Sin embargo, Quirós seguía caminando, lo cual probaba que era un truco. Quizá algo más lento, más torpe, pero con la misma terquedad de siempre, en línea recta. El señor Guante también estaba fascinado con aquella interpretación: había inclinado la escopeta y la boca le colgaba. Al llegar junto a él, Quirós le quitó el arma, la levantó por la culata y la dejó caer una, dos veces.
Cambio de escena: el señor Guante estaba a su lado, recostado en el sofá, con el impermeable abierto sobre un torso blancuzco, mamario, las piernas separadas, el rostro hecho añicos como un espejo roto que lo reflejara. Quirós seguía de pie, pero en ese instante soltó la escopeta y se derrumbó. No con brusquedad: se arrodilló, apoyó la cabeza (y el sombrero) en la mesa de centro, extendió las piernas. A ella le pareció que buscaba un sitio para acostarse cómodamente.
No debo tocarle, pensó refrenando su primer impulso. Podría hacerle más daño, no debo tocarle. Lo primero de todo es avisar. Un médico. Pero Quirós la miraba y movía la cabeza. Ella se inclinó sobre sus labios.
– La muchacha… Quiere que vaya a por la muchacha… -Quirós asintió-. La llave… El cobertizo…
Las lágrimas le vendaban los ojos, la amordazaban. Descubrió algo muy extraño: no sentía humedad en sus mejillas. Pero percibía las lágrimas dentro de su garganta; en el interior de sus retinas. Era la primera vez que lloraba así. Le pareció que lo hacía de verdad. Había llegado el momento, pensaba, de hacer y decir la verdad.
Se inclinó sobre Quirós y le besó la frente. Se sintió fuerte, mucho más que en la cueva, se sintió distinta. Lo vio mover los labios.
– Sí -dijo-. Sí.
Se volvió hacia el señor Guante, que seguía exhibiendo su torso y su barriga y sonreía como si contemplara algo que había deseado toda su vida. Estaba muerto, o así se lo pareció, pero se las había arreglado para coger aquella caja del sofá y ahora la sostenía con ambas manos. Calma, se dijo, está muerto, calma. Busca en sus bolsillos.
Encontró varias llaves, las cogió todas, se le cayeron algunas entre las piernas del señor Guante, volvió a cogerlas. Calma, lo primero de todo es la muchacha.
Algo arañaba la puerta de entrada produciendo ruidos enloquecedores. Nieves Aguilar corrió, la abrió, vio al perro chorreante con una cuerda atada al cuello. Aunque estaba muy sucio, podía adivinarse el color de su pelaje: era blanco.
El animal la esquivó y entró en la casa ladrando.
Quirós abrió los ojos en medio de una laguna de dolor y vio al perro muy cerca esta vez. Le tendió la mano pensando que desaparecería, pero no fue así, y, mejor todavía, al ponerle la mano encima lo que desapareció fue el dolor.
El perro le devolvía la mirada con ojos tranquilos, y de la misma forma lo miraba Quirós acariciándolo. Tenía una cuerda atada al cuello, pobre animal. ¿Quién se la habría puesto? En fin, no importaba. Lo cierto era que la cuerda estaba rota y que él, por fin, había cumplido su trabajo. Había ayudado a Marta, había encontrado a la muchacha, y ahora ya podía decirle a la pequeña Aitana que Sueño era suyo. Sueño era suyo para siempre.
Sin embargo, no se alegraba del todo. Cuando le ocurrían tantas cosas buenas al mismo tiempo siempre estaba temiendo que se estropeara una, o varias a la vez, y el disgusto fuera mayor. De modo que, aunque se encontraba muy feliz, procuraba contenerse.
Así era Quirós.
La muchacha está terminando de escribir. Siente el ruido de la puerta del cobertizo, luego el cerrojo de la trampilla. Ahí está, piensa. Ahí está el hombre de nuevo. Se apresura con las últimas palabras y marca el papel con un punto en el preciso momento en que la trampilla se abre y se oyen pasos en la escalera. Pero da lo mismo, porque ella acaba de terminar otra historia, la última, y aguarda allí, sonriendo, con el lápiz en la mano, preparada para comenzar la siguiente.