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– Solo me dijo que la había visto marcharse hacia la carretera del norte a eso de las cinco de la mañana. No habló con ella. Al salir me fui por el mismo camino. Encontré un taller de reparación de coches… Abrían pronto. Se me ocurrió que podían haberla visto pasar.

El hombre de mono tiznado de aceite que habló con Quirós le dijo que recordaba a la muchacha de la foto. Aquella madrugada estaba reparando la calefacción de un viejo turismo de motor mejorado. Sí, la calefacción, le dijo. Pertenecía a unos alemanes que se marcharían pronto al norte de Europa, un barbudo y tres mujeres pelirrojas. Para ellos el verano dejaría de existir dentro de poco. El hombre recordaba haber levantado la cabeza del motor en un momento dado y visto a la muchacha cruzar frente al taller. Iba seria, calmada, con la mochila a cuestas. La muchacha lo miró y le dio los buenos días.

– Quizá tomó un autobús -dijo la mujer.

– No hay autobuses a esas horas.

– Entonces se dirigía a un sitio cercano.

– O hizo autostop.

– No, no va con su carácter. Estoy segura de que era un sitio al que podía ir caminando. Hasta es posible que pensara regresar el mismo día, por eso no me avisó…

– Entonces, ¿por qué se marchó del albergue, señora?

– A lo mejor -dijo la mujer tras una reflexión- planeaba hospedarse conmigo al volver, en el hostal.

Quirós hizo un gesto como diciendo: suposiciones suyas. Luego lanzó una piedra plana que había visto a sus pies. La piedra rebotó cuatro veces en las olas tranquilas. En mis buenos tiempos conseguía hasta siete, se dijo.

– Le ocurría algo grave, eso seguro -dijo la mujer-. A Tina le pareció que tenía miedo. -Y si lo dice esa pelinaranja con quincallería, masculló Quirós con el pensamiento mientras elegía otra piedra, hay que creerla-. Por cierto, estuvo usted muy agresivo con esa chica. No quiero volver a la carga, pero…

– Me revienta la falta de educación.

– ¿Y cree que la mejor forma de educar es mostrarse violento?

Quirós arrojó un nuevo proyectil a modo de respuesta. Esa vez solo obtuvo dos saltos. Decidió abandonar.

– En fin, son cosas suyas -capituló la mujer también-. Pero hay algo muy importante: Soledad se llevó los libros de Manuel Guerín de la biblioteca del albergue, por eso no encontré ninguno. Deberíamos buscar información sobre ese autor. Si le interesaba tanto, quizá… ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó de repente, como si no pudiese concretar sus ideas.

– Mañana caminaré por esa carretera, a ver qué encuentro. -Estaban muy cerca del agua. A Quirós se le hundían los zapatos en la arena, que tenía un brillo como de polvo de esmeril. Unos niños jugaban a la pelota con la ligereza de los ángeles, para quienes la fatiga del ocaso no existe. Protegido de los rayos del sol por las gafas y el sombrero, Quirós se puso a contemplarlos-. Usted puede venir, si quiere -añadió tras una pausa, sonriendo al ver que uno de los habilidosos jugadores deslizaba el balón entre las piernas abiertas de otro. La mujer murmuró un agradecimiento. Quirós dijo-: No tiene por qué. Dice que se fue caminando… Pues vamos a ver adónde pudo ir…

– Le agradezco que me permita acompañarlo -precisó la mujer.

Algo llegó rebotando hasta ellos. Corriendo detrás, como atado por un hilo, venía un niño. Quirós paró el balón pero no se lo devolvió: lo hizo saltar y luego probó a golpearlo con la rodilla. Cuando intentó rematar con un cabezazo, el sombrero casi se le cayó, lo cual desató la hilaridad de los jugadores. En cuestión de segundos se vio envuelto por gritos de desafío, carcajadas, cuerpos escurridizos. Decidió detenerse cuando el ahogo le incomodó. Se despidió de los niños con un ademán y regresó, el sombrero en una mano y las gafas en la otra, junto a la mujer. Luchaba por recuperar el resuello.

– Por fin lo he visto disfrutar con algo -dijo ella alegremente.

– ¿Cómo dice, señora?

– Que por fin le he visto ser feliz.

Quirós guardó silencio.

