó fotos: grande, lanudo, de cola enhiesta pero despeluzada. A Quirós le atrajo su color blanco. Respondía al nombre de Sueño. Pero Sueño podía perderse para siempre; de hecho, era casi mejor que se hubiese perdido. Quirós no tenía que esforzarse en encontrarlo: solo con haber acudido allí y hablar con Aitana cobraría una cantidad razonable.

Hicieron pasar a la niña, que venía acompañada de una amiga y de la doncella. Tenía el rostro despierto y el cuerpo aún borroso por la infancia. No parecía estar tan triste como Quirós había esperado. Se encaramó a un sofá y habló desde él, como arengando. «Quiero que encuentres a mi perro.» Afirmó ser la responsable de todo, porque lo había dejado suelto mientras lo sacaba a pasear una tarde de niebla. Las pupilas le brillaban mientras narraba la tragedia, pero aquella luz no se volcó en lágrimas. Su amiguita, rubiasca y abotargada (sin duda, Aitana era la que mandaba en aquel dúo, pensó Quirós), y la doncella triste de densas ojeras formaban un coro de gestos de asentimiento.

Cuando la niña acabó de hablar, y pese a que lo habían contratado para eso, Quirós no supo qué decir. Balbució algunas frases torpes y se marchó. En la calle ya era de noche y habían salido las estrellas. De pronto le ocurrió algo que casi nunca le ocurría: se detuvo a hacerse una pregunta.

Es decir, intentó hacérsela. Porque se trataba de una pregunta inconcreta que tenía que ver por igual con las estrellas, la niña, el perro blanco y hasta con la expresión pesarosa de la doncella.

Durante un rato luchó por darle forma. Pero el momento pasó: Quirós lo atribuyó a la edad. Cuando uno envejece desea, a veces, comprender la vida. A él debía de haberle ocurrido algo parecido, había deseado comprender la vida. Lo que le intrigaba era que nunca deseaba comprenderla sino ganársela, de modo que aquel instante se convirtió, para Quirós, en un soplo, un argumento vacío, algo que flota sin necesidad de superficie.

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