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Escúchame, marica! ¿Crees que lo que estás leyendo no es real, que no sucede? Y, por el simple hecho de que así lo creas, ¿así ha de ser? ¿Qué clase de prerrogativas te adjudicas? ¿Por qué has de tener más importancia que yo, imbécil? ¡Contigo hablo! ¿Qué clase de bastardo lector eres? ¿Qué inculta mula de muladar, estúpido, estúpido, más que estúpido?

El hombre deja de gritar ante el espejo, entre otras cosas porque lo ha empañado de saliva. Pero no se detiene ahí: rompe los papeles, mastica los trozos, la emprende a patadas con el perro, vuelca la mesa, está poseído por una furia infernal. ¡Las historias!, exclama. ¡Las malditas historias!

Se calma, se sienta, unta una tostada con margarina. Siempre desayuna tostadas y cereales en un bol de leche: es muy sano. Al perro le deja las sobras. Os diré la verdad, piensa: estamos en la misma historia, tú, yo, vosotros, todos. Es imposible salir de ella, porque esta historia lo abarca todo. Puedo demostrarlo. Hemos llegado a la conclusión de que hacer realidad el deseo es una perogrullada inconsciente. Por lo tanto, la realidad es el deseo y el deseo la realidad. Intercámbiense los términos a placer. Si sigues creyendo que esto es no es la realidad, yo deseo que desaparezcas. Quédense tan solo los que piensen que es real. Punto.

El perro también se queda, añado.

Este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos, nada podemos comprender. Tenemos ante los ojos un cristal empañado y no percibimos lo que hay más allá. Ello es debido a que nuestros pensamientos son humanos, y a los humanos no les están reservadas las respuestas. Pero una cosa sí podemos saber: nos engañamos creyendo en la familiaridad de la vida. Somos desconocidos que despertamos entre desconocidos en un lugar desconocido, y tras algún tiempo de confusión e indagaciones reanudamos el sueño interrumpido. Tal es la existencia.

Ahora, un juego de palabras. Quita la ESENCIA a la EXISTENCIA. ¿Qué queda? XIT, que suena a «mierda» en inglés. Pero IT significa «eso» en el mismo idioma, un resto, de modo que también lo eliminamos. ¿Qué queda? X, la incógnita.

¡A veces al hombre le dan ganas de…! Llora desesperadamente, porque quiere hacerte mucho más daño, más aún, del que ya te hace. ¡Quiere despellejarte! Se levanta, patea las sillas, patea al perro, descuelga la Plateada de su gancho, se dirige a por municiones, regresa sin ellas, se abrocha el albornoz, se calma.

Ha escuchado el sonido: un motor rugiendo en el aire. Helicópteros. El perro yergue la cabeza. Ladridos lejanos. Aparta un visillo y mira: nada.

El hombre no es Dios, ni siquiera su semejanza, ahora lo sabe. Más bien fue un niño gordo que vivía con su madre y sus abuelos añorando a un padre que no vendría jamás, por una razón muy sencilla: porque era él. El hombre sabe que cuando nace un varón sin padre él mismo se convierte en padre, la corona pasa a su frente, el cigoñino también es cigüeño, se hereda el pene y la paternidad. Y el hombre, siendo padre y niño a la vez, era marido e hijo de su madre. Pero no era un dios en su hogar, ni en el colegio público al que acudió y en el que todas las chicas lo miraban como solo una chica puede mirar a un niño gordo. Bien es verdad que es difícil ser dios en un colegio público, solo la privatización lo facilita. El universo también es una empresa privada, según los creyentes. El universo es propiedad de una sola criatura, los demás deben pagar para disfrutarlo. Pese a todo, la verdad es: el hombre no era un dios, era un niño gordo.

Es necesario decir la verdad, aunque duela.

Tampoco se comportó como un dios cuando, tras morir los abuelos, su madre empezó a recibir hombres en casa. Eran altos como torres y se inclinaban para mirarle torciendo la cara con gestos aviesos. Aunque eran muchos, venían de uno en uno. Su madre los hacía pasar al dormitorio y él se quedaba fuera. Vete a tu cuarto, Cico. Él obedecía, pero llorando.