De todo lo que la mujer le había dicho hasta entonces, de todo lo hiriente, banal o grato que ella le había dicho, aquel fue el único comentario que realmente le ofendió.

Pero la mujer nunca lo supo.

LA MUJER

6

De niña soñaba con ser princesa de cuento árabe, o mejor odalisca, llamarse Aziza, Latifa, Najwa, Sulaima, Yasmina, adornarse de argollas, cinturones, brazaletes y ajorcas con incrustaciones de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas, envolverse en siete velos perfumados con incienso de los árboles de Omán y, al ritmo insidioso de las flautas, contonearse con gestos sutiles, arcaicos, los hombros creando olas, las manos pájaros, la pelvis una serpiente…

Pero nada de eso era serio. De modo que cuando se hizo mayor (doce años) quiso ser monja. Había oído la llamada. No podía desoírla.

– ¿Existe «desoír», sor?

– Míralo en el diccionario, Nieves.

Se lo dijo a su padre, que no la desoyó. Era un hombre extraordinario, a él podía contarle cualquier cosa. Otros padres gritaban o denegaban sin más, pero el suyo siempre le sonreía y hablaba con cariño. «¿Te parece bien, papá?», preguntó al ver que él, lejos de recriminarla o enfadarse, se lo tomaba con buen humor. Por supuesto que le parecía bien: todo lo que implicara su felicidad le parecería bien siempre. Sin embargo, antes de dar un paso tan definitivo, debía asegurarse de que eso era lo que realmente deseaba. Porque el Señor llama a todas las puertas, pero cada cual debe servirle a su manera. No hacía falta ser monja, o cura, para agradarle. Por ejemplo, su padre tenía la joyería, el negocio familiar, repleta de zafiros, turmalinas, granates, heliotropos orbiculares, ágatas crisoprasas. La joyería Aguilar también era una manera de servir a Dios. Piénsalo, Nieves, se trata de tu felicidad. No te apresures a tomar la decisión, que te conozco.

Claro que la conocía. Meses antes la televisión la había hecho temblar con las imágenes de un seísmo en Yemen del Norte, los muertos se contaban por millares, las organizaciones humanitarias reclutaban la compasión ajena. «¿Por qué no ayudamos?» Lanzó aquella pregunta sobre la mesa mientras almorzaban frente al televisor. «Ya hemos enviado un donativo, repuso su madre.» Pero ella no se refería a eso. «¿Por qué no damos más? Eres joyero, papá. Puedes vender parte del negocio y enviar ayuda. Al fin y al cabo, son joyas. ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué ningún cristiano hace nada?» «Las joyas no son de papá», comenzó a decir su madre, pero su padre la interrumpió y sonrió. «Por mí, de acuerdo, Nieves. Vamos a dar. Yo daré las joyas y mamá sus vestidos, y tú darás los tuyos, y tus libros de cuentos, incluyendo tu preferido, Las mil y una noches, y tus salidas al cine, tus vacaciones…»

Porque se trataba, en efecto, de darlo todo. Despojarse. Un velo tras otro… Pero también collares, brazaletes, ajorcas… Quedar íntegramente despojada mientras los hombros creaban olas, las manos pájaros, la pelvis una serpiente…

Pero eso no era serio. De modo que, cuando se hizo aún mayor (diecisiete años), tuvo novio. Había conocido a Pablo en el curso de ingreso a la universidad. A ambos les atraía el mundo de las letras: ella quería escribir cuentos; él, novelas; ella terminó estudiando magisterio y él periodismo, pero siguieron juntos. Un chico con ambiciones, le dijo su padre la noche en que Pablo pidió oficialmente su mano (con una joya que la joyería Aguilar había aprobado), y muy inteligente, Nieves. Tiene futuro en la prensa, ya verás. ¿Y yo?, le interrogaba ella con los ojos. Tú no vas a quedarte atrás, contestaba la mirada brillante de su padre. Y brilló de igual forma cuando ella le anunció que había conseguido la codiciada plaza de Valdelosa. Sonsoles, la directora, la había felicitado. Sor Natividad, la asesora de formación espiritual, había puntualizado que, aunque Valdelosa no era un colegio religioso, aplicaban cierto método. No se obligaba a nadie a responder a la llamada de Dios, pero se procuraba que ninguna muchacha dejara de oírla… Desoír, le ayudó ella con una sonrisa. Sor Natividad frunció el ceño.

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