Por lo menos ya en aquella época tenía la caja de marfil.

Y el cine. El cine lo conmovía desde muy joven. Adoraba Un perro andaluz, quería ser director, tener una estrella en el Paseo de la Fama, marcar un hito en la historia del celuloide… No consiguió nada de eso.

Deja los platos sucios en la cocina (aún no ha enseñado al perro a fregar), entra en el baño, donde flota la bruma de una ducha reciente, llena un cubo de agua, coge otro limpio. Es necesario que no le falte nada, piensa. Sale por la puerta trasera y se dirige al cobertizo.

La mañana del martes es clara, muy limpia, pero el hombre ya ha oído el pronóstico: dentro de un par de días, centro de bajas presiones, una borrasca de despedida del verano, nubes como monstruos rodeando un ojo enorme, una diana celeste, el tragante del WC de Dios. En otras temporadas ya había terminado su labor para esas fechas. Últimos de agosto: hora de hacer el equipaje, cerrar la tienda y largarse hasta el año próximo, porque lo cierto es que el hombre vive en un piso de la capital, no en esa granja repugnante a la que solo acude los veranos. Pero esta vez se ha retrasado, lo cual achaca a diversas circunstancias: arreglos superficiales del tejado del cobertizo, compras imprevistas, quizá también…

¡Sí, las historias, que han removido capas y capas de fango, de lodo, dejándole un comprensible poso de inquietud!

¿Cómo puede ser que, siendo como somos palabras escritas, nuestra historia sea real?, piensa mientras su imagen, como un tizón en el fuego, se ennegrece, se consume, pierde forma, se vuelve cenizas, oscuridad…

Aquella mañana Quirós salió temprano. En las calles desiertas se agolpaban furiosos ladridos. Los siguió hasta la cima de la cuesta donde se encontraba la furgoneta. Había dos policías de chaleco fosforescente apoyados en la carrocería bebiendo café. Se asomó por la ventanilla trasera y vio a los perros.

– ¿Le gustan? -preguntó uno de los policías, muy joven, casi un niño-. Son los mejores. Pura raza. Adiestrados desde cachorros. Con un olfato capaz de detectar el olor de un calcetín en el espacio y el tiempo. Muy astutos también. Capaces de comunicarse con el ser humano mediante un sencillo lenguaje de símbolos. Dóciles, fieles, incansables… Una raza mejorada de pastor alemán.

Los perros ladraban erguidos sobre las patas traseras, las delanteras apoyadas en el enrejado. La ventana no era grande y Quirós solo podía distinguir a los primeros, los de atrás saltaban mostrando apenas un trozo del morro, y había formas aún más oscuras al fondo. Pero estaba bastante seguro de que ninguno de ellos era blanco.

– En realidad, no soy policía -dijo el joven. Se quitó la gorra y Quirós se dio cuenta de que tampoco era un hombre. Era una chica de pelo corto y castaño y semblante con granitos y huellas de fatiga. Sobre la placa prendida a su chaleco leyó: «M.C. Carnicero»-. Estoy de prácticas. Este es mi primer ejercicio real.

– Muy bien -dijo Quirós por decir algo.

El otro policía entró en un bar. La chica se dirigió a los perros haciendo un ruido como de entrechocar los dientes. Los ladridos se redujeron. Luego M.C. Carnicero dijo:

– Estamos esperando a que regrese de la sierra el primer grupo. Son hembras vírgenes, siempre van delante. Tenemos que esperarlas porque si las juntamos con estos machos pueden saltar chispas.

– Ya -dijo Quirós pensando que, sin embargo, parecían igualmente nerviosos.

– Están nerviosos porque esta mañana encontraron algo. -M.C. Carnicero parecía telépata, como sus perros.

– ¿Qué?

– No tengo ni idea. De hecho, ni siquiera sé qué es lo que buscamos. Yo tan solo me ocupo de cuidarlos, darles alimento y viajar con ellos. Pero tiene que haber sido algo importante. ¿No se ha fijado en los helicópteros y las furgonetas que han llegado al pueblo?

